Me despierto en
plena noche y tengo un acceso de
orgullo desmedido. Desconozco las razones para sufrir tal ataque, pues de hecho
al acostarme me sentía vagamente escéptico y descorazonado. Sin embargo el
hecho persiste y es más que posible que se trate de una descarga descontrolada
de catecolaminas. O de endorfinas o
dopaminas, o de cualquier otra sustancia que llevemos en nuestro interior como recursos desconocidos para situaciones de
emergencia, pero que suministradas a destiempo pueden originar alteraciones
poco recomendables. La primera medida que tomo para aliviar mi agitación, es
darme instantáneamente una ducha prolongada de agua fría, esperando que sea
capaz de mitigar mi descontrolada sensación de triunfo, vaya usted a saber por
qué. Un auténtico pleonasmo de
virtudes no especificadas, evidentes en esos momentos en el movimiento
descontrolado de mis extremidades inferiores (de las superiores, vulgo brazos,
mejor no hablar). Y lo mismo cabría decir de la gestualidad de mi rostro,
oscilante entre la de un payaso fuera de sus casillas y la de una máscara
griega de cualquiera de los tres grandes autores teatrales, usted ya sabe. No
hay sin embargo forma de detener mi arrebato,
y a los diez minutos de haber abierto el grifo de agua fría, me encuentro tan
desmedidamente eufórico, que poco después me pongo a cantar canciones populares
y patrióticas, saltando enseguida sin solución de continuidad al heavy rock del grupo Extremoduro. Y eso
que siempre he sido más bien de baladas tristes tirando a ñoñas, incluido el Mediterráneo de Joan Manuel Serrat. A las que
pueden añadirse de una tacada las de los cantautores franceses que no les van a
la zaga, digamos Aznavour, Brel, Moustaki
y toda esa parafernalia quejumbrosa ultra pirenaica. Poco después, ante
la inutilidad de la hidroterapia, decido engullir de una vez un tarro entero de
benzodiacepinas, con objeto de alcanzar un estado compatible con la
tranquilidad de la noche y el merecido descanso de mis vecinos. Lo consigo
media hora más tarde, y vuelvo a mi total normalidad hacia las diez de la
mañana, tras un lavado de estómago en Urgencias de un hospital adónde me
llevaron los del 112, que me ha dejado como nuevo. Poco después soy dado de
alta y me traslado por mi propio pie a una cafetería de los alrededores y
desayuno de una sentada un café con leche, media docena de picatostes, cuatro
churros y dos cruasanes con mantequilla. ¡Ahí queda eso! le digo al atónito
camarero, indicándole que puede quedarse con la vuelta. A continuación me alejo de la zona a buen paso, a pesar de no
tener la certeza de que a partir de ese día no se convierta para mí en un lugar
habitual. Los despertares intempestivos es lo que tienen si vienen
acompañados por una descarga inesperada de endorfinas.
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