Todo le fue mucho mejor a partir del día que
decidió que ya no quería entender nada. Los acontecimientos se sucederían como
consecuencia de una casuística que dejó de interesarle totalmente. La lluvia
caería, el viento soplaría, y los dinosaurios se extinguirían si todavía no lo
hubieran hecho, y todo lo que a uno se le ocurra, pero a José Javier le traerían sin cuidado
los motivos. Le quedaría, sin embargo, la duda de si las hemorroides que le
martirizaban desde joven, tenían sin embargo algo que ver con la ingesta
desmedida de chiles y café, a los que era tan aficionado. Pero nunca quiso
indagar y aceptó su sino con un estoicismo que hubiera hecho palidecer al
mismísimo Séneca, el cordobés. E incluso al santo Job, paradigma de la
paciencia y la aceptación que para rascarse llegó a utilizar una teja.
Le vio tendido en el suelo en un charco de sangre,
y fue consciente de inmediato de que si no intervenía de alguna manera, iba a
ser testigo allí mismo de la muerte de un ser humano. Pero no hizo nada. Miró
profundamente a los ojos a aquel hombre, y le dijo que aceptara su destino.
Morir en sus circunstancias en aquel lugar de una belleza arrebatadora, rodeado
de árboles centenarios mientras el sol descendía sobre el lago al crepúsculo,
era algo era algo que cualquiera desearía como digno colofón a su vida. Y la
suya parecía haber sido emocionante y azarosa: un puñal en el pecho es sin duda
un homenaje póstumo que no está al alcance de cualquiera.
José Manuel no sabe hacer absolutamente nada que
no sea escasamente levantarse, hacer sus necesidades y lavarse los dientes con
mucha parsimonia. A peinarse todavía está aprendiendo, aunque según dicen sus
padres, no parece poner demasiado interés, algo que no les inquieta demasiado
porque tiene un pelo tupido y cortado al cepillo de forma natural. El problema,
siempre según sus progenitores, no es que José Manuel no aprenda sino que no
quiere aprender. Al parece, de acuerdo con un psicólogo que le ha visitado a
domicilio, padece un nihilismo furibundo que, por negar, niega hasta su propia
existencia. La terapia no está clara, pero este hombre, a pesar de sus riesgos,
es partidario de abandonarlo en la selva con una escopeta para que al menos
tuviera que molestarse en utilizarla para defenderse de las fieras. El
psiquiatra de la Seguridad Social es menos drástico, y opina que sería
suficiente con cortarle el pelo al cero y dejarle de tal guisa en cualquier
parte del Sistema Central en pleno mes de Enero. Como mínimo tendría que
esforzarse en buscar una gorra o un sombrero.
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