Cuando murió mi
padre me llevé un berrinche tremendo. Y la verdad es que no fue por las
circunstancias en sí, sino porque de alguna manera yo apreciaba a aquel hijo de
puta, y el saber que ya no volvería a verle me causó una conmoción de tal
calibre, que a pocas más me voy yo después. La verdad que no me importó que
Remigio le hubiera abierto la cabeza con una azada, aquello después de todo,
con lo que yo sabía, me pareció hasta normal, y lo que todavía me asombra es
que no sucediera antes. El pobre Remigio, al que le cayó una buena que no se
merecía, es mi hermano mayor, una persona bondadosa y algo retrasada que desde
los diez años solo vivió para ayudar a papá en su trabajo en el campo. Era su
ayudante, aunque creo que se puede decir con todo rigor que era su esclavo
personal, y de hecho a partir de cierto momento, el que llevaba la mayor parte
de la carga del trabajo. De mí, mi padre nunca echó mano, decía que tenía maneras
y andares de señorita, y que como me iba a sacar al sol con mi piel tan blanca.
Algo bastante cierto sobre todo en comparación con la suya que con el tiempo
que había pasado a la intemperie parecía un cartón requemado. Yo desde bien
pequeño aprendí a odiarle en silencio, sobre todo porque lo que hacía con mi
hermano no era muy diferente de lo que hacía con mi madre. Llegaba a casa tras
la faena, no abría la boca o soltaba una burrada, y de inmediato quería lo que
fuera menester pero enseguida. Mamá la pobre no decía nada y actuaba como un
autómata, le tenía un miedo cerval y no creo que nunca se le ocurriese salir de
aquel infierno. ¿Adonde podía ir siendo huérfana y con un hermano que vivía en
un pueblo de al lado y que era si cabe más burro que mi padre? Yo pude librarme
cuando con el tiempo, después de la escuela pude ir a estudiar el bachillerato
a Llanes, adonde me llevaba un autobús todos los días. Cenábamos juntos y aún
recuerdo con una mezcla de ira y vergüenza cuando me preguntaba “qué tal
llevaba los estudios la señorita”. Se refería a mí, claro está. Mamá en esos
momentos me lanzaba una mirada de complicidad pero aterrorizada, incapaz de
contestarle nada, aunque en alguna ocasión me ponía una mano en la rodilla por
debajo de la mesa para que entendiera que estaba conmigo. Lo increíble, a pesar
de todo, es que yo en mi fuero interno admiraba a aquel bicho. De alguna manera
se había convertido para mí el arquetipo del hombre de verdad, y a veces me
quedaba mirando con asombro sus manos enormes, asarmentadas y huesudas, que a
veces pensé que podían acabar con nosotros tres. El último año del bachillerato
me alojé en la casa de una pariente lejana de mi padre, a la que además tenía
que oírle como le ponderaba, afirmando que hombres como él era lo que
necesitaba España. Afortunadamente cuando por fin me decidí a hacer una carrera
en la universidad de Oviedo, la distancia hizo que todo adquiriese un tinte
diferente, aunque de vez en cuando me deprimía pensando en mamá y Remigio,
encerrados con aquel ogro que les martirizaba. Al cabo de los años me convertí
en ingeniero de caminos, algo que cuando lo pensaba, me parecía lo más cercano
a un milagro teniendo en cuenta de donde venía. Durante mis años de carrera
intenté verles siempre que pude, desde luego para ver a mamá y mi hermano, pues
a mi padre aún le temía, teniendo en cuenta que no parecía valorar lo que yo
estaba haciendo e intentaba vejarme siempre que podía, diciéndome que lo que se
necesitaban eran más callos en las manos y menos ingenieros. Estoy seguro que
el pobre desgraciado en vez de alegrarse de que un hijo suyo pudiera hacer una
carrera, le humillaba y se sentía todavía más miserable de lo que en era en el
fondo. Con el tiempo, mi hermano Remigio empezó a tener síntomas preocupantes.
Tartamudeaba, prácticamente no habría la boca y empezó a decir algunas cosas
sin sentido o a hablar solo. Yo trataba de relacionarme con él para hacer su
vida menos dura, pero en un momento dado me di cuenta que era inútil y que se
iba deslizando por el camino de la demencia a pasos agigantados. Sus ojos se
volvieron totalmente inexpresivos como si algo en su interior se hubiera
paralizado, lo que hacía que mamá le pasara la mano por la cabeza con
frecuencia y mi padre, por el contrario, le increpara diciéndole que si alguien
estaba realmente mal era él, al que le dolía todo el cuerpo de tantos años
rompiéndose las costillas con las vacas, el huerto y la siega. Ya todo pasó,
mamá la pobre murió como vivió, sin enterarse mínimamente en que consiste la
felicidad, algo que posiblemente ni siquiera llegó a pensar que pudiera existir.
A Remigio acabaron soltándole y le encerraron en un manicomio cuando se dieron
cuenta que era oligofrénico y no se cuentas cosas más. Algunas tarde cuando con
mi mujer y mis hijos reunidos en el salón de casa, miro hacia atrás se me pone
un nudo en la garganta y tengo que hacer un esfuerzo inhumano para no llorar
desconsoladamente. Algo en mi interior me recuerda un pasado que parece no
pertenecerme, y recuerdo con un amor desgarrador a papá, a mi pobre mamá y a mi
querido hermano, como los personajes de una tragedia griega, a la que a pesar
de todo yo también pertenezco.
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