Tengo problemas
con la cabeza y no me refiero a los pelos,
eso que conste de antemano y no induzca a conclusiones erróneas. Ni al cráneo
que alberga mi cerebro (o lo que como tal funcione en su interior). Ese
artefacto sorprendente que me hace llevar la vida que llevo: desagradable y
pobre. Inútil en resumidas cuentas, y
que supongo origina los problemas a los que me he referido al empezar cuando
dije “tengo problemas con la cabeza” ¿De qué otra cosa podría tratarse, una vez
descartados los pelos?
¿Y
qué quiere que yo le haga? Podría
usted responderme y tendría toda la razón, siempre que tal cosa no supusiera
ignorar que con frecuencia toda aseveración lleva un problema implícito
solapadamente. O incluso una súplica, como es el caso: “haga
usted el favor de poner todo de su parte para aliviar mi situación”. Dicho
esto, queda claro que, en resumidas cuentas, lo que le hago llegar es una
petición de auxilio consistente en:
a)
Quíteme usted estos problemas de la cabeza (que
no son los pelos).
b)
Arrégleme ese mecanismo deficiente en mi cerebro
que me causa esta tortura.
c)
Etcétera.
Teniendo lo anterior en cuenta, ya puede
usted ponerse manos a la obra, y no me venga con disculpas, pues en tal caso mi
cerebro seguirá funcionando al bies,
o como quiera que se diga al mero hecho de hacerlo defectuosamente. Mire usted,
mi cabeza o lo que hay en su interior -si es que hay algo, y desde luego no son
los pelos- se obstina en funcionar
por su cuenta y hacer todo lo contrario, o casi, de lo que en el fondo de mí
mismo (y no me pregunte cual)
desearía. Si es una hora decente, pongamos
que las dos de la tarde, en la que el común de la gente se pone a comer,
algo me ordena salir al campo a
buscar grillos (*) o a iniciar una peligrosa ascensión por los riscos tan
abundantes en este remoto lugar.
Mi vida por lo tanto es un martirio
sin sentido, pues a pesar de lo anterior, no tiene nada del heroísmo de los
seres virtuosos ni del ascetismo de los anacoretas medievales, valga la
equiparación. Ellos después de todo solo emprendían acciones teleológicas y en absoluto absurdas o
redundantes, como es mi caso. Espero que al terminar esta carta tenga ya usted
varias ideas que puedan servirme para abandonar esta vida lamentable. Ideas que
por otro lado no tienen que ser estrictamente tales, con una estructura
coherente quiero decir, sino incluso absurdas y fuera de toda lógica. Ocurrencias o salidas de pata de banco, incluidas.
Dedicarme de ahora en adelante al puenting
o a la aerostación en cualquiera de los variantes al uso, descartando el
vuelo sin motor, pero no teniendo
nada que objetar al prestigioso zeppelín.
No digo lo mismo del ala delta o el
parapente: son otra cosa. Y no me pregunté el por qué.
Y lo dejo aquí. Está usted advertido:
ando mal de la cabeza por un asunto en absoluto relacionado con los pelos, recuerde. Y debe usted por lo
tanto el coraje de constituirse como el
ser arrojado al mundo heideggeriano (vulgo Dasein), y hacer por mí una buena acción que nos redima a ambos.
Quiérame, ordéneme, pégueme. E incluso lamíneme y haga que desaparezca de la
faz de la Tierra o como quiera que se llame a este pedrusco donde habitamos (si
es que habitamos, ojo, no seamos frívolos). He dicho. O al menos esa ha sido mi
intención con o sin pelos.
(*) (¿Ni puta
gracia?)
Suyo, que
lo es etcétera.
ETCÉTERA (repito)
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