Nadie podría
decir con certeza quien era Bernabé. Había aparecido por allí apenas hacía un
año, y aún no habían podido saber de donde venía. Cada vez que le preguntaban,
respondía con evasivas o con datos demasiado imprecisos para ser tenidos como
ciertos. Al parecer procedía del Norte y (eso sí se sabía) allí toda la gente
es muy reservada, por lo que al poco tiempo dejaron de preguntarle, suponiendo
que tal cosa podía llegar a molestarle.
Era un hombre
joven y pronto encontró trabajo como repartidor. Se brindaba a llevar cualquier
cosa que se le encargase de un lugar para otro, la mayoría de las veces
correspondencia y paquetería en general, y otras mensajes en sobre lacrado o
incluso secretos que lógicamente para él dejaban de serlo en el mismo momento
de serle confiados. De esta manera pronto fue una persona bastante temida en la
localidad, pues como es natural estaba al corriente de los secretos más íntimos
de muchos de sus habitantes. Vivía en una habitación alquilada de las afueras y
no tenía amistades conocidas, por lo que siempre se le veía solo por cualquier
parte de la ciudad, yendo de un lado para otro como si en el fondo ni él mismo
supiera donde estaba o tratara de encontrar algo infructuosamente. Alguien
llegó a sugerir que quizás se trataba simplemente de una persona perdida que
ignorase donde se encontraba por más que realizase su trabajo con una
meticulosidad impropia de una persona en tales circunstancias. Era posible que
aunque fuera incapaz de preguntarlo, estuviese buscando simplemente una salida.
En cualquier caso, estaba claro que era un misterio que pronto dejó de
preocupar a la gente, ocupada en sus quehaceres cotidianos, y que de hecho a
poco que se piense, vive y cree en cosas mucho más extrañas y sorprendentes sin
que tal cosa parezca inquietarles en absoluto. Bernabé frecuentaba los bares y
establecimientos donde se servían bebidas, en los que normalmente permanecía
solo sentado en una mesa en el rincón más apartado desde el que podía
contemplarse el resto del local, por lo que daba la impresión de querer
mantenerse al margen de la actividad del resto de parroquianos y se limitara a
contemplarlos, aunque su mirada, si uno le observaba con cierto detenimiento no
denotaba el mínimo interés, como si de hecho estuviera absorto en el horizonte
o la superficie de un lago en calma. Bebía solo agua, y cuando poco tiempo
después desapareció del lugar de la misma manera que había llegado, sin que
nadie supiera como, alguien llegó a afirmar haberle visto trasegar hasta dos
litros de una sentada, lo que a una persona normal le hubiera hecho visitar los
Servicios de inmediato, lo que no era su caso, pues abandonaba el local
tranquilamente con el aspecto de tener todavía la vejiga dispuesta para seguir
bebiendo.
Está claro que
Bernabé era un ser extraño, que sin embargo dejó una huella profunda en aquella
ciudad, hasta el punto que mucho tiempo después se convirtió en alguien muy
considerado, de quien se hablaba con respeto y hasta veneración. De hecho, tan
cierto es lo anterior que un alcalde y el pleno del consistorio municipal estuvieron
de acuerdo en erigirle una estatua como homenaje, en una placita en las
inmediaciones de la habitación donde había vivido como realquilado el poco tiempo
que vivió allí. En ella se veía a Bernabé (*) con paso decidido, se supone que
cumpliendo su cometido como mensajero. En su mano más adelantada por el braceo
(era una estatua muy dinámica), llevaba un sobre sin dirección, en el que sin
embargo muchos ciudadanos arrodillándose trataban de ver inútilmente si había
algo escrito. No pocos, sin embargo, llegaban a afirmar que adoptando cierta
postura no tan fácil de lograr y un tanto chusca, podría leerse no sin esfuerzo
“K”, el misterioso destinatario de la misma.
(*) Bernabé es
uno de los personajes de la novela de Franz Kafka “El Castillo”. Es el
mensajero que trata de comunicar al protagonista de la misma, el Agrimensor,
con el señor del castillo, con resultados poco convincentes.
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