Porqué una
persona entrada en años puede inopinadamente querer convertirse en Marco
Vipsano Agripa, político y general a las órdenes del emperador César Augusto,
es algo que él mismo no puede establecer. Si acaso columbrar que podría deberse
a los azarosos e inquietantes juegos de las sinapsis neuronales de su cerebro,
hállese este en calma o en plena ebullición. Y tal cosa puede darse en una
bonita tarde de verano en la costa del mar Adriático, o durante un insomnio de
una devastadora noche de tormenta en las proximidades del Círculo Polar Ártico.
Digamos Rovaniemi. Y que conste que ninguna de ambas posibilidades se dan en mi
persona, que soy quien desea en convertirse en Agripa, y que vive en un modesto
apartamento del distrito de Hortaleza en la ciudad de Madrid, capital de todas
las Españas (tenida por algunos escritores extintos por un mero poblachón
manchego).
Pues bien, tal es mi caso, como acabo
de confesar. Llevado no sé cómo por mis derivas intelectuales de los últimos
tiempos, pienso en la grandeza de una vida al mando de las legiones romanas en
la época del Imperio, cuando este ya
expandía su poder desde Constantinopla a Galicia, a ojo de buen cubero,
y el latín comenzaba a trenzar la urdimbre de las lenguas romances, como sabe todo
el mundo que llegase a aprobar el bachillerato elemental en época de su
Excelencia (sin comentarios, por favor). No se me escapa que tal deseo
irrefrenable supondría en mi persona un cambio de actitud y vestimenta, que no
sé hasta qué punto podría inquietar a mis vecinos, especialmente si tales
hechos incluyeran el uso habitual de la espada y sus posibles consecuencias. Y
me refiero lógicamente a mis vecinos del barrio de Hortaleza, zona por otro
lado bastante pacífica del Noreste de la capital, si se exceptúan algunos
incidentes menores causados sin duda por la creciente emigración de gente de
color, dicho sea esto con el debido respeto a sus países de origen. Pero el hambre
y la necesidad de charanga es lo que
tienen en común.
Ya imagino la cara de asombro de
los madrileños al ver por sus calles o paseando a bordo de un utilitario al
famoso general romano redivivo, que no oculta el orgullo de pertenecer a una
estirpe procedente de Rómulo y remo, y por tanto de alguna forma amamantado por
una loba siendo bebé. Un tipo para
echarse a temblar, dirán algunos. Un
tipo apto para ser internado en Ciempozuelos, dirán otros. Por mí que digan
lo que quieran, siendo Agripa el famoso general de Octaviano, César Augusto, es
suficiente, incluso teniendo que vestir en verano y en plena batalla una
faldita plisada, antecedente sin duda del kilt
escocés, por más que a estos -los escoceses- les cueste reconocerlo.
Heme pues aquí dispuesto a asumir
una personalidad que hasta estos momentos no era sino un vago recuerdo de mi
adolescencia, cuando veía algunas películas de romanos, los famosos peplum de gloriosa memoria que por
entonces se multiplicaban por doquier en los hoy extintos cines de barrio,
cuando Robert Taylor y Richard Burton
eran mis héroes favoritos. ¡Ahí queda eso! me digo para mis adentros.
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