-Finalmente el
psiquiatra me dice que tengo un mal diagnóstico. No se trata de un tumor ni
nada parecido, pero para él es evidente que no soy “como debiera”. Me quedo un
tanto perplejo porque tengo la impresión que tal enfermedad no está recogida
entre las diagnosticadas por la Organización Mundial de la Salud, pero le tengo
mucho respeto y me callo. Se hace entre nosotros un silencio significativo, en
el que supongo que Luis espera que yo le diga algo al respecto, pero por mi
parte espero lo mismo, es decir, que aclare un poco más el concepto. Cuando han
pasado varios minutos sin que ninguno de los dos abra la boca, se levanta y
empieza a pasear a lo largo de la habitación dando vueltas alrededor del diván
donde estoy tumbado murmurando algo entre dientes que no llego a comprender,
hasta que finalmente se dirige francamente a mí y me espeta ¿y usted qué opina?
Me incorporo, me siento y enciendo de inmediato una pipa de tabaco holandés,
que por lo que hemos hablado en otras ocasiones sé que le desquicia, tratando
de que interprete mi actitud como una metáfora fácilmente comprensible. No es
así, y de nuevo se pone a pasear, esta vez más rápidamente y dando señales de
una agitación que no sé cuanto tiempo será capaz de controlar sin pasar a
mayores. Finalmente, creo que sus honorarios son lo suficientemente elevados para
no interrumpir estentóreamente la sesión y dar por finiquitada la terapia. Una
vez tumbado de nuevo en el sofá, me incorporo ligeramente y le digo “mira,
Luis…”, pero no me da tiempo a continuar y exclama mirándome fijamente a los
ojos “dime, cariño…”.
-Luis me pide finalmente que le deje tumbarse en el diván y que sea yo
quien dirija la sesión. Se trata de un nuevo tipo de terapia en el cual cada
cual asume el rol del otro, lo que al menos en teoría, puede servir para que
uno sea más consciente de la situación del otro. Una vez tumbado, Luis (es
decir, yo) me dice que no aguanta más, que su situación es insostenible y que
finalmente lo único que se le ocurre es asesinar a su mujer y dar así por
terminado su suplicio. Le digo, aceptando mi nuevo papel (es decir, el de Luis),
que es posible que esa sea una solución, siempre y cuando esté dispuesto a
aceptar una condena mínima de veinte años de cárcel. Él no parece muy
convencido, y argumenta que quizás caben otras posibilidades como enterrar el
cadáver muy lejos del lugar del crimen, de hecho en uno de los antiguos países
satélites de la Unión Soviética. Su actitud me parece positiva en la medida que
sea capaz de efectuar el traslado sin que cunda la alarma en los pasos
fronterizos, aunque debo de hacer constar que eso no suprimirá la culpabilidad
que podrá arrastrar el resto de su vida, porque por lo que hasta entonces me
había contado su mujer era una buena persona. “Precisamente eso es lo que la
hace más detestable. En esta vida es fundamental ser lo suficientemente hijo de
puta para que los demás te puedan odiar sin demasiados complejos”. “Pues ya
sabes lo que tienes que hacer”, le dije levantándome. “Esa es la solución, y si
lo necesitas te alquilo mi coche. Tiene un maletero con las dimensiones
adecuadas”, me contestó. Me fui muy contento. La solución me parecía la idónea.
No hay comentarios:
Publicar un comentario