martes, 10 de diciembre de 2019

Parálisis


Mamá es especial, qué duda cabe. E incluso puedo decir que lo cierto es que no solo lo sea algunas veces, sino siempre. Sin ir más lejos, recuerdo que cuando cumplió cincuenta años (yo tenía entonces alrededor de veinte y papá ya había fallecido) decidió que a partir de ese momento iba a desplazarse a todos sitios en silla de ruedas (por el interior de nuestra casa también, ojo). Como soy hija única y no teníamos dinero para contratar a una mucama,  yo tuve que hacerme cargo de  la situación que tal hecho originó. Es decir: ser la esclava de mamá a todas horas. Y cuando digo toda quiero decir toda, no casi toda, porque de la noche a la mañana comenzó a comportarse como una verdadera impedida. Y además con múltiples achaques  que se inventaba de un día para otro. Como es natural, tuve que abandonar mis estudios en la universidad e incluso a mis amistades, que no soportaron demasiado tiempo venir a casa para verme, porque habitualmente acaba empleándolas en alguna de las miles de faenas que mamá me ordenaba. De hecho, me había confeccionado una especie de hoja de ruta, que yo debía cumplir escrupulosamente si no quería quedarme sin la paga para atender mínimamente a mis necesidades alimenticias y de aseo.
       Como bien puede suponerse, los ratos menos agradable son aquellos en los que mamá tiene que hacer sus cosas, y no creo que aquí tenga que ser más explícita, pues creo que están en la mente de todos. Además, tengo el convencimiento de que realmente no necesita realmente ir al baño tantas veces al día. E incluso alguna que otra vez por la noche, para lo cual ha hecho instalar un chivato en mi mesilla, y me llama cada vez que se le antoja venga o no a cuento, sin considerar la hora que sea. Y por si me despisto o me hago la remolona, también ha instalado un timbre, ante el cual no hay disculpa posible teniendo en cuenta que no soy sorda.
                      Algunas tardes cuando se cansa de la televisión, tengo que leerla ciertas novelas románticas de su época, historias de matrimonios frustrados e hijos problemáticos principalmente, de las que con frecuencia comenta cómo le recuerdan a su propia vida y a la mía en particular: ambas un fracaso total. Y la muy desgraciada, y perdona que aquí me explaye un poco, ha terminado tratándome como a una verdadera esclava: haz esto, haz lo otro, ven para aquí, vete para allá. Un sin vivir que solo soporto por el amor que le tengo desde niña, precisamente desde el día de la Primera Comunión, en el que prometí ser buena durante toda mi vida, especialmente con mis papás. Y cuando digo papás, que no se me malinterprete, pues yo a mi padre apenas le conocí. Era un tipo que sí, que vivía con nosotras, pero que nos trataba como  a unas extrañas. A mamá de usted y a mí prácticamente no me dirigía la palabra, y si lo hacía  era para llamarme “la niña”, sin más. Al parecer, para él yo no tenía un nombre que me identificara. Claro que aquí debo sincerarme y decir que la caída que tuvo desde el balcón de casa que le costó la vida fue bastante menos casual de lo que pareció. Creo que me explico.
       Mamá nunca abandonó la sillita, y seguramente por eso la verdad es que ahora está bastante deteriorada. Su inmovilidad voluntaria ha acabado produciéndola una verdadera parálisis, agravando las consecuencias  en los cuidados que debo prodigarla. Afortunadamente no descarto que el día menos  pensado acabe teniendo una desgracia parecida a la de papá.  El balcón sigue estando en perfecta condiciones, pero nunca se sabe.

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