martes, 15 de abril de 2014

CABEZAS


No habían abierto todavía la piscina al público, pero para mí eso no tenía importancia ya que el equipo de socorristas debíamos probar su estado antes de la fecha señalada para la apertura. No solo se trataba de verificar la salubridad del agua, sino a lo largo del día también su temperatura, porcentaje de cloro y algunos factores más que no vienen a cuento. Éramos ocho profesionales (por decir algo), que debíamos relevarnos desde las diez de la mañana hasta las ocho de la tarde. Cuatro chicos y cuatro chicas que tendríamos que atender a dos piscinas. Una grande para adultos, y otra más pequeña y menos profunda para niños menores de diez años y personas que no supieran nadar. Durante la semana anterior a la apertura (esta se prolongaba tres meses completos desde principios de Junio hasta el último día de Agosto), los socorristas dirigidos por un técnico del Ayuntamiento debíamos lanzarnos al agua cada media hora y hacer unos largos para verificar que todo estaba en orden, comprobando incluso el fondo de la piscina, las paredes y los desagües para estar seguros de que no se adhería moho o partículas que pudieran influir negativamente en la salud de los bañistas pocos días después, pero que en mi opinión para lo único que servía era para conocernos y tenernos controlados. A mí me tocó la piscina grande, y aunque sabía bucear, los veinticinco metros que se nos exigían me costaban mucho trabajo. A decir verdad me resultaba casi imposible. Para lograrlo me propulsaba dando una fuerte patada contra la pared a la salida, pero poco antes de media piscina tenía la sensación de que mi cabeza se inflaba como un globo y tendía a salir como si se tratara de una boya. Seguramente solo se debía a una cuestión de poco volumen pulmonar, pero por alguna razón que no llego a comprender, mi cerebro me lo presentaba como si se tratara estrictamente de un problema de flotabilidad. Soy una persona extremadamente delgada que siempre se ha sentido acomplejada por un tamaño de la cabeza fuera de lo normal. Posiblemente mi incapacidad en esos momentos era debida a un complejo forjado desde pequeño, cuando ya en el colegio se reían de su desmesura. Pedí el traslado a la pequeña inútilmente, pues se había actuado por riguroso sorteo, por lo que me encontré con un problema irresoluble dada la ausencia de voluntarios para intercambiar el puesto. Las razones que se aducían para efectuar esta prueba era la suposición que arrastrar el cuerpo de un sumergido desde el fondo equivalía a bucear la distancia exigida, y no me sirvió de nada alegar que no es lo mismo hacerlo con un niño de doce kilos que con un adulto de noventa, pues el encargado mantenía que no podía uno pararse con esos pormenores (de hecho, dijo “estupideces”). De todas maneras, en Septiembre necesitaba el dinero y no estaba dispuesto a rendirme, por lo desde los primeros ideas traté de idear algunos trucos que me fueran útiles para la tarea de la que se trataba sin que ello pudiera costarme la vida. Lo primero que se me ocurrió, dadas mis dificultades, fue argumentar la necesidad de un supervisor de socorristas, puesto para el que yo me creía idóneo, siendo un experto en marketing y control de grupos, a lo que el encargado me respondió que esa posibilidad podría tener algún viso de llevarse a la práctica siempre que él abandonara su puesto, algo que no pensaba hacer en absoluto, dado que sus hijos solían comer todos los días y no era cuestión de ponerles a prueba. A continuación, siempre en un tono conciliador, propuse que dada la flotabilidad notable de mi cráneo y todo lo que este incluye dentro de la cabeza, quizás podía experimentarse conmigo como ojeador, es decir, actuar en las cercanías de la corchera central cada equis tiempo con objeto de verificar subrepticiamente si todos los bañistas cumplían las normas higiénicas en vigor en tales establecimientos, uso del gorro en función de la longitud del cabello, ausencia de micciones, política de movimientos dentro del agua (manoteos, aguadillas o buceos indebidos), etc. El encargado me dijo que lo estudiaría aunque él mismo desde el exterior creía que podía llevar a cabo tales cometidos sin mayores dificultades, y que en todo caso los puestos de socorristas no se habían previsto para tales fines en exclusiva. Hacia final de la semana ya no se me ocurrían nuevas actividades donde poderme emplear con una eficacia que tuviera algún sentido dentro de aquel marco, pero finalmente se me ocurrió que quizás no estaría de más contar entre nosotros a uno, y esa sería mi función, que actuara tratando de llevar a los bañistas un estado mental acorde con las necesidades natatorias que la piscina les iba a exigir, y en ese sentido me ofrecí como profesor de yoga para antes y después de la zambullida para aquellos grupos que se ofrecieran voluntarios dado su nivel de estrés. En cuanto a los niños, pensaba y así quería hacerlo constar en mi exposición, que mi papel podía ser decisivo para tranquilizar los ánimos antes de meterse en el agua y  antes de la comida, a la que llegarían mucho más relajados, con sensaciones positivas y sin duda con apetito. Para ello mi papel como cuentacuentos podía ser de mucha ayuda, y esperaba que tal experiencia serviría en el futuro y acabaría siendo obligatorio en las piscinas municipales. El coordinador dijo que se lo pensaría y me daría la respuesta el mismo día de la inauguración en el preciso momento de abrir las puertas al público. Acudí, pues, en la fecha fijada, habiéndome preparada concienzudamente el día anterior a base de asanas de hatha yoga, y repasando los cuentos infantiles más habituales, a los que yo añadiría alguna que otra situación sorprendente y no esperada por la chiquillería, que hiciera la situación más divertida. Desgraciadamente los acontecimientos transcurrieron de forma bastante diferente, y cuando intenté acceder a las instalaciones para llevar a cabo mi cometido, el sorprendido fui yo mismo al ser interceptado por unos tipos de casi dos metros de altura, y cuyas camisetas ceñidas hacían evidente que eran habituales del gimnasio. En cualquier caso, debo reprocharles su falta de educación, pues cogiéndome por los codos me llevaron en volandas hasta un descampado próximo, donde me aseguraron que como volviera a acercarme por allí mi cabeza iba a sufrir las consecuencias, “Y tú sabes demasiado bien que tratándose de ella lo tenemos bastante fácil”, fueron sus últimas palabras.

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