miércoles, 22 de julio de 2015

LÁMINAS



1.- Nado a lo largo de la ría hacia arriba y hacia abajo cerca de la orilla. El agua está terriblemente fría y me estimula a no detenerme en ningún momento bajo ningún concepto.
2.- Por encima de mi pasan algunas gaviotas, las oigo, pero no puedo verlas porque mi estilo de natación no es el adecuado para ello. El agua turbia me impide ver nada dentro de ella. Tengo la sensación de nadar sobre un espejo oscuro y líquido.
3.- El frío extremo del agua me impide pensar, aunque tengo la certeza de nadar para salvar la vida. Es una sensación extraña pero muy real. Avanzar en el agua como lo haría un cuchillo que se hubiese desentendido de sus funciones habituales.
4.- Oigo las voces de la gente a mi alrededor, en el agua y fuera de ella. Oigo también  el graznido de las gaviotas y el ruido apagado del motor de algún barquito cercano. Pero al mismo tiempo, tengo la sensación de que  a esa percepción no se la puede llamar, con propiedad, sonido.
5.- Según avanzo soy consciente de mis brazos y piernas moviéndose para impulsarme, pero al mismo tiempo sé que ambos no son algo separado actuando cada cual a su manera para cumplir su función. Forman parte de una misma cosa. Una extraña sensación de unidad.
6.- Antes de salir apenas puedo pensar y solo soy consciente de que debo volver a este lugar con más frecuencia. Ha sido una especie de bautismo.
7.- Cuando finalmente me detengo, me doy cuenta de que no hago pie y nado un poco más hacia la orilla para poder incorporarme y salir. Noto la arena bajo la planta de mis pies como perteneciente a un mundo nuevo, casi desconocido que no tiene demasiado que ver conmigo mismo. Quizás me estoy convirtiendo en un pez o en un raro animal marino.
8.- Andando sobre la arena de regreso (¿adonde?) tengo la sensación de hallarme en un territorio nuevo y desconocido. Me detengo, me siento y contemplo el agua pasando lentamente ante mis ojos como una lámina de acero a la que ya pertenezco para siempre.

BÁRBAROS



La familia actúa de la siguiente manera: están sentados el uno al lado del otro y realizan una función común, participan de ella. Y se dice familia solo porque todos ellos tienen unos rasgos comunes que les identifican como pertenecientes a ella. Frente amplia, pelo y ojos oscuros y poco más, aunque bien pensado también podría tratarse de una tribu de la misma etnia. Quizás podría añadirse algo en su forma de actuar, que les relaciona con igual o mayor sentido. Los gestos y movimientos que hacen son mínimos, aunque en principio nadie podría decir si se trata de una característica individual o pertenece a un modo de ser colectivo.
Casi no hablan, y como mucho parecen intercambiar informaciones mínimas sobre su actividad común. Comen y de vez en cuando se necesitan unos a otros por nimiedades,  de las que en el fondo podrían prescindir. Es una concesión que se hacen para sentirse unidos o al menos aparentar que forman parte de una unidad superior. El hecho de comer no parece tener para ellos mucha importancia, y se someten a tal servidumbre con cierta displicencia por un mero afán de supervivencia, como si se tratara de una concesión hecha a sus cuerpos de mala gana.
Sus movimientos como ya se dijo, son mínimos, y en cualquier caso dan la impresión de que no tienen que ver demasiado con ellos mismos. Mueven la cabeza lo imprescindible, y sus brazos y manos cumplen las funciones que se les suponen para llevar el alimento a su bocas, como si quisieran transmitir un total desapego, como si después de todo los alimentos fueran algo accesorio a lo que se someten queriendo dejar claro que no tiene demasiado que ver con su voluntad.Apenas hablan o no hablan en absoluto, y cuando lo hacen parecen forzados por imperativos del momento, como si fuera una concesión a un ritual que necesita un mínimo de representación, pero del que de buena gana prescindirían.  Incluso los más pequeños, a los que se les supone una vitalidad desbordante, parece que en cualquier instante pueden quedarse dormidos, y ni siquiera transmiten esa inquietud, tan evidente a su edad, de querer terminar para salir a jugar.
Es por lo tanto una familia extraña, y desde luego nada común por estos pagos, en los que la agitación y la alegría de vivir es la norma. Sus rostros contemplados de cerca presentan indudables rasgos orientales -pómulos marcados, mentón recogido- por lo que ante la proliferación en los últimos tiempos de este tipo de grupos, se está extendiendo la idea de que quizás estemos asistiendo a una invasión silenciosa de los pueblos asiáticos. Ya sucedió en el pasado con los tártaros, y otros también orientales llegaron hasta las puertas de Viena. Habrá que permanecer vigilantes y preparados si no queremos desaparecer, aunque no soy demasiado optimista, pues si debo decir la verdad, incluso entre los naturales del lugar empieza a ser común una abulia que no presagia nada bueno cara al futuro. Quizás haya que empezar a considerar si más que de una invasión foránea se trata de una transformación, y aunque no lo percibamos, somos nosotros mismos los invasores.

SOMBRILLAS CINCO



Finalmente, tras deshacernos de la familia entrometida y darnos un baño, comimos en el restaurante habitual (de alguna forma hay que llamar a aquel lugar infecto pero muy barato) el menú del día, consistente en un gazpacho con tropezones, pescadilla roscada, vino con casera y café, por 8 euros. Volvimos a casa en autobús hacia las cuatro de la tarde, cuando el sol caía a plomo sobre la playa y yo no hubiera tenido ningún problema para solucionar sin la menor duda el dilema de la sombrilla, que me había tenido al borde del ataque de nervios durante bastantes días. Durante el viaje, poco más de quince kilómetros, Adela me indicó que lo de las gafas era un auténtico descubrimiento (lo descubría ahora), y que me agradecía la idea hasta donde yo no podía ni imaginar. Al parecer, con ellas el paisaje se transformaba completamente debido a sus cristales levemente tornasolados, que cambiaban los verdes en amarillos, lo que le hacía imaginar a los girasoles, y ciertas iridiscencias rojizas transformaban los prados, que ya no tenían nada que envidiar a un campo de amapolas. Se alegraba además porque de esa manera no tendría que escribir al alcalde del lugar, ya que dirigirse a alguien con apenas las cuatro reglas, y sin duda una visión estética de cuanto le rodeaba de lo más zafia, le hubiera supuesto todo un reto.
Por la tarde, después de la consabida siesta, salimos a tomar algo en alguno de los miles bares de la población. Adela parecía eufórica, como si se hubiese dado un chute de cualquier sustancia euforizante o tuviese la adrenalina disparada. Después de un par de vinos me confesó que todo empezó días atrás con la visita de Eulogio (que por cierto no se llamaba así) al hospital. Le había conocido años atrás en la universidad y había tenido una aventura que había recomenzado después de una llamada casual cuando estaba convaleciente. Mohammed, que ese era su verdadero nombre, se había empeñado en visitarla, algo que se vio favorecido por el hecho de que viviera en Oviedo, a poco más de cien kilómetros. A continuación, al hilo de las copas que iban cayendo, me dio otra serie de detalles de los que quizás el más reseñable era la que organizaron en el hospital la noche que los vi juntos por primera vez. Al parecer, una vez que me fui y apagaron las luces, ambos se enzarzaron en un cuerpo a cuerpo fuera de toda medida para el establecimiento en el que se encontraban, hasta tal punto que tuvo que intervenir la enfermera de guardia debido al descontrol evidente en su habitación donde lo menos perceptible eran los jadeos de ambos, absolutamente entregados a la labor después de años sin practicar. Afortunadamente era una chica joven muy comprensiva y que tenía unas nociones muy al día de lo que se trataba, y los tres acabaron riéndose juntos. Luego, ya lanzada, me acabó contando que Mohamed era un cristiano maronita de Etiopía reconvertido al Islam, cosa por otro lado bastante insólita. Era un auténtico atleta y tuvo que “emplearse a fondo para estar a su nivel después de demasiado tiempo en secano, tú ya me entiendes”. Y efectivamente, la entendía. Lo cierto, según me aclaró enseguida, era que a él la religión en esos momentos le tenía sin cuidado y ni Alá ni Mahoma le importaban demasiado. Para él el único Dios, si es que tenía que reconocer alguno, era el difunto Haile Selassie, “el Negu”, a quien veneraba  y del que siempre llevaba una fotografía en la cartera. Aunque en este apartado, se podría decir que la auténtica religión de Mohamed era la higiene personal y el aseo. Hasta tal punto esto era así, que semanalmente se depilaba todo el cuerpo, y diariamente “se rasuraba las zonas en las que el vello crece con más fuerza” (sic) a base de jabón y maquinilla de afeitar. Al llegar a este punto, tengo que decir que me dio un auténtico ataque de risa, del que tarde casi veinte minutos en recuperarme, aunque si hay que decirlo todo, una vez en mis cabales sentí un cierto cosquilleo recorrer todo mi cuerpo, y tuve que reconocer que el entusiasmo libidinoso de mi amiga logro que mis hormonas se me revolucionasen más de la cuenta.
Acabamos a las tantas, y al despedirnos me dijo que al día siguiente llegaba Mohamed y no sabía que planes tendría, por lo que no podía confirmarme si me acompañaría a la playa los días siguientes. “En cualquier caso seguro, que nos veremos y podrás apreciar que es un tipo estupendo”, me dijo cuando entraba en su portal. Yo esperaba que fuera así y que el africano, al que el sol no le hacía falta para nada en absoluto, decidiera venir algún día a la playa con nosotras. No quería enfrentarme de nuevo en soledad al dilema que tan inquieta me había tenido días a tras sobre si era o no aconsejable utilizar la sombrilla.


lunes, 20 de julio de 2015

PLAYAS y OTROS



PLAYAS

Se tumba en la arena de la playa y poco después se levanta y anda de acá para allá. Ignora el mar y las olas le parecen algo rudimentario, inventado solo para que los turistas se diviertan y puedan hacerse unas fotos. Y los más osados se decidan a surfear o traten de ignorarlas tirándose contra ellas de cabeza.

LOCURAS

Este tipo está loco, me digo al verle con otros jovencitos en una serie de fotografías que me manda por guasap. El grupo adopta unas posturas sorprendentes, y todos ponen un gesto de beatitud que me recuerda a lo que en buen castellano podría denominarse “cara de idiota”.

SOCORRO

Socorro, socorro, gritaba. Pero socorro por qué, le preguntaba con ansiedad quien acudió en su ayuda, al verle tumbado en la cama con una cara de felicidad absolutamente orgásmica.

DOLORES

Me duele la osamenta y en general el esqueleto, gritaba desaforadamente mientras el equipo médico le desatendía, haciendo caso omiso a sus requerimientos y a las más elementales obligaciones de la deontología médica en un equipo de urgencias.

HOTELES

A las seis de la mañana el hotel estaba en llamas, y los clientes saltaban al vacío desde los pisos superiores. Era un espectáculo terrorífico y, sin embargo, en su opinión, solo comparable a los más bellos amaneceres en los atolones de las Mares del Sur. Empezó a preocuparse cuando fue consciente de llevar una antorcha ardiendo en una de sus manos, con todo el aspecto de ser un pirómano sorprendido en el preciso momento de practicar la que sin duda era su afición favorita.

GLOC

Gloc, gloc, gloc (por ejemplo). Se empeñaba en hacer unos ruidos extrañísimos y aparentemente sin ningún significado, aunque en ocasiones perorase in extenso sobre las virtudes de la vida monástica. Todo ello con absoluta independencia de que para tranquilizarse, los monjes se masturbasen con una violencia inusual en quienes se suponen que han hecho de la castidad una forma de vida. Afortunadamente par él eso no supondría ningún problema.

CUERPOS

Cuando la excitación crecía en su interior, recordaba que solo era un cuerpo, y que por lo tanto, no debía preocuparse más allá de lo estrictamente necesario para seguir vivo. A partir de ese momento procedía a observarse en el espejo para verificar que estaba en lo cierto, lo que le calmaba casi de inmediato y punto seguido le hacía dormir como un bendito. Otra cosa le hubiera sucedido de estar al corriente de la equivalencia entre masa y energía, de acuerdo con Einstein.

LUISA y OTROS



LUISA

Vamos a ver Luisa. Soy yo y eres tú ¿o estamos ambos equivocados y padecemos de alucinaciones? No, no y no. Somos quienes somos y debemos comportarnos como se espera de nosotros, y no como dos entes refractarios enfrentados entre sí por un proceso de catálisis al amanecer. Quizás se trate de eso. Etcétera.

BIGOTES

La volví a ver mucho tiempo después y enseguida pude confirmar lo que me temía: todavía tenía bigote. Y si no exactamente bigote, sí algo que con cierta independencia de criterio, se le parecía mucho. No se trataba desde luego de un mostacho a la turca en el sentido preciso del término, pero bigote al fin y al cabo, del que por su parte decía sentirse muy orgullosa.

ATAQUES

Le enseñé las fotografías que aún conservaba de la época en la que éramos niños. En ella se nos veía jugar en el porche o el jardín en función de que lloviera o hiciera sol. Poco después se quedó quieto, como ensimismado, y casi de inmediato, tuvo un extraño ataque con convulsiones durante el cual no cesó de llamarme sinvergüenza. Luego llegaron las ambulancias y se lo llevaron al psiquiátrico. Aún hoy, veinte años después, sigue allí, en donde manifiesta sentirse inmensamente feliz posando desinhibidamente para quien quiera hacerle una fotografía.

FOTOGRAFÍAS

No para de hacerse fotografías del órgano desde los ángulos más diversos (algunos verdaderamente inverosímiles) y enviárselas a sus amistades de forma casi inmediata, acompañadas de bellas descripciones en las que lo equipara a ciertos amaneceres en las Antillas, y especialmente en la isla de Barbados. Y que conste que no se ha dicho de qué órgano se trata, pues estos proliferan, aunque me temo que en este punto la coincidencia de pareceres sea casi absoluta.

PELÍCULAS

La película consistía en lo siguiente. En primer lugar aparecía un individuo con toda la apariencia de ser enano, pero con unas proporciones que una visión cercana pronto desmentía. Vestía un traje Príncipe de Gales, que como es natural le venía grande (y se notaba), y durante un buen rato se dedicaba a perorar con vehemencia en un lenguaje ininteligible para alguien que haya pasado del parvulario. Cuando finalizaba, sorprendentemente todos los espectadores aplaudían entusiasmados. Después, durante cerca de dos horas otros tipos similares con variantes, entraban consecutivamente en escena, discurseando en francés, inglés, portugués, chino mandarín y perfecto castellano, pero a tal velocidad que el resultado era el mismo que con el primero: absolutamente incomprensible. Al terminar la proyección, el entusiasmo desbordado del público hacía que los menos controlados pegaran fuego al recinto, al que acudían inmediatamente los bomberos sabedores de la secuencia de los hechos y preparados al efecto.

RECEPCIONISTAS

Dijo “dígame” diez veces, y colgó cuando su interlocutor gritaba desaforadamente tratando de hacerse entender. Al parecer, en aquel hotel estaba bien vista la indolencia de los recepcionistas, e incluso se llegó a decir que gracias a ellos llegó a alcanzar la quinta estrella Michelín (o similar) que lo definía como “excelente”.


EUCLIDES



En los momentos de mayor inquietud, Germán recurría a una habilidad que había adquirido de niño cuando sus padres instalaron un gallinero en el jardín. Él, que era un chico curioso y le gustaban los experimentos, pronto pudo observar que dichas aves, además de ser incapaces de volar por problemas evolutivos (eso lo supo más tarde), eran también muy sugestionables, bordeando en este aspecto la idiocia. Cuando alguna de ellas se encontraba más agitada de lo habitual, se dio cuenta de que trazando un segmento de recta con tiza en el suelo bajo su pico, el animalito se quedaba hipnotizado por tal aparición súbita y caía en un trance que tenía dos fases. En la primera, se quedaba paralizado con el pico pegado al suelo, y en la segunda, momentos después, se derrumbaba y dormía profundamente durante un buen rato.
Estos conocimientos infantiles le sirvieron ya de adulto para tranquilizarse rápidamente en los momentos en que le asaltaba la inquietud (era un hombre nervioso), recurriendo a lo que él llamaba “terapia euclidiana” en homenaje al sabio griego y su geometría, basada en la línea recta. Para ello, con un bolígrafo dibujaba sobre una hoja en blanco con trazo enérgico y decidido, un segmento, lo que le hacía quedarse inmóvil de inmediato, fija su mirada sobre él, para caer enseguida en un sopor relajante, del que le costaba recuperarse, pero que le ahorraba consumir diazepán y otros tranquilizantes menores. Su casa, por lo tanto, estaba llena de carpetas repletas de folios con segmentos, al lado de los cuales solía escribir el día y la hora del hecho, lo que con el tiempo llegó a constituir una especie de biografía patológica de sus estados de ansiedad. Germán valoraba mucho estos papeles, y a partir de cierto momento también numeró las carpetas donde los guardaba en una especie de homenaje a sí mismo, que pronto ubicó en la biblioteca del salón a lado de los autores clásicos más sobresalientes, sobre todo los griegos, Shakeaspeare y Cervantes.
Digamos para concluir, que este éxito terapéutico de la medicina natural tenía una contrapartida, a la que sin embargo nuestro hombre se sometía de buena gana. Consistía en que para despejarse definitivamente después del trance, tenía que ducharse  con agua fría, lo que solía dejarle aterido y tiritando un rato largo, servidumbre que aceptaba como homenaje a sí mismo, su inventiva y a los filósofos presocráticos, a los que admiraba profundamente a partir del propio Euclides y de Pitágoras, con los que de alguna forma entroncaban.

DISTINCIONES



Distinguía el mundo, de acuerdo a dos criterios básicos, “comestible” o “no comestible”. De acuerdo con los mismos, según su experiencia a través de los años, sabía que un cuadro colgado de una pared pertenecía al segundo de ellos y no debía de morderse en ningún caso. No obstante, a estas consideraciones apriorísticas, pronto añadía otras dos que matizaban en algún sentido el mero instinto de supervivencia, que presidía las anteriores. Se trataba de los conceptos de “conveniente” o “no conveniente”. Un cuadro colgado en la pared podría ser “no comestible” pero sí “conveniente” en caso de estar firmado por Picasso, y una botella de lejía podría parecer en principio  “comestible” (bebible) pero claramente “no conveniente” a no ser para blanquear la ropa. Esta concepción dicotómica se prolongaba en la cabeza de Ramiro de forma prácticamente interminable, pues a estos criterios iniciales, pronto se le añadían muchos otros que en ocasiones, dada su complejidad, podrían hacerle llegar a la parálisis y en más de una ocasión, al borde de la muerte por inanición, pues a una primera consideración de un objeto como “comestible”, pronto se le añadían otras que la contradecían. Y en el contraste de criterios opuestos, era frecuente que llevado por la confusión y un apetito pantagruélico, llegara a morder un diamante, algo que si no sucedió fue con toda probabilidad debido a la escasez de los mismos en sus cercanías, al no habitar Ramiro en Amsterdan ni trabajar en las minas de África del Sur, donde la tragedia, o al menos la visita al dentista, hubiera sido inevitable.

POSIBILIDADES
“Quizás sea posible” respondió Severino a una pregunta que, puestos a decir la verdad, ni siquiera llegó a entender. El otro, no obstante, se dio por satisfecho, ignorando por completo que, dadas las peculiares características del carácter de aquel, tal respuesta sería la misma con total independencia del contenido de la misma. Severino, de una personalidad proclive a los malentendidos y preferentemente belicoso, al cabo de cierto tiempo llegó a la conclusión de que más que tener razón, le convenía salirse por la tangente con contestaciones conciliadoras, con las que no resultara difícil no estar de acuerdo. En algunas ocasiones, no obstante, la pregunta era lo suficientemente comprometida como para que la contestación de Severino no fuera satisfactoria, momentos en los que podía sufrir un castigo a todas luces inmerecido. Sucedió al menos en una ocasión, en la que interrogado sobre la veracidad de un infundio sobre la madre de quien preguntaba, nuestro hombre respondió como más arriba quedó especificado.

SOMBRILLAS CUATRO



Adela y yo finalmente volvimos a la playa una semana después de su salida del hospital. Al parecer había perdido mucha sangre y tenía una anemia bastante rebelde, sobre todo andaba baja de hierro y se tendría que tomar unos comprimidos para recuperarse por lo menos durante tres meses. Su hermano, o lo que fuese, despareció de la misma manera que llegó, misteriosamente, y no quise preguntar a mi amiga si era de verdad su hermano o un amigo para emergencias de algún tipo. Me intrigaba pero me tenía sin cuidado. Convencí a Adela de ir a la misma playa, pero ella insistió en que no quería de ninguna manera volver a ver aquel paisaje porque podía darla algo. Recurrimos a unas gafas oscuras, casi opacas, que no hubieran desentonado de ser utilizadas por un ciego, a lo que ella añadió un bastón con el puño de plata (para mí, imitación) que tenia en casa perteneciente a un antiguo tío ya fallecido. Adela me descubría de esta manera su faceta de comediante que yo desconocía hasta entonces; según ella, puestas a hacer la pantomima, debíamos llevarla hasta el final y si utilizaba unas gafas de ese tipo, por qué no acompañarlas con el bastón, que, después de todo, sería lo que haría un invidente de verdad. Gracias a esta artimaña, Adela pudo superar el paso del paisaje horroroso sin ningún incidente. Poco antes de llegar a la playa, el autobús en su última parada nos dejaba prácticamente al borde de la arena, surgió una situación nueva, pues una familia que nos había viajado con nosotros hasta el final, al ver a Adela con dificultades, se brindó a acompañarnos, insistiendo de tal manera que fuimos incapaces de negarnos. Ya en playa plantaron su sombrilla cerca de la nuestra, dispuestos a pasar la mañana con nosotras, que fuimos incapaces de disuadirlas. Nos dijeron que se notaba que lo de mi amiga era reciente, porque todavía la veían algo torpe y no con la soltura de los ciegos de nacimiento, que lo hacen con gran soltura. Les dijimos unos cuantos embustes difíciles de creer, pero que ellos parecieron aceptar sin problemas, posiblemente porque el hecho de la ceguera era una coartada para acercarse a nosotras y no estar solos. Se trataba de una pareja, supongo que matrimonio, ya mayor y una anciana minúscula muy atildada con sombrero (posiblemente la madre del señor, que la llamaba mamá) que se apoyaba en ambos, con los que la marcha hasta nuestro lugar en la arena debía parecer algo así como un desfile de tullidos tipo película de Buñuel. Además de utilizar el bastón, Adela se cogía de mi mano, y pude darme cuenta que para disimular aún más  verdaderamente iba con los ojos cerrados, con lo que efectivamente no debía resultarle sencillo. Quizás en ese punto de la comedia que estábamos viviendo, había decidido llevarla hasta sus últimas consecuencias, tomándose su papel totalmente en serio, pues incluso empezó a trastabillar con algunos pliegues de la arena o al hundirse en ella, y tuve que hacer un esfuerzo auténtico para que no se fuera al suelo.
Ya colocados cada cual en su sitio, tuve todavía un acceso de pánico por el asunto de la sombrilla y la bolsa (la mochila), pero afortunadamente solo duró unos minutos porque enseguida el sol se puso a brillar en lo alto, rompiendo cualquier posibilidad de problema: sombrilla abierta y mochila a la sombra colgada en su interior, asunto resuelto. Permanecimos de esta guisa un buen cuarto de hora, hasta que la familia acompañante, que había montado su campamento solo unos pasos más allá, nos invitó a acompañarles al agua. Adela, a pesar de mis titubeos iniciales, se prestó de inmediato, y en cinco minutos nuestra caravana de cinco integrantes inició el camino del agua, apenas una línea azul a no menos de trescientos metros. Adela parecía obstinada en interpretar su papel con total veracidad, y avanzaba tambaleante e insegura agarrada a mi mano (el bastón lo dejamos bajo la sombrilla). La familia en cuestión nos miraba con cierto ensimismamiento, como si más de tratarse de una situación ordinaria en la que alguien acompaña a un ciego para darse un baño, fuéramos unos personajes del Nuevo Testamento y nos dirigiéramos a la piscina del evangelio donde Jesús iba a obrar un milagro, y el enfermo fuera de pronto a ver. Pero lo que sucedió a continuación, pertenece no ya a una película de Buñuel, con todo el tremendismo humorístico que muchas de ellas tienen, sino a una de Berlanga en la que como es habitual, el esperpento está siempre presente. De repente, Adela se quitó las gafas, se soltó de mi mano y se puso a caminar hacia el agua con paso decidido, haciendo además unas piruetas inverosímiles y dando saltos, ante el asombro de la pareja y la viejecita, que no daban crédito a lo que estaban viendo. Poco después, mi amiga se volvió y se dirigió hacia ellos muy decidida, se paró a unos cuantos metros y les gritó “¡veo, veo…milagro, milagro…!” y luego se puso a reír como una loca de atar. “¡Que siempre he visto señores, que simplemente padezco el mal de Sthendal inverso, el mal de Florencia ¿comprenden? ¡odio la fealdad! y no soporto ese verde tan cursi de la carretera”. Dicho lo cual se alejó corriendo hacia las olas, cosa que hice yo de inmediato. La familia en cuestión dio media vuelta y pronto desapareció a lo lejos, aunque tuve la impresión de que a la anciana le había dado un ataque de risa y los otros se la tuvieron que llevar, como quien dice, en volandas.

SOMBRILLAS TRES



A la mañana siguiente vuelvo al hospital y en la habitación de Adela me recibe un tipo con pinta de etíope que me pregunta si soy la jefa de planta, porque su hermana tiene un problema. Me identifico y no parece haber problema por ningún lado. Saludo a la convaleciente y me siento a su lado, al parecer se encuentra mucho mejor y es posible que al día siguiente le den el alta. Su hermano ha salido al pasillo, y aprovecho el momento para decirle que no se parecen nada, a lo que ella me contesta con un gesto que puede significar lo que yo ella quiera o no significar nada. Una forma elegante de no responder. En esos momentos pienso que quizás ni siquiera son familia, y que quizás se trata de un amante. Adela es terriblemente reservada y tampoco me extrañaría. Cuando vuelve Eulogio, que así se llama el africano, parece bastante alterado y dice que no encuentra a ninguna enfermera y que eso no es normal. Le digo que tengo la impresión de que no frecuenta demasiado los hospitales públicos, y él cambia de inmediato de tema y me dice que en su opinión el hecho de que la producción de sidra se limite a Asturias le parece una vergüenza porque manzanos, lo que se dice manzanos, podrían cultivarse en todo el norte de el país, y la sidra ser un producto exportable por todo el mundo como hace Francia con el Möet Chandon, por poner un ejemplo de calidad. “Es lo que han hecho los italianos con la pizza que ahora se fabrica y se vende por todo el mundo”. Le digo que sí para ver si se calla, y añado que aún con más posibilidades me parecen el gazpacho y la paella. E incluso el salmorejo. El tipo parece haber captado la indirecta, y a partir de ese momento se sienta en el único sillón de la habitación y no vuelve a abrir la boca.
Adela que nos ha estado observando como si se tratara de un partido de tenis, me dice que en un par de días piensa volver a la playa y espera que yo la acompañe. Le respondo que cuente conmigo, y ella añade de inmediato que mejor iremos a otra hasta que no cambie el paisaje, como me dijo el otro día. El actual no lo soporta, y piensa escribir una carta al alcalde la pedanía proponiéndoselo, añadiendo que sin duda sería una atracción turística de primer grado. “Y si tú quieres que vayamos a la misma, utilizamos otro recorrido”, concluye con firmeza sin darme ninguna opción, como por ejemplo, hacer el trayecto con los ojos cerrados o con antifaz, que era lo que se me había ocurrido de buenas a primeras. En cualquier caso soy consciente de que ese tema no me interesa, y que mi verdadero problema en esos instantes para volver a ir a la playa es si debo o no debo utilizar la sombrilla. Hacerlo con poco sol es una necedad, pero dejarla sobre la arena es un asco, porque luego debo pasarme un buen rato quitándosela, y no digamos nada si hay un poco de viento. Doy por supuesto de que en caso de nublado o sol tibio tenerla puesta es una idiotez, aunque se me acaba ocurriendo que quizás sea una forma de colaborar para tener una visión más estética de la playa, lo que de alguna manera me alivia
Soy de nuevo consciente del bajo nivel de mis pensamientos (y de los de Adela y su hermano, por cierto), pero al mismo tiempo me tranquilizo pensando que la gente como yo, que solo se ocupa de las cosas menores, somos personas incapaces de hacer el mal, algo que sin embargo no ocurre con los grandes pensadores, los que se ocupan de la economía, la geoestrategia o simplemente de la filosofía, pues al cabo de cierto tiempo, más bien pronto que tarde, ellos o quienes les interpretan acaban organizando unos conflictos terribles que suelen terminar en unas guerras espantosas. Y el que no  me crea que se acuerde de Hegel, Marx o Maquiavelo, cuyas doctrinas han originados grandes catástrofes internacionales que han terminado en unas escabechinas de aúpa. “Small is beautiful”, me digo para mis adentros recordando a Schumacher (me suena de algo, pero no sé de qué), y me voy sin despedirme. A saber lo que pasará por la noche en esa habitación del hospital, donde el que dice ser hermano de Adela, al parecer se va a quedar a dormir de acompañante.

SOMBRILLAS DOS



Después de la siesta hago un esfuerzo y llamo a Adela para ver como ha evolucionado su situación, quizás me hizo caso y con el limón haya sido suficiente. En casa, sin embargo, no está, por lo que me temo lo peor, es decir, que efectivamente esté en Urgencias. La llamo al móvil y me responde una voz de mujer que no conozco. Es la enfermera Teresa, que me confirma que Adela ingresó por asunto menor del aparato digestivo, pero que estando allí sufrió un derrame interno de sangre. Al parecer de madrugada se despertó con un dolor muy fuerte de cabeza, y no le se le ocurrió otra cosa mejor (aquí su voz toma una entonación claramente irónica y despectiva) que tomarse de golpe tres ibuprofenos. “Se ha salvado de milagro…porque estaba aquí. De momento está en la UVI” concluye tajante en un tono de reproche, como si de alguna manera considerara que yo tengo la culpa. Intento decir algo para justificarme, pero cuelga y me deja con la palabra en la boca.
A la mañana siguiente me acerco al hospital. Adela sigue en la UVI donde la enfermera/sargento Teresa me informa que tras dos transfusiones masivas de sangre ya está fuera de peligro y que pronto la bajarán a planta. Por la tarde vuelvo a acercarme y ya la han bajado, aunque está en observación permanente, porque en estos casos pueden presentarse complicaciones. Episodios ante los que hay que estar atentos. A eso de las siete, poco antes de que le lleven la cena, por fin puedo verla y hablar con ella. Tiene mal aspecto, pero habla con una seguridad y aplomo impropios de alguien que acaba de pasar por una situación tan peligrosa. Trato de tranquilizarla y hablar de lo sucedido, pero ella me responde con una voz bien timbrada y segura, que ha sido un incidente menor al que no quiere dar más vueltas, asumiendo su negligencia. Y ante mi perplejidad, me dice que lo que verdaderamente le preocupa en esos momentos es el paisaje desde el autobús a la playa. Ante mi cara de asombro, puntualiza que en su
opinión los maizales sobran, y que en su lugar sería mucho mejor plantar un campo de amapolas. “Haría el paisaje mucho más cálido y acogedor. Tanto verde es redundante y un hasta cursi” afirma finalmente, para añadir como colofón “y mejor sería aún plantar girasoles. Los pintores lo agradecerían y quien sabe si llegaría a surgir entre nosotros algún Van Gogh”. Luego se calla y no vuelve a abrir la boca hasta que llega la cena, y eso para comer, momento que aprovecho para despedirme y marcharme, asombrada por el sesgo artístico que han tomado los acontecimientos con mi amiga Adela.
La dejo y vuelvo a casa. Mañana de todas maneras voy a volver a la playa, en el hospital de todas maneras poco puedo hacer y además me dijo que al parecer va a venir su hermano suyo desde Asturias. Su comentario sobre las amapolas y los girasoles me ha dejado perpleja y pienso si no estará perdiendo la cabeza, aunque a lo mejor es un efecto secundario de las transfusiones, hace nada he leído que a un ruso que le habían transplantado el hígado de un negro norteamericano, estaba cogiendo color y ya parecía mulato. Quien sabe lo que puede pasar con todas estas cosas de la medicina moderna A lo mejor le han puesto sangre de un pintor impresionistas o amante de esa época, y por ahí van los tiros. En cualquier caso no voy a preguntarlo en el hospital no vaya a ser que sea a mí a quien tomen por loca. Una vez de vuelta en casa, me olvido totalmente de Adela y me concentro en el asunto que me tiene últimamente preocupada en la playa: la conveniencia o no de llevar una bolsa cargada de cachivaches inútiles que apenas voy a utilizar. Finalmente decido comprarme una mochila pequeña en la que cabe lo imprescindible, y que es mucho más cómoda de transportar.
Al día siguiente vuelvo por lo tanto a la playa con el sentimiento eufórico de quien ha resuelto un problema complicado. Al llegar, procedo como es habitual y después de plantar la sombrilla, extender la toalla y ponerme crema, me tiendo al sol dispuesta a disfrutar de un día espléndido sin las cavilaciones de los últimos tiempos. La temperatura es ideal y el sol calienta tibiamente entre unas nubes blancas ligeras como algodones. Sin embargo, al poco de permanecer tumbada llena de pensamientos positivos en los que llego acordarme con afecto de mi amiga en el hospital, una duda se cuela insidiosamente en mi cabeza y comienza a crearme una inquietud inesperada. ¿Qué sentido tiene tener totalmente abierta la sombrilla con un sol apenas perceptible, cuando, por otro lado, lo que llevo en la mochila no sufriría en absoluto aunque se calentara ligeramente? Las sombrillas están para dar sombra y tenerla en esos momentos desplegada es un dispendio (o como quiera llamarse al empleo inadecuado de cualquier cosa). Es una idiotez, lo sé, pero me cuesta aceptar situaciones que no considero totalmente razonables. Por otro lado, la sombrilla incluso plegada, con la lona y las varillas daría sombra suficiente para albergar en ella a mi minúscula mochila. Para terminar, finalmente me levanto y no solo pliego la sombrilla sino que la echo al suelo, donde sin duda cogerá arena, pero esa es otra historia que deberé resolver otro día.
Soy consciente, ya en el autobús de vuelta, que alterarme por estas minucias es una completa idiotez, y decido que una vez en casa debo meditar sobre el tema y llegar a conclusiones definitivas a este respecto, que no me compliquen la vida inútilmente. Algo a sí como un compendio que podría ser recogido bajo el título de “Situaciones que merecen o no merecen ser tenidas en cuenta para ser solucionadas correctamente y no alterarse”. Una vez decidido esto, me concentro en el paisaje exterior, y tras unos instantes de duda, decido que no estoy de acuerdo con Adela. El rojo y el amarillo de amapolas y girasoles son colores cálidos, es cierto, pero también en buena medida hirientes, agresivos e incluso un tanto desquiciantes. Es posible que surgieran en la zona pintores inspirados en Van Gogh, pero también que aumentaran exponencialmente los casos de demenciados, y sobre todo psicóticos, que son los más peligrosos, y el experimento no habría valido la pena. Algo de de eso, por cierto, debía saber el propio pintor flamenco cuando evocara lo que fue su oreja izquierda antes de cortársela de malas maneras.

SOMBRILLAS



Finalmente Adela no se ha presentado y he tenido que cambiar los planes. Pensábamos coger el autobús para ir a la playa, darnos un chapuzón y luego comer en un bar cercano de confianza el menú del día. Y después volvernos tranquilamente a primera hora de la tarde, aquí nunca hace demasiado calor, y resulta agradable regresar a casa con ganas de dormir la siesta. Era nuestro plan, pero no ha podido ser. Al parecer se ha sentido indispuesta por unas ligeras molestias digestivas. Yo he aceptado sus disculpas y he colgado enseguida, pues he tenido la impresión que la otra alternativa consistía en acompañarla a Urgencias, y aunque es una buena amiga, la verdad es que no estaba dispuesta a que me estropeara el día. El cambio de planes por lo tanto solo ha consistido en prescindir de ella, con lo cual no sé si verdaderamente tal expresión es la adecuada, pero creo que se entiende.
Ya en la playa he procedido como suelo hacer, en primer lugar plantar la sombrilla en un sitio apartado del resto de bañistas tanto como sea posible, y en segundo, extender bajo ella la toalla, ponerme crema solar y tumbarme. Y así lo he hecho. Esta vez, sin embargo, nada más hacerlo, he comenzado a preguntarme con una insistencia irritante el significado de echarme crema para a continuación ponerme a la sombra. Y pensar en la brisa y el yodo marinos no me han parecidos razones convincentes, por lo que he acabado considerándolo una majadería. Como quitarme la crema resultaba complicado, me he puesto al sol durante un buen rato, pero si debo decir la verdad, tampoco eso me ha resultado enteramente satisfactorio. Y no porque no resultase agradable, sino porque todo el tiempo que he permanecido así, le he estado dando vueltas en la cabeza al mero hecho de tener la sombrilla abierta inútilmente a escasos dos metros. Finalmente me ha tranquilizado algo suponer que el bolso con todas mis cosas dentro estaba mejor a la sombra. Cuando me he vuelto a meter bajo la sombrilla, he empezado a cavilar sobre el hecho de traer a la playa un montón de cosas inútiles, cuando con la toalla, la crema y un peine sería suficiente, teniendo en cuenta, además, que mi vestido tiene bolsillos. No sé. He sido incapaz de desprenderme de este tema durante un rato y la conclusión ha sido que debo pensar en ello con más detenimiento cuando vuelva a casa. En principio, mi opinión es que incluso en la ciudad es idiota ir cargada de aquí para allá con un trasto inútil, del que sin embargo ninguna mujer es capaz de prescindir. En principio creo que por pura coquetería, seamos sinceras.
Quizás Adela me ayude a resolver esto que se está convirtiendo en mi interior en un verdadero dilema. De regreso a casa en el autobús he continuado estúpidamente dándole vueltas al asunto y no he podido disfrutar en absoluto del paisaje. Es un paisaje muy apacible lleno de campos verdes salpicados aquí y allá con plantaciones de maíz, y algunas elevaciones y colinas suaves que se prestan a la ensoñación, pero que sin duda por todo el ajetreo previo dentro de mi cabeza, en aquellos momentos para describirlo no me venía a la cabeza otro calificativo que “sobrecogedor”, lo cual es absurdo a falta de acantilados, mares rugientes, cielos amenazadores y cosas por el estilo. Pero ha sido así. Quizás también aquí mi amiga hubiera tenido algo que decir al respecto, aunque es muy parca en palabras y posiblemente ni siquiera hubiera comprendido mi desazón en esos momentos.
Debería llamarla nada más llegar, pero me temo que aún siga en el hospital y no tendría más remedio que ir a verla. Cuando nos despedimos le dije que para las descomposiciones rebeldes lo mejor es el zumo de limón, pero no creo que me haya hecho caso, y ya se sabe que a Urgencias se sabe cuando se entra pero no cuando se sale.