domingo, 28 de enero de 2018

YUGULARES



Supongamos que dos tipos de aspecto corriente, incluso ordinario, están sentados una apacible mañana de Enero  en la terraza de un bar de las afuera de la capital, comentando, entre otras cosas, lo inusual de una temperatura tan agradable en pleno invierno. Pudo suceder y ser yo su testigo, aunque en estos momentos no pueda afirmarlo con rotundidad, pues pudo tratarse de un sueño.
Supongamos, dando por buena la situación anterior en cualquiera de los dos casos, que uno de ellos lleva la voz cantante mientras el otro le escucha con cierta veneración, aunque también pudiera tratarse de temor. A partir de cierto momento, el que habla dice que el mundo es una mierda y nada tiene sentido, aunque a continuación no añade nada que justifique su afirmación. Al parecer, es así porque lo dice él, y su compañero es incapaz de opinar otra cosa. Supongamos que yo, tras un rato de escuchar la diatriba enfurecida de tal individuo, empiezo a sentir cierto desasosiego, recordando todos los vínculos que tengo en mi vida, especialmente mi mujer y mis hijos. Y mis amigos más íntimos, desde luego. Pero el que habla, a partir de cierto momento comienza a vociferar y a golpear con el puño sobre la mesa, haciendo la escena muy desagradable.
Supongamos que cuando los cafés o los vinos, ya ni lo recuerdo, caen al suelo con estrépito, no puedo aguantar más por la angustia que me atenaza, me levanto y sin mediar una palabra me encaro con el tipo y con una navaja que siempre llevo en el bolsillo para situaciones parecidas, le secciono la yugular. La sangre que brota de su cuello como un geiser, golpea con violencia la cara de su acompañante, lo que añade a su cara de horror y asombro, un gesto de agradecimiento, como si mi acción le hubiera librado de una situación insoportable.
Supongamos que poco después se presenta en el lugar la policía, y soy detenido por asesinato en primer grado. O no. Supongamos que nadie acude, y que solo un camarero que ha sido testigo de lo acontecido, se dirige a mí, casi eufórico y me felicita efusivamente diciendo “muy bien hecho caballero, esto es lo que se merecen estos hijos de puta que vienen a amargarnos la vida y a joder la marrana”. Luego, entre los tres agarramos el cadáver y lo tiramos entre los setos de un descampado a cierta distancia. Las calles están desiertas y no ha habido por lo tanto testigos del crimen. Esperamos que tarden varios días en encontrarlo y no sea fácil relacionarlo con nosotros. Y más concretamente, conmigo. Es necesario terminar con estos individuos incapaces de de ver el lado bueno de la vida. Quien me lea, estará de acuerdo en que el escenario parece más bien propio de un sueño, El problema, sin embargo, es que, también en ellos, los perros tienen un olfato sobresaliente, y al alejarme ese es el único pensamiento que me inquieta.

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