miércoles, 21 de noviembre de 2018

CAFÉS


La abuelita tenía cien años, pero sobre todo tenía mal café. Había sido lo que popularmente se conoce como una mujer de armas tomar, que en resumidas cuentas siempre hizo lo que le dio la gana. Ahora, medio inmovilizada, no aceptaba en modo alguno su postración, aunque aún se mantenía en pie y era capaz de deambular de aquí para allá durante diez minutos. Pero con lo que realmente disfrutaba era con quejarse todo el rato hubiera o no razón para ello, con lo se vengaba a su manera de haber perdido las facultades que tiempo atrás la hicieron famosa. Su característica más destacada era que, una vez que había tomado cualquier decisión, a los pocos días e incluso al poco rato, veía los inconvenientes de la misma donde antes veía precisamente sus ventajas.  Si el teléfono estaba en el pasillo y cada vez que sonaba tenía que levantarse de su sillón del salón y desplazarse para contestar, ahora, una vez que se lo pusieron al lado para que se ahorrase la molestia, evitando al mismo tiempo que se rompiese la crisma en el traslado,  se quejaba de su inmovilidad, con lo bien que antes le venían a sus piernas dar unos pasos. Por otro lado, como la buena señora tenía muy mala vista, pasaba el tiempo con el transistor de la radio pegado a la oreja y prácticamente no veía la televisión, hasta que un familiar consiguió que se entretuviera viendo (mal) documentales de animales, que le hacían mucha gracia. Lo que verdaderamente veía no estaba claro, y daba la impresión de que en los que principalmente se fijaba era en el movimiento de los bichos, a los que solo distinguía aproximadamente, pues lo mismo confundía a una perro con una oveja y a un búfalo con un elefante, pero para ella eso era lo de menos. El problema surgió cuando dicha cadena de televisión cambió de contenido y se dedicó a la astronomía y los fenómenos de la naturaleza, cosa a su parecer inaceptable e impropia de un gobierno decente, por lo que el familiar mencionado no solo tuvo que fingir  que llamaba a Telefónica sino incluso al palacio de la Moncloa quejándose de la situación originada. Otra de sus manías desquiciantes según la hija que cuidaba de ella, y gracias a la cual María Antonia se ahorró unos cuantos miles de euros, era el dinero. Si lo tenía encima, se desquiciaba y se ponía de un humor de perros porque en cualquier momento un ladrón que entrase en casa se lo podía robar. Y si no lo tenía, porque una no puede estar en la vida sin cinco céntimos en el bolsillo con lo cual su despotrique alcanzaba niveles antológicos. Tratar de ignorar lo que decía resultaba prácticamente inútil porque no paraba de desbarrar por mucho que se le explicara que cualquiera de ambos casos era poco probable, algo de lo que ella no se enteraba porque era prácticamente sorda por más que quien la hablara se desgañitase tratando de explicárselo. Solamente daba resultado cuando el interlocutor, su hija o quien en ese momento estuviera al cargo, la mandaba literalmente a tomar por el culo, momento que durante un rato le hacía sentirse compungida, aunque poco después se liase a bastonazos para descargar la presión de su mal café, como ya se indicó al principio. Lo cierto es que cuando nos conocimos tuve con ella una relación estupenda porque comprendió que el puro hecho de que la echara una mano en sus cosas le venía de perlas como ella misma se encargaba de informar a cualquiera que la viese. El problema surgió cuando tiempo adelante empezó a considerarme como a una más de la familia. Familia por otro lado prácticamente inexistente salvo la hija, que estaba todo el día fuera trabajando y no regresaba hasta cerca de las siete de la tarde cuando se lo permitían sus funciones de ejecutiva de cierto nivel. Las cosas se complicaban porque a pesar de los esfuerzos de ésta para que aceptara a una chica para ayudarla, ella se negaba en redondo diciendo que la mayoría eran de color, y vete tú a saber lo que te pueden transmitir. Esa fue la principal razón por la que yo, viuda hacía años, me brindé a ayudarla acompañándola un buen rato por las mañanas, después del aseo y desayuno que del que se ocupaba su hija antes de salir disparada para el trabajo. Las dificultades comenzaron cuando al poco tiempo empezó a considerarme como una mucama  a sus órdenes. Hazme esto o aquello, vete para allí, vete para acá, acércame esto, eso sobra, baja la basura y dile al portero que me compre pan de ocho cereales o mejor, vete tú y ojo con la vuelta. Y así una infinidad de pequeñas tareas que empezaron a hacer de mis visitas a María Antonia un trabajo no remunerado con todas las de la ley. Ni que decir tiene, además, que cualquier iniciativa por mi parte enseguida empezó a ser considerada como una birria, a lo que pronto empezó a añadir una coletilla, o mejor dos: a ver si tú me vas a decir lo que yo me necesito o déjame en paz, que no tienes ni idea.
La abuelita, en resumidas cuentas, no se merecía el entrañable diminutivo que se suele emplear con las personas a las que profesamos cierto afecto, en absoluto. Indudablemente, dada su edad, ella quería ser apreciada y como es natural solicitaba ayuda y comprensión, pero lo que durante su propia vida no llegó a comprender que tal cosa jamás se consigue dando órdenes continuamente y mucho menos liándose a bastonazos.

jueves, 15 de noviembre de 2018

LETI

Leti siempre iba en braguitas y sin sujetador. Quiere esto decir, puntualizando, que en casa siempre andaba como Dios la trajo al mundo, y por la calle con los cuatro avíos que se ponía encima para parecer respetable, porque si por ella fuera, iría  de la misma manera. Total para qué más, solía objetar cuando se le hablaba de incomodidades y problemas. Por abajo de pérdidas, flujos u otros escapes raros, nada de nada. Y las de arriba pequeñitas pero firmes, así que no había razón. En resumen, no daba ninguna justificación estética a tal hecho. Y ni siquiera de comodidad o avío, sino que solía aludir a una tendencia natural a quedarse en pelotas. Algo genético, solía concluir ante la incredulidad de de sus amistades.

Nicereto tenía una pésima opinión de sí mismo a pesar de ser una persona bien parecida y mejor situada, que podía permitirse una vida más que muelle y dar a su mujer todos los antojos que a ésta se le pasaran por la cabeza. Sí, cariño solía decir casi de inmediato cuando ella iniciaba cualquier petición. Y que conste que Amalia no era tonta ni pobretona, sino una ejecutiva de nivel medio que podría perfectamente prescindir de su marido y vivir bien. El asunto es que Nicereto estaba avergonzado de sus orígenes campesino/proletarios, a los que sin duda alguna debía su nombre. Hijo, nieto y biznieto, como mínimo, de Niceretos, que llevaron su nombre a mucha honra.

La cosa sucedió de esta manera. Primero entró, se sentó y dijo chao. A continuación se levantó y se dirigió a la masa expectante. Sus palabras pronto llegaron al alma colectiva de la muchedumbre, que en buena medida y por razones obvias, era seguidora incondicional de Carlos Gustavo Jung, como saben quienes lo hayan leído. It is to say: el 0,2% de la población, como mucho. Luego, tras los consabidos aplausos y olés, se volvió a sentar, se bebió un vasito de agua para refrescar el gaznate, se levantó y exclamó a voz en cuello ¡por mis santos cojones! A lo que esta vez la plebe contestó rugiendo torero, torero, torero. E hizo mutis.

¡Pero qué coño le pasa! Dice cosas muy bellas, pero tiene todo el aspecto de no haberse duchado en una semana. O bañado, que aunque antigua, podría ser una alternativa aceptable. Encima, para más inri, al gesticular se hace acompañar por unos movimientos de brazos en ocasiones solemnes en ocasiones espasmódicos, especialmente de sus manos, que por cierto como las de todos, tienen dedos. Pero qué dedos, con las uñas todas negras, como si acabara de escarbar vaya usted a saber donde, o sufriera problemas circulatorios periféricos que le han causado una necrosis digital o están a punto de ello. No voy a firmar, un tipo así no es de fiar, quien sabe si acaba de estrangular a su suegra, y lo antedicho son solo conjeturas a posteriori.

Y para cerrar el espectáculo, una cebra del Kalahari. La única capturada tras separarse de su manada  y galopar no se cuantos cientos de millas desde el Serenguetti, huyendo de los leones. La tal cebra, que lo sepan ustedes, es muy discreta y no dice ni mu, pero tiene una vida interior muy rica. Y lo demuestra como todos ustedes podrán ver al poco rato, después de trotar indolente por el proscenio y regalarnos una bonita colección de boñigas de primera calidad, algo que captarán enseguida los poseedores de una pituitaria como Dios manda. Et voilà la cebra del Kalahari! He dicho.

Por difícil que les resulte creerlo, el señor que se sienta en una silla en la otra esquina del escenario también soy trasladado hasta allí por un proceso volitivo personal que ustedes son incapaces de captar. De esta manera esta noche aquí, y ante sus propias narices, y perdonar la grosería pero me parece la expresión adecuada. Popular, sí, pero muy adecuada y nunca chabacana, ustedes van a poder apreciar por primera vez el famoso y hasta ahora nunca experimentado proceso de teletransportación. Los átomos que me componen y mis células, como es natural, llevados por un impulso fulminante de los circuitos neuronales de mi lóbulo prefrontal ¡hale hop! se trasladan hasta allí. Y como demostración, una prueba evidente. A ver Enriquito, di algo a estos señores tan simpáticos. ¡Hola! Pues ya lo han visto, asombroso ¡A que si! Y eso es todo, que no es poco, por cierto.

martes, 13 de noviembre de 2018

EL MÉTODO

1.- Antecedentes
Yo no hablo inglés pero podría hablarlo e incluso debería, porque he ido a clase con algunas interrupciones desde los diez años. Auuuh, que aullaría el lobo allá por los años cincuenta del siglo pasado, a la vuelta de la esquina. Incluso recuerdo el lugar de las primeras lecciones, la Cámara de Comercio de mi pueblo, que ya por entonces algunos llamaban ciudad, y el método de enseñanza, el Basil Potter, muy famoso en su época, aunque nada tuviese que ver con Harry ni el mundo gótico británico ni sus universidades y toda esa parafernalia. Y que conste que por entonces lo que se llevaba era el francés, cuya música todavía sonaba por las tardes en los famosos guateques. Gilbert Becaud, Charles Aznavour, Johnny Halliday, Sylvie Vartan y todos aquellos pájaros y pájaras de entonces, aunque la Edith Piaf fuera otra cosa. Para mí, que el inglés y en buena medida el francés, ya que me he metido en harina, tiene algo que no está al alcance de la fonética carpetovetónica. Es como si a un cantero, por muy góticas y elegantes que fueran las catedrales que construyese, le metieras en un jardín y le pusieras a arreglar los parterres y a cuidar de las rosas. No habría manera: demasiado basto, harto de darle al cincel trabajando la piedra. Es una opinión, claro. Nuestro idioma, como creo que pasa con el griego, el moruno y alguno más, es demasiado tocho, demasiado simple. La a es a y no e o ai, como puede pasar en inglés. Y una i es siempre i y no puede ser ai. Ni la u, iu, etcétera. Y no digamos nada si las vocales se nos presentan en sílabas. El desideratum de sutilezas para las que no está hecha la garganta patria, de al pan, pan y al vino, vino.
                       Y que conste que en buena medida todo lo anterior me humilla, como si nuestro aparato fonador viniera con algún defecto de fábrica y resultara incapaz para la pronunciación de matices y sutilezas. Pam, pam, pam. En casa del herrero, de palo nada, a martillazos.

2.- El método.
Así que dados los antecedentes relatados en el apartado anterior, he decidido que de una vez por todas el asunto se arregle, y en unos cuantos meses salga yo por ahí hablando inglés por los codos e inclusos por las ingles y las axilas, todo hay que decirlo, que en el cuerpo humano nada es desechable. Y apto para los termómetros como es el caso. Mi método es de lo más simple, consta de una clase semanal con un afamado nativo de las islas, titulado por Cambridge, y luego una práctica habitual non-stop todos los putos (*) días de la semana. En un par de años como el Séspir ése de El mercader de Venecia y Hamlet, el Rey Lear, y todas esas salvajadas que escribió el andova, y por las que le dieron el Nóbel o algo parecido, aunque fuera con cuatro siglos de retraso.
                La práctica mencionada consiste en que va uno, llega frente a otro, o al revés, y se inicia una conversación sobre el tema que sea, fútbol o política nacional principalmente. Uno larga lo que le da la gana y el otro le contesta en un inglés de parvulario, tipo yes, I do, o perhaps, etc. Y así todo el rato. Con la práctica, el mero hecho de forzarse mañana, tarde y noche, va haciendo que el inglés vaya fluyendo cada vez con más soltura, hasta que pasados varios meses acabes cantando La traviata, pero en inglés, claro está. No me digas que no, que el método no es simplemente la hostia (*). Sin viajar a Londres ni gastar un duro. Olvídate del Basil Potter y del método del jeta ese del Vaughan. Darle a la sin hueso sin parar y ya está. Y olvídate también de Dublín, que para cerveza, la checa. Mira qué fácil.

(*)  ¡Ojo! admitidos por la RAE.