jueves, 17 de abril de 2014

HUERTOS


Cuando murió mi padre me llevé un berrinche tremendo. Y la verdad es que no fue por las circunstancias en sí, sino porque de alguna manera yo apreciaba a aquel hijo de puta, y el saber que ya no volvería a verle me causó una conmoción de tal calibre, que a pocas más me voy yo después. La verdad que no me importó que Remigio le hubiera abierto la cabeza con una azada, aquello después de todo, con lo que yo sabía, me pareció hasta normal, y lo que todavía me asombra es que no sucediera antes. El pobre Remigio, al que le cayó una buena que no se merecía, es mi hermano mayor, una persona bondadosa y algo retrasada que desde los diez años solo vivió para ayudar a papá en su trabajo en el campo. Era su ayudante, aunque creo que se puede decir con todo rigor que era su esclavo personal, y de hecho a partir de cierto momento, el que llevaba la mayor parte de la carga del trabajo. De mí, mi padre nunca echó mano, decía que tenía maneras y andares de señorita, y que como me iba a sacar al sol con mi piel tan blanca. Algo bastante cierto sobre todo en comparación con la suya que con el tiempo que había pasado a la intemperie parecía un cartón requemado. Yo desde bien pequeño aprendí a odiarle en silencio, sobre todo porque lo que hacía con mi hermano no era muy diferente de lo que hacía con mi madre. Llegaba a casa tras la faena, no abría la boca o soltaba una burrada, y de inmediato quería lo que fuera menester pero enseguida. Mamá la pobre no decía nada y actuaba como un autómata, le tenía un miedo cerval y no creo que nunca se le ocurriese salir de aquel infierno. ¿Adonde podía ir siendo huérfana y con un hermano que vivía en un pueblo de al lado y que era si cabe más burro que mi padre? Yo pude librarme cuando con el tiempo, después de la escuela pude ir a estudiar el bachillerato a Llanes, adonde me llevaba un autobús todos los días. Cenábamos juntos y aún recuerdo con una mezcla de ira y vergüenza cuando me preguntaba “qué tal llevaba los estudios la señorita”. Se refería a mí, claro está. Mamá en esos momentos me lanzaba una mirada de complicidad pero aterrorizada, incapaz de contestarle nada, aunque en alguna ocasión me ponía una mano en la rodilla por debajo de la mesa para que entendiera que estaba conmigo. Lo increíble, a pesar de todo, es que yo en mi fuero interno admiraba a aquel bicho. De alguna manera se había convertido para mí el arquetipo del hombre de verdad, y a veces me quedaba mirando con asombro sus manos enormes, asarmentadas y huesudas, que a veces pensé que podían acabar con nosotros tres. El último año del bachillerato me alojé en la casa de una pariente lejana de mi padre, a la que además tenía que oírle como le ponderaba, afirmando que hombres como él era lo que necesitaba España. Afortunadamente cuando por fin me decidí a hacer una carrera en la universidad de Oviedo, la distancia hizo que todo adquiriese un tinte diferente, aunque de vez en cuando me deprimía pensando en mamá y Remigio, encerrados con aquel ogro que les martirizaba. Al cabo de los años me convertí en ingeniero de caminos, algo que cuando lo pensaba, me parecía lo más cercano a un milagro teniendo en cuenta de donde venía. Durante mis años de carrera intenté verles siempre que pude, desde luego para ver a mamá y mi hermano, pues a mi padre aún le temía, teniendo en cuenta que no parecía valorar lo que yo estaba haciendo e intentaba vejarme siempre que podía, diciéndome que lo que se necesitaban eran más callos en las manos y menos ingenieros. Estoy seguro que el pobre desgraciado en vez de alegrarse de que un hijo suyo pudiera hacer una carrera, le humillaba y se sentía todavía más miserable de lo que en era en el fondo. Con el tiempo, mi hermano Remigio empezó a tener síntomas preocupantes. Tartamudeaba, prácticamente no habría la boca y empezó a decir algunas cosas sin sentido o a hablar solo. Yo trataba de relacionarme con él para hacer su vida menos dura, pero en un momento dado me di cuenta que era inútil y que se iba deslizando por el camino de la demencia a pasos agigantados. Sus ojos se volvieron totalmente inexpresivos como si algo en su interior se hubiera paralizado, lo que hacía que mamá le pasara la mano por la cabeza con frecuencia y mi padre, por el contrario, le increpara diciéndole que si alguien estaba realmente mal era él, al que le dolía todo el cuerpo de tantos años rompiéndose las costillas con las vacas, el huerto y la siega. Ya todo pasó, mamá la pobre murió como vivió, sin enterarse mínimamente en que consiste la felicidad, algo que posiblemente ni siquiera llegó a pensar que pudiera existir. A Remigio acabaron soltándole y le encerraron en un manicomio cuando se dieron cuenta que era oligofrénico y no se cuentas cosas más. Algunas tarde cuando con mi mujer y mis hijos reunidos en el salón de casa, miro hacia atrás se me pone un nudo en la garganta y tengo que hacer un esfuerzo inhumano para no llorar desconsoladamente. Algo en mi interior me recuerda un pasado que parece no pertenecerme, y recuerdo con un amor desgarrador a papá, a mi pobre mamá y a mi querido hermano, como los personajes de una tragedia griega, a la que a pesar de todo yo también pertenezco.

 

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