viernes, 11 de abril de 2014

DIAGNÓSTICOS


-Finalmente el psiquiatra me dice que tengo un mal diagnóstico. No se trata de un tumor ni nada parecido, pero para él es evidente que no soy “como debiera”. Me quedo un tanto perplejo porque tengo la impresión que tal enfermedad no está recogida entre las diagnosticadas por la Organización Mundial de la Salud, pero le tengo mucho respeto y me callo. Se hace entre nosotros un silencio significativo, en el que supongo que Luis espera que yo le diga algo al respecto, pero por mi parte espero lo mismo, es decir, que aclare un poco más el concepto. Cuando han pasado varios minutos sin que ninguno de los dos abra la boca, se levanta y empieza a pasear a lo largo de la habitación dando vueltas alrededor del diván donde estoy tumbado murmurando algo entre dientes que no llego a comprender, hasta que finalmente se dirige francamente a mí y me espeta ¿y usted qué opina? Me incorporo, me siento y enciendo de inmediato una pipa de tabaco holandés, que por lo que hemos hablado en otras ocasiones sé que le desquicia, tratando de que interprete mi actitud como una metáfora fácilmente comprensible. No es así, y de nuevo se pone a pasear, esta vez más rápidamente y dando señales de una agitación que no sé cuanto tiempo será capaz de controlar sin pasar a mayores. Finalmente, creo que sus honorarios son lo suficientemente elevados para no interrumpir estentóreamente la sesión y dar por finiquitada la terapia. Una vez tumbado de nuevo en el sofá, me incorporo ligeramente y le digo “mira, Luis…”, pero no me da tiempo a continuar y exclama mirándome fijamente a los ojos “dime, cariño…”.

 

-Luis me pide finalmente que le deje tumbarse en el diván y que sea yo quien dirija la sesión. Se trata de un nuevo tipo de terapia en el cual cada cual asume el rol del otro, lo que al menos en teoría, puede servir para que uno sea más consciente de la situación del otro. Una vez tumbado, Luis (es decir, yo) me dice que no aguanta más, que su situación es insostenible y que finalmente lo único que se le ocurre es asesinar a su mujer y dar así por terminado su suplicio. Le digo, aceptando mi nuevo papel (es decir, el de Luis), que es posible que esa sea una solución, siempre y cuando esté dispuesto a aceptar una condena mínima de veinte años de cárcel. Él no parece muy convencido, y argumenta que quizás caben otras posibilidades como enterrar el cadáver muy lejos del lugar del crimen, de hecho en uno de los antiguos países satélites de la Unión Soviética. Su actitud me parece positiva en la medida que sea capaz de efectuar el traslado sin que cunda la alarma en los pasos fronterizos, aunque debo de hacer constar que eso no suprimirá la culpabilidad que podrá arrastrar el resto de su vida, porque por lo que hasta entonces me había contado su mujer era una buena persona. “Precisamente eso es lo que la hace más detestable. En esta vida es fundamental ser lo suficientemente hijo de puta para que los demás te puedan odiar sin demasiados complejos”. “Pues ya sabes lo que tienes que hacer”, le dije levantándome. “Esa es la solución, y si lo necesitas te alquilo mi coche. Tiene un maletero con las dimensiones adecuadas”, me contestó. Me fui muy contento. La solución me parecía la idónea.

 

 

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