A punto de llegar al
portal del edificio donde está ubicada nuestra casa, después de la bajada por
las escaleras someramente descrita en los dos apartados anteriores, conviene
recordar la importancia de salvar sin dificultades los dos o tres últimos
escalones. De todos es sabido que cuando estamos a punto de culminar una tarea
para la que nos hemos empleado a fondo, corremos el riesgo de precipitarnos y
darla por concluida poco antes de que tal cosa sea totalmente cierta. Me
refiero a esas prisas que nos entran antes del instante de sentirnos
definitivamente triunfadores, y que pueden dar al traste con ello ¿Quién no ha
sentido poco antes de llegar a los últimos peldaños las ganas de saltarlos,
como queriendo transmitir a nuestra victoria no solo la alegría que le es
inherente, sino un punto de desdén? Algo así como decir a ese último obstáculo ¿os creías que no iba
a ser capaz? ¡pués ahí os quedáis! Y desgraciadamente esa suficiencia puede
hacer que acabemos por los suelos cuando todo parecía resuelto. Por lo tanto,
mucho cuidado, una misión puede peligrar si se desprecian los últimos pasos
para culminarla exitosamente. Se trata de esos pasos traicioneros que pueden
hacernos olvidar que no son lo mismo los treinta (*) centímetros mencionados al
comienzo de estas líneas que sesenta, y no digamos ya nada de noventa, tres
peldaños, casi un metro de altura.
Supongamos, sin embargo, que hemos
llegado al final y afortunadamente ya estamos en el portal, un recinto cuyas
características no voy a describir pero que grosso modo están en la
mente de cualquier propietario, pues suelen ser directamente proporcionales al
importe de la casa donde se habita. Si usted ha pagado a tocateja, tiene un
Mercedes último modelo y un chalet en la playa, será bastante diferente en el
buen sentido de si lo ha hecho pagando una interminable hipoteca, maneja un
utilitario, y en verano pasa dos semanas de vacaciones en un hotel de tres
estrellas, como mucho. Dar detalles sería superfluo e incluso un poco hiriente.
En cualquier caso, usted al menos por una vez disfrutará de las mieles de la
victoria por su propio esfuerzo personal, y podré comprobar que el mundo, es
decir, la puñetera calle, sigue
ahí como usted la dejó ayer por la noche o hace apenas unas horas. En esas
circunstancias, en lo que a mi se me alcanza, es posible que usted sienta una
profunda satisfacción por la tarea bien hecha o que, sorprendentemente, algo
en su interior le haga sentir ¡y para esto me he esforzado tanto! al comprobar
que el mundo en el exterior sigue siendo el mismo, que nada ha cambiado y
conserva el aspecto cochambroso de tantas ocasiones anteriores. Y que
por lo tanto, su esfuerzo por alcanzar una meta que pudo antojársela deseable,
ha sido un fiasco que verdaderamente no merecía la pena: probablemente
hubiera sido mejor quedarse en casa. En esos momentos, sin embargo, lo más
aconsejable es no dejarse abatir por los sentimientos negativos, después de
todo, las escaleras, salvo terremoto, siempre estarán ahí dispuestas a
ofrecerle una nueva ocasión, la oportunidad de vencerlas de nuevo, aunque para
ello, tenga que coger el ascensor.
(*) En realidad no suelen
superar los veinte centímetros, pero no debe olvidarse que la hipérbole es un
tropo ampliamente admitido, sobre todo cuando como en esta ocasión no
distorsiona para nada lo dicho.
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