Creo que la historia se vuelve a repetir. Después de unos meses de calma
total, en los que creí que por fin la situación en el vecindario se había
normalizado, la tarde de domingo pasado se hizo evidente que de nuevo volvíamos
a las andadas. Andrés durante cierto tiempo parecía haber recobrado la
serenidad, y no necesitar la intervención de terceros para darle sentido a su
vida, y conste que digo esto sin el menor atisbo de pedantería. Simplemente los
días parecían sucederse para él sin la necesidad perentoria de nuevas
experiencias, y parecía conformarse con las cosas habituales del día a día. Sin embargo, aún en la medio somnolencia de la
siesta de aquel día me alertaron unos ruidos (chasquidos y gemidos), que no
tardé mucho en identificar como los de un látigo restallando sobre unas
posaderas, lo que con la experiencia de meses, atrás enseguida relacioné con la
recaída de mi amigo en el vicio que me hizo intervenir entonces. Me dispuse
casi de inmediato a hacerlo de nuevo, incapaz de comprender como alguien puede
gozar con el dolor que otro pueda causarle, pero cuando ya me había calzado los
zapatos y estaba a punto de salir, me di cuenta de que se había hecho el
silencio, y la tarde del domingo había recobrado su monotonía habitual. Esperé
aún un buen rato, pero todo siguió igual, por lo que finalmente decidí quedarme
en casa, a la expectativa de lo que pudiera suceder, pues era consciente de que
los vicios, una vez que se han establecido, no son fáciles de erradicar. Me
quedé, pues, en el sofá viendo unos documentales sobre la naturaleza en una de
las emisoras de canal Plus. En uno de ellos un famoso cosmólogo afirmaba que no
solo existe nuestro universo sino que pueden existir millones de otros iguales
o parecidos, aunque sea algo que aún está por demostrar a pesar de los indicios
que en ese sentido ofrecen las matemáticas. En otro canal, que veía alternando
con el anterior, se veía de nuevo la migración de los ñus y las cebras por el
Serenguetti hasta llegar al río Mara, donde los cocodrilos se comían a una
buena cantidad, lo que al parecer venía bien al equilibrio ecológico de dichas
especies. En este sentido tengo la impresión de haberse prescindido de la
opinión de los rumiantes, que quizás podrían aportar nuevos puntos de vista
sobre la supervivencia de las especies. Si he de ser sincero, esperé casi hasta
la media noche para ver si se repetían los embates de media tarde en el chalet
vecino, pero puedo asegurar que no pude oír la mínima señal en ese sentido,
como si los participantes hubieran llegado a un pacto, optado por tácticas más
discretas o se hubieran enfrascado en lecturas o quehaceres que les impedían
cualquier otra actividad. Quizás fue el sosiego de aquellos momentos en los que
finalmente pude dormirme, lo que hizo más llamativo el rifirrafe que se
organizó ya cerca del amanecer, cuando a las voces y chasquidos procedentes de
los vecinos, se añadieron unas voces quejumbrosas, y yo juraría que incluso los ladridos
lastimeros de un cánido, que no podía ser otro que el de Andrés, requerido para
labores que cualquiera con un poco de imaginación puede suponer. A pesar de la
emoción que me embargó de inmediato, y que tuvo su correlato con la reacción
casi inmediata de las zonas de mi anatomía interesadas, pronto el sueño
largamente esperado descendió sobre mis párpados hasta bien entrada la mañana,
no pudiendo dar fe de lo que sucedió a continuación, aunque al salir de casa
para ir al trabajo, una ambulancia del 112 en las proximidades pudo darme una
idea de su desarrollo, teniendo en cuenta que las personas inmersas en este
tipo de trabajos difícilmente se detienen hasta que llegan las urgencias.
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