martes, 15 de mayo de 2018

AQUÍ


Si os digo que estoy aquí, no os doy mucha información, pues “aquí” no es un lugar que conozcáis, sino un adverbio  que necesita en esta ocasión de otras precisiones. Pero, os voy a dar alguna pista, pues entiendo que es lógico tratar de saber con quien se relaciona uno. En este sentido, sí puedo ser algo más concreto, afirmando que soy un ser placentario, alguien que vive en ese, al parecer, lugar remoto en el que en su momento todos habéis vivido, aunque fuera de forma inconsciente. No es mi caso y poco a poco os iréis enterando del por qué. Para ser más explícito, os diré algo que puede arrojar alguna luz: soy un ser engendrado, pero no nacido. O al menos no nacido en el sentido que solemos entender: es decir, yo no he atravesado el canal del parto cuando ya estaba listo para ello, sino que, por un proceso aún no comprendido por fisiólogos, médicos o biólogos, una vez cumplidas de forma rigurosa los distintos pasos del proceso del embarazo de mi madre, y obedeciendo a factores de momento ignorados, sucedió ”algo” de tal manera, que decidí permanecer en su útero, rodeado de la placenta, que al tiempo que nos separaba, nos unía, proporcionándome todo lo necesario para sobrevivir. Seré más preciso, ”yo” no decidí nada: sucedió. Y sucedió por razones que de momento escapan a toda comprensión, pues ni los estudios científicos mas avanzados han logrado resolver el misterio. Todo estaba listo, y mi esquema corporal  respondía a las características pre-parto que se suponen en el bebé, pero no fue así, y mi madre, ya ingresada para dar a luz, fue devuelta a casa entre múltiples conjeturas de los ginecólogos, que ante la situación, no quisieron emplear métodos más agresivos para el alumbramiento. A partir de ese momento, mi caso se convirtió en objeto de un debate internacional, en el que intervinieron los más afamados científicos, filósofos y psicólogos del momento. Solo una cosa resultaba evidente, el nasciturus, es decir, yo, se resistía a salir a pesar de que se cumplían todos las condiciones necesarias para ello. Se habló en ese momento de procesos estrictamente fisiológicos, de dificultades de la madre de orden tanto psíquico como moral, e incluso hubo quien añadió que quizás se trataba de un caso pionero en la prolongación del proceso de embarazo, dado que hasta entonces, los humanos éramos prematuros venidos al mundo con una antelación que, con mi ejemplo, estaba a punto de corregirse. Mi madre, durante todo ese tiempo, había respetado escrupulosamente el proceso de preparación al parto: gimnasia, técnicas de respiración, preparación emocional y de relación participativa con su pareja(es decir, mi padre), etc… un proceso casi ejemplar que en el momento culminante, sin embargo se vio frustrado por razones que nadie alcanzaba a comprender. Ni siquiera los scanners de última hora pudieron precisar de qué se trataba: simplemente yo seguía allí en la ubicación correcta, pero al parecer sin ninguna inclinación a seguir el proceso natural. Tampoco se observó en ese momento decisivo nada que justificara mi inmovilidad y nula decisión a cumplir con lo previsto, ni parecía haber ningún impedimento o   malformación que supusieran una dificultad insalvable. El gran escándalo se organizó cuando alguien sugirió, pasadas ya unas semanas de la fecha prevista, que aquello parecía obedecer a una voluntad determinada, en la que alguien, la madre o el niño por venir habían decidido cambiar el rumbo de los acontecimientos.                                  
Mis padres se sentían terriblemente frustrados, pues no solo habían cumplido al pie de la letra todos los preparativos para un feliz desenlace del embarazo, sino que habían añadido determinados aspectos de cosecha propia leídos en libros de divulgación, como la audición próxima de conciertos de Mozart (no las sinfonías), e incluido del Barroco, sobre todo Corelli, así como paseos al borde del mar. Fue entonces, cuando un neurofisiólogo de fama internacional, descubrió que si bien mi cerebro era el de un bebé de nueve meses y pico, su densidad era casi el doble, es decir: en el momento del parto mis neuronas doblaban en cantidad y conexiones a las habituales, y era un proceso aún no concluido, pues, al parecer, y dado que mi tamaño ya no iba a variar, lo que iba a suceder es que mi cerebro se iba a hacer paulatinamente más denso, doblando lógicamente el número de axones y dendritas, y por lo tanto el de las sinopsis entre ellas. Se presentaba de esta manera algo inaudito, la capacidad de ciertos seres vivos de prolongarse en situaciones placentarias, es decir: vivir indefinidamente en el vientre de la madre. Tal es, al parecer, mi caso. Debo añadir al llegar aquí, que lo anteriormente dicho fue poco a poco aceptado por la comunidad científica, que si bien al principio se mostró escandalizada e incrédula, terminó por aceptar lo evidente. Otra cosa fue La Iglesia, que suponiendo el mío como un caso evidente, estuvo a punto de enviar a un exorcista por posesión diabólica de mi pobre madre. Y aquí estoy, como un clon de un clon, alguien semejante a un sí mismo que no llegó a ser, y que sin embargo se replica en el vientre de su madre sin nacer. El proceso de convivencia entre los dos ha sido largo y complicado, sobre todo debido a la resistencia de mamá, que no quería aceptar algo que no solo la frustraba sino que la humillaba al hacerla diferente, considerándose de alguna manera una enferma. Pero el tiempo pasa o la entropía aumenta, como se quiera, que yo aquí adentro no lo tengo fácil para evaluarlo, y poco a poco fue aceptando lo irremediable, hasta tal punto de que hoy, sin ser simbióticos, sí hemos llegado a lo que frívolamente podría llamarse una “entente cordiale”, en la que cada cuál mantenemos esporádicamente desacuerdos que, sin embargo, no duran mucho, pues ambos hemos comprendido que en nuestro entendimiento nos va la vida. Actualmente se me considera como un ser “nacido” aunque no cumpla los requisitos de pervivencia exógena habituales, pero mi desarrollo cerebral ha alcanzado, ahora que han pasado doce años, el nivel de un cerebro equivalente a tal edad, e incluso, al parecer, algo superior, por un proceso que ellos llaman de “compensación”. Mi padre no entiende nada, pero percibo que se dirige a mamá en un tono cálido y acogedor, como si barruntara que la situación debe ser muy dura para ella. Se equivoca. A estas alturas mamá y yo mantenemos una relación de lo más cordial y profunda. Con frecuencia pasa la mano por su vientre a modo de caricia, y yo la respondo dando unas pataditas que ella recibe con entusiasmo, pues me lo hace saber redoblando las caricias y hablándome con una dulzura que hace que me mueva en su interior, deslizándome suavemente por las paredes de la placenta que ella recibe como si me tuviera entre sus brazos.                                                                                         
Aquí se está bien. La verdad es que no tengo la experiencia de otros lugares, y quizás por eso no puedo comparar, y por lo tanto echar nada de menos o fantasear situaciones mejores. Toda mi información es sensorial y emocional, y aunque con frecuencia abro los ojos no puedo ver de la misma manera que, al parecer, se ve en el exterior. Percibo lo que supongo colores, y por lo que me cuenta mamá, creo que en una banda bastante más ancha de lo que creo que se llama espectro electromagnético, y perdonadme la pedantería. Mi madre me habla, y aunque apenas la oigo como un susurro su voz me transmite sus conocimientos, e incluso trata de describirme lo que la rodea, lo que no es fácil, pues no tengo referencias personales. Hay quien imagina que en mi claustro soy una especie de niño probeta, apartado del mundo por algún tipo de alergia maligna, pero no es así: me encuentro muy bien en esta especie de hogar submarino, donde todo me llega tamizado, tornasolado, como a través de un filtro mágico. Es verdad que en ocasiones me reprocho la carga física que supongo para mi madre, que aunque es ágil, sólo puede permitirse pasear, pero no practicar ningún deporte que, por lo que la he oído, sé que le gustaría, y que antes de tenerme solía hacer con frecuencia. Los días transcurren lentamente. Yo, como se comprenderá, no puedo distinguir el día de la noche, ni percibir los cambios de luz, al parecer maravillosos, que suelen acompañar la transición entre ambos, pero disfruto de otras percepciones que no puedo transmitir porque solo pertenecen a este mundo, y para ellas no se han inventado palabras. Es cierto que mi conciencia a veces lamenta no poder compartir ciertas sensaciones con los que me rodean, con vosotros quiero decir, pero es natural tener ciertas limitaciones, y aunque aquí me encuentre muy a gusto, también las tengo, pero lo acepto como un aprendizaje que me facilita la existencia. Físicamente es fácil imaginarme, aunque si lo hacéis equiparándome con un recién nacido, limitaríais gravemente el conocimiento que podéis tener de mí, casi prefiero que me consideréis como una pura conciencia descarnada, que si lo pensáis un poco, es lo que acabamos apreciando de los seres a los que amamos. De todas maneras parece ser que tengo en la cabeza un poquito más de pelo del habitual, los ojos grandes, y un color de piel, que a pesar de estar encerrado, podría recordar el tono bronceado de unos días de playa. Con eso creo que basta para hacerse una idea. Si debo confesar algo que realmente me duele, y me duele de forma lacerante, aunque mi madre, que lo percibe enseguida me tranquiliza. Se trata del hecho de no poder verla, mirarla desde afuera, reconocerla. Esa felicidad de reconocer y ser reconocido que, al parecer, se origina esencialmente a través de la mirada. Pero pronto se me pasa, porque tengo con ella otra comunicación que, quién sabe, es quizás incluso más íntima. Un día, sin embargo, como un destello, creí verla en el momento que se miraba el espejo, como si a través de un proceso desconocido, pero maravilloso, su imagen reflejada hubiera recorrido la distancia que separa sus ojos de los míos. Fue un instante que no se ha repetido, pero que me hace concebir esperanzas de que vuelva a suceder pronto. Mi vida consiste, por tanto en la suya, y esto que alguien podría considerar angustioso, no es así, como creo que ya he dejado claro. Por su parte, ella hace una vida totalmente normal, con las pequeñas limitaciones ya descritas, y yo no interfiero en nada en su libertad y tipo de vida. Ni siquiera supongo una carga en el estricto sentido físico que podría imaginarse, pues la naturaleza ha obrado de tal manera que mis necesidades corporales coinciden con las suyas.
Consideradme pues, en este momento como el adolescente que soy, pero sin crisis de crecimiento ni las dificultades del cambio que supone el hecho de hacerse mayor. Sé que todo esto puede parecer inquietante, sobre todo porque tememos lo desconocido: un viejo reflejo de todos los seres vivos, al perecer un mecanismo de defensa profundamente arraigado. Pero eso no deja de ser una fantasía negativa, pues como ya os he dicho y repetido, aquí me encuentro estupendamente. Sé que ha habido incluso congresos a mi costa, intensos debates en los que yo figuraba como único protagonista, aunque algunos consideraban que también debían incluirse como tales a mis padres. Elucubraciones teóricas de los seres humanos en su continuo afán de comprenderlo todo. Especialmente los humanistas,  filósofos y especialmente psicólogos, que se enzarzaban en discusiones supuestamente académicas sobre el significado de mi singularidad, concluyendo todo tipo de teorías. Los filósofos mantenían ,como es su cometido, opiniones más generales, en las que mezclaban vagas concepciones sobre el significado de mi existencia, echando mano normalmente de los clásicos del siglo XX, en general refritos de existencialistas y filósofos del lenguaje, quienes les dejaban especialmente perplejos, pues con mi no-nacimiento, hacía que sus teorías parecieran disparatadas. Pero los que realmente se empleaban a fondo, como dije antes, eran los psicólogos, que en su pretensión de explicar lo, según ellos, inexplicable, elaboraban constructor teóricos, desde mi punto de vista (con perdón) hilarantes. Uno de ellos llegó a afirmar sentenciosamente que “le ha sido negado el sol y vive subsidiariamente”, lo que por otro lado, es rigurosamente cierto, pero que realmente no añade nada realmente significativo a mi estudio. Otros, los más, en la línea del niño burbuja ya mencionado, añadían concepciones teóricas de difícil verificación, que venían a convergir en unas conclusiones que podrían resumirse en el siguiente aserto: “es un Narciso absorto en sí mismo, que, sin embargo, busca una salida que se le niega”. Me hacen gracia estos señores, ellos sí que están absortos en sus elaboradísimas teorías a cual más compleja e inverificable, pero que les debe resultar de lo más gratificante. Es cierto que, en contadas ocasiones, siento una punzada de dolor por lo que no conoceré por mucho que se empeñe mi madre en hacérmelo próximo. Añoro el mar cuando las olas rompen suavemente sobre la arena, los humedales y sus brotes de hierba fresca, la vega del río y los cañaverales. Añoro, en fin, el agua de la Tierra, que nos constituye y me recuerda, cuando la evocan al mundo en el que vivo. Esta reclusión, empiezo a suponer que voluntaria, me resulta grata,  rodeado como estoy, de un tejido suavísimo, flotando en un líquido que me imagino azul, y por el que discurro como un pez muy antiguo, que no tuvo que conquistar la orilla de la tierra para sobrevivir. Ni sufrir el calor insoportable del desierto ni embarcarse en insoportables caravanas rumbo a ninguna parte.
Y aunque no os conozca ni pueda veros, quiero que sepáis que desde este mundo maravilloso que habito, me acuerdo mucho de vosotros y os deseo una vida larga y feliz, sin las dificultades de ese mundo que, según me cuenta mi madre, en ocasiones es demasiado cruel. No os conozco, pero os quiero mucho, mis queridos amigos.

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