Vivo en una isla al norte de Europa cerca de Islandia, valga
la redundancia. Conmigo está mi mujer, que al final accedió a acompañarme
sabiendo mi pasión por la naturaleza. Es
una mujer de ciudad, de hecho es de Nueva York, el paradigma de las mismas, y
no creo que haya que preguntar a demasiadas personas para confirmarlo, ni que,
por lo tanto, nadie tenga muchas dudas sobre ello. No fue fácil convencerla,
sobre todo teniendo en cuenta que tenemos a un crío de tres años, y tenía mucho
miedo de que pudiera coger cualquier cosa, considerando que el primer dispensario
médico está en una pequeña población a cuarenta kilómetros de aquí, y que la
temperatura media, verano incluido, no sobrepasa los seis grados. Ya se sabe
que los niños a esas edades suelen padecer pequeñas indisposiciones que, sin
ser graves, enseguida inquietan a las madres, motivo sin el cual,
paradójicamente, posiblemente nosotros los humanos no estaríamos hoy aquí.
Afortunadamente, desde que llegamos no ha tenido nada excepto, un día con
diarrea y algo la fiebre. Soy biólogo marino, y me dedico a investigar la fauna
de esta costa, que me interesa sobremanera, aquí hay una gran cantidad de
animalitos que a pesar del clima tan inhóspito, sobreviven por mecanismos que
me interesa averiguar, y que junto con el estudio de una variedad de percebe
autóctona, es uno de los objetivos principales de mi investigación. Elsa es una
mujer de ciudad, como ya dije, acostumbrada a frecuentar a sus amigas, salir
algunas tardes a merendar e ir al teatro, y a veces tengo mala conciencia, pues
creo que la he forzado a un sacrificio que podía haberse ahorrado: bastaba que
yo me hubiera venido aquí por temporadas para conseguir lo mismo. Pero lo hecho,
hecho está, y no es cuestión ahora de ponerse a dar vueltas al asunto. Por otro
lado, este tipo de climas forja un carácter apto para enfrentarse a cualquier
reto del futuro, que siempre será menor, y quien sabe si Olsen, el niño, dará
mucho que hablar tiempo adelante, quizás entonces él y su madre me lo
agradezcan. Lo cierto es que para mí este es un lugar maravilloso,
principalmente porque me permite trabajar en lo que me gusta, y además no me
veo obligado a cumplir las obligaciones que se suponen son normales en un
matrimonio joven, como son salir con sus amistades o recibirlas en casa por las
tardes. Soy un hombre de pocas palabras, al que solo interesan los crustáceos,
moluscos y animales afines, por lo que cualquier otro tema me acaba
desquiciando. La política me tiene sin cuidado, y desde luego prefiero un
régimen con la suficiente autoridad como para que la vida pueda transcurrir en
orden y sin violencias que no arreglan nada, y sobre esto no quiero extenderme
porque me intranquilizo, y acabo perdiendo los papeles cuando llegamos al
marxismo y el pueblo sometido. Mi vida son los animales marinos y los anfibios.
Eso es todo. Mencioné más arriba a los percebes, y quiero aquí dar una pequeña
información sobre estos animalitos, suficientemente estoicos como para pasar la
vida aferrados a las rocas a la espera de que una mar exagerada se los lleve
por delante, o que unos mariscadores desaprensivos se acaben descolgando por
los farallones, para arrancarlos y llevárselos al mercado donde se pagan a buen
precio (los exportan). El hecho que en estos momentos me interesa destacar que
la variedad que se da exclusivamente en esta isla y algunas de las próximas, es
un crustáceo que ha desarrollado un vello denso y profuso sobre la uña (o
capítulo), posiblemente como un medio de defenderse de la temperatura del mar,
rondado los cero grados, y siempre a punto de congelarse. Estos pelos me
obsesionan, pues en mi opinión le bastaría con la cutícula de la uña para
sobrevivir, y finalmente no estoy seguro de que en realidad cumplan otra
función, como podría ser la protección del pedúnculo (cuerpo). Eso es lo que
estoy investigando con más precisión, para lo cual debo en ocasiones arriesgar
la vida y ver la manera en que las olas impactan sobre los bichos, y si los
pelos cumplen la función que les supongo. Los escasos habitantes de la isla
tienen varias teorías sobre la vida de este animal (que ellos, desde luego, no
comen). La primera es que los que son arrancados de la roca los días de mar
gruesa, caen al fondo marino y son alimento de algunos peces, y otra, que ellos
mismos, una vez autónomos, se convierten en peces y navegan hacia el sur,
trocando los pelos por escamas. Si debo decir la verdad, después de casi un año
aquí haciendo todo tipo de experimentos, no he llegado a ninguna conclusión fiable,
con lo cual me veo abocado a regresar al mito, y dar alguna credibilidad a las
leyendas de los naturales del país, lamentando en este sentido los cinco años
de universidad que tuve que hacer para ser ictiólogo, cuando con un poco de
imaginación podría haber llegado a las mismas conclusiones. Solo me tranquiliza,
y esto es una confidencia que espero que no llegue más allá de los
destinatarios de estas líneas, observar la gruesa trenza de Elsa, que según
pasa el tiempo parece haber adquirido el grosor y calidad de algunas
protagonistas del cine de Ingmar Bergman. Creo que solo por eso merece la pena
seguir aquí. Aunque los percebes autóctonos sigan siendo un misterio, las
noches árticas son mucho más llevaderas con una trenza de esa categoría en las
inmediaciones.
domingo, 23 de diciembre de 2012
CHUMBERAS
La ciudad está poblada
por dos tipos de personas: los que salen de casa antes de las siete de la
mañana camino del trabajo y los que lo hacen después, bien sea porque el suyo
comienza a una hora menos intempestiva o porque no trabajan. Esto, creo que
todo el mundo lo puede entender, aunque no haya alcanzado una titulación
universitaria. No hace falta para ello tener conocimientos avanzados de
matemáticas, ni de temas que sean considerados equivalentes en otras áreas. Es
posible, sin embargo, que muchos que sí lo hacen, no tengan una idea precisa
del principio de incompletitud de Gödel, algo que no me hará que deje de
dirigirles la palabra si llego a cruzarme con ellos, y la ocasión se presta a
un intercambio verbal de cualquier orden. Claro que, de la misma manera que el
hecho de que en la ciudad existan estos dos tipos de individuos, no quiere
decir que no se den una gran variedad de otras posibilidades; siguiendo con el
trabajo, por ejemplo, los que regresan antes de las seis de la tarde (funcionarios,
en general) y los que no lo harán como norma antes de las ocho (altos
ejecutivos, y el último turno de bomberos). Así pues, los habitantes de una
ciudad pueden de esta manera considerarse en parejas agrupadas por una criterio
de cualquier tipo, temporal y espacial (como ya consideró Kant en sus premisas
“a priori”) fundamentalmente, aunque, si tenemos en cuenta a Einstein, no
deberíamos olvidar la velocidad de traslación (Ejemplos de tiempo: ya
mencionados. Ejemplos de espacio: Alcobendas y Denver. Ejemplos de velocidad:
un taxista y un piloto de reactores). De todas maneras, estos criterios, siendo
diferentes, nunca darán la imagen exacta de una ciudad, que puede quedar
definida en líneas generales por una aglomeración de personas viviendo en una serie
de edificios agrupados por unidades familiares, o de la especie que tenga a
bien considerarse. Aunque parezca lamentable, una ciudad no se diferencia básicamente
en nada más de un pueblo o de una gran urbe, tipo Nueva York o Sanghai, por decir
algo. Incluso, rizando el rizo, un tipo solo en el desierto, podría ser considerado
como una aglomeración de sí mismo, sobre todo en la medida que se trate de un
individuo con una intensa vida interior. Esto último nos da una pista de lo que
suele suceder en las ciudades por el mero hecho de agrupar a una multitud: la
posibilidad de relaciones interpersonales y, como consecuencia de ello, la
creación de polos industriales o creativos, que lo mismo pueden dar lugar a
fábricas y empresas de todo tipo, que a casinos y centros culturales, además de
cinematógrafos, restaurantes y bares de copas, si la vida nocturna adquiere
cierto relieve. Un hombre solo, sin embargo, por muchas cualidades que tenga, e
incluso con la posibilidad de personalidades múltiples que albergue, no será
capaz de levantar ese entramado multidisciplinar por mucho que se empeñe: no
hay que confundir la creatividad en sentido estricto, con el mero hecho de
estar como una chota. Independientemente de todo lo anterior, puedo asegurar a
quien tenga la paciencia de leerme, que mi vida, sin ser el paradigma de nada
que merezca la pena reseñarse en ningún sentido, sí está colmada de una serie
de acaecimientos que la adornan de valores, difíciles de obtener allí donde uno
solo se tiene a sí mismo y a una cantidad indefinida de dunas y chumberas.
miércoles, 19 de diciembre de 2012
EQUILIBRIOS
Cuando estoy de pie, en no pocas ocasiones siento un impulso
súbito de tirarme al suelo ipso facto, sin importarme el lugar donde esté y las
complicaciones que tal hecho pueda originarme. Es algo a lo que obedezco
siguiendo un impulso que, en mi opinión, tiene más que ver con los instintos
primarios que con las emociones, y desde luego los sentimientos o la inteligencia.
Afortunadamente, hace ya unos meses que no estoy en el departamento de
Relaciones Públicas de la empresa, donde tal cosa hubiera originado situaciones
un tanto violentas, y dado una impresión nada favorecedora de la firma. Es algo,
sin embargo que, cuando sucede, viene acompañado por una serie de
consideraciones racionales, de las que soy plenamente consciente en el momento,
lo que de alguna manera matiza lo dicho más arriba. Quiero decir que no me
tumbo tras un proceso mental racional, sino que cuando lo hago, inmediatamente
soy consciente de los motivos que me llevan a ello. Por lo que acabo de decir,
creo que ha quedado claro, que en ningún caso me caigo o sufro un acceso neurológico
desordenado que me lance al suelo, sino que me tumbo de la misma manera que
podría haberme sentado o adoptado cualquier otra posición que mi cuerpo tuviera
a bien en esos momentos. Antes de entrar en otras disquisiciones, debo decir que
si adopto tal postura es porque es en la que me siento más a gusto, con
independencia de que se trate del tendido prono o supino, aunque yo prefiero
este último porque me permite una visión central y periférica más amplia y de
mayor calidad. Aquí creo que, entrando ya en materia, es preciso decir que
desde los primeros instantes en que me veo urgido a echarme por tierra, mi
mente me traslada una serie de conceptos de orden ético que hacen evidente la
idoneidad de tal acción. En primer lugar, viene la consideración referente a la
conveniencia de tener una visión más modesta del mundo, como la que sin duda
tienen la inmensa mayoría de los seres que reptan o simplemente se arrastran, y
que cada cual piense en los que le apetezca. A mí, de entrada, se me ocurren
las serpientes, los lagartos y toda la gama de insectos que pueblan el planeta, si exceptuamos a los que vuelan. Quien
sabe si, después de todo, la posición erecta de los homínidos una vez que
bajaron de los árboles a la sabana, añadió a la que poco después fue nuestra
especie, un orgullo indebido, con independencia que por entonces, fuéramos aún
presa frecuente de los leones y otros felinos con malas pulgas y una necesidad
perenne de proteínas. De todas formas, debo aclarar como addenda a lo dicho con
anterioridad que, con frecuencia, cuando me veo sorprendido por ese afán
irrefrenable de echar cuerpo a tierra, tengo la sensación de ser succionado
hacia el interior por una fuerza inevitable que debe tener mucho que ver, en mi
opinión, con la de la gravedad. Quizás se trate simplemente de eso, una
sensibilidad excesiva de mi organismo a la fuerza que nos mantiene adheridos a
la corteza terrestre, y que, de no mediar algunos inconvenientes, nos
conduciría de cabeza (o mejor “de pies”) hacia el núcleo del planeta, en las
proximidades del magma incandescente interior, donde hablar de calor sería una
frivolidad. Y de eso sé yo bastante, siendo de toda la vida un aficionado
irredento a los fenómenos geológicos, y especialmente los volcánicos, en los
que en su día arriesgué mi vida en las proximidades del flujo piroplástico y
las nubes explosivas del Krakatoa y el Mauna-loa (no es este el momento de
hacer alusión a mis viajes exóticos, porque no tienen demasiado que ver con el
tema que nos ocupa). El hecho, pues, de tumbarme en los momentos más impensados,
podría constituir una defensa elemental contra ese pavor ancestral a ser
succionado más allá del manto terrestre, sabedor de que la posibilidad de tal
cosa es inversamente proporcional a la superficie implicada, y esto lo sabe
bien quien ha intentado cortar una barra de pan, primero de forma natural y
después de canto. Claro que estas disquisiciones las hago a posteriori,
tranquilamente sentado en el sofá de casa o a mi mesa de trabajo, aunque en
esta última en determinada ocasión tuve
que efectuar el cuerpo a tierra, al utilizar una silla pequeña, pero metálica,
pesada y de patas finas, que con mi peso se hizo apta para el viaje que vengo
comentando. Es posible que siendo yo una persona alta y esbelta (quiero decir,
aunque parezca pedante, “con las proporciones adecuadas”), la fuerza
gravitatoria se me aplique con una intensidad mayor que a un individuo obeso o
simplemente gordo, dadas la resistencia de los materiales sólidos a ser
penetrados. Que duda cabe que esta situación me ha originado situaciones
desagradables, pero últimamente, mis familiares y allegados la acogen con una
naturalidad sorprendente, a la espera de que los estudios médicos que me están
realizando aclaren algo. Soy consciente, no obstante, de que con una frecuencia
inusitada me llevan al campo, donde tratan de entretenerme y que no piense en
ello, pero yo sé que lo hacen para no sufrir el bochorno de ver a un familiar
próximo por los suelos entre la gente. Incluso es habitual que algunos de ellos,
posiblemente para que no me sienta solo, se tumben a mi lado y contemplemos el
cielo juntos. De hecho, me estoy haciendo un experto en nubes, de las que ahora
llego a calibrar no solo su forma, tipo, densidad, color y movimiento, sino
otras cualidades más sutiles, de las que la comparación con objetos y ciertos
animales sería la menor. Soy ahora capaz, de acuerdo con algunas de sus
características que no interesan ahora, de prever situaciones o acontecimientos
del futuro, de la misma manera que otros pueden hacerlo leyendo la palma de la
mano o los posos del café. A veces, al ver unos cúmulos arracimados en el
horizonte, preveo el tiempo que hará al día siguiente o si la hepatitis de la
abuela va a tener solución, aunque, como soy discreto, los malos augurios me
los callo, no vaya a ser que me acaben llamando gafe. Cuando mi posición de
tendido me hace tener la cara pegada a la tierra, suelo aprovechar el momento para
realizar una sucinta aproximación al mundo cuántico, aunque sea incapaz de
profundizar más allá de la hierba de la pradera o las piedras del camino. Qué
más quisiera yo que adentrarme en ese mundo fantástico, poblado por las
partículas elementales, especialmente los leptones y los quarks, de los que
tengo un elevado concepto literario(*). La crisis, si es que tal cosa puede
llamarse a este privilegio, suele terminar al cabo de unos minutos, nunca más
de diez, y la finalización suele venir acompañada por unos temblores
placenteros y una cierta sensación de calor muy agradable, supongo que debido a
que durante unos instantes he estado en íntima comunión con la Madre Tierra
(sirva este rapto lírico para describir una situación esencialmente agraria).
Me han llevado al psiquiatra, que dice que no observa en mí nada especial, pero
el neurólogo se empeña en recetarme unas pastillas espantosas, que hasta ahora
afortunadamente no me han hecho ningún efecto. Y digo que afortunadamente,
porque, quien sabe si esto que me sucede es una bendición, teniendo en cuenta
que a la larga, todos estamos hechos para la tierra (aquí resulta aplicable el
adjetivo de gafe que fue descartado más arriba). De todas maneras espero
curarme: no gano para ropa.
(*) Palabra inventada por James Joyce, el escritor irlandés y
utilizada en su novela “Finnegan´s wake, y que luego se utilizó para nombrar
las partículas elementales de las que están compuestos los protones y neutrones
EDUCACIONES
El padre Juan tenía la siguiente característica: daba las
bofetadas a dos manos. No es algo poco significativo, y para verificarlo, ruego
a quien me lea que lo intente. Ponga la palmas de ambas manos donde le plazca,
siempre que entre ellas se encuentre colocado cualquier objeto, y a
continuación déle de bofetadas con las dos manos, y verá como, aunque sencillo,
al cabo del rato sentirá un malestar a la altura de los hombros y antebrazos
por la repetición de un movimiento poco natural. Bien, ahora imagine que en
lugar de dicho objeto está situada la cara de un niño de ocho años, y tendrá el escenario perfecto para una
representación que tuvo lugar allá por los años cincuenta, con una frecuencia
que decir cotidiana no sería exagerar. Bien, pues ese, grosso modo, era el
proceder del padre Juan, un ser alto y extremadamente enjuto, que hacía cumplir
las normas del colegio mediante la repetición de un ejercicio que, en otro
lugar y circunstancias, podría haberse llamado simplemente, aplaudir. Pero no
se trataba de eso. Para que realizara tan poco recomendable ejercicio, al padre
Juan le bastaba que los críos se desmandasen mínimamente o se limitaran a
cumplir la función que la edad les facilita, no que desconocieran el origen
aristotélico de la escolástica tomista, es un decir. Claro que cabe la
posibilidad que tal tipo de bofetadas bilaterales fuera debido a la conciencia
del cura de que de hacerlo con una sola, el niño podía salir despedido aparatosamente
hacia un lado, lo que la otra impedía: cuestión por lo tanto de simetría y
prevención de riesgos.El padre Agustín era más sutil y refinado y su aspecto
totalmente diferente. De estatura normal, y apuntando una obesidad en ciernes,
era una persona en general alegre y bienhumorada, que mantenía con los chicos
una relación cordial, aunque esporádicamente no podía renunciar a emplear
alguno de los métodos correctivos al uso en aquella época, una caña corta de
aproximadamente medio metro que, en cualquier caso, mantenía indefectiblemente
sobre su mesa para que se tuviera en cuenta que más allá de su aparente
bonhomía, estaba dispuesto a aplicar lo que en otro ambiente y con algunos
aditivos, podría ser considerado como disciplina inglesa. Algo que, después de
todo, si se piensa con cierta amplitud de miras, sería una buena introducción
para algunos de aquellos chicos, cuyo futuro podría depararles el placer (o
como pueda llamarse al hecho de agradecer ser vareado) susodicho, teniendo en
cuenta que, según previsiones estadísticas, un 5% de los adultos lo practicará
alguna vez en su vida. El padre Agustín no era violento en la utilización de su
instrumento, y al golpear sobre la punta de los dedos o la palma de la mano,
parecía estar rezando al mismo tiempo algún tipo de jaculatoria para ser
absuelto de una acción que, sin ser pecado, no le aproximaba desde luego a un
cielo que seguramente deseaba. Gastaba el pelo al cepillo, y en ese sentido era,
sin saberlo, un predecesor atenuado del fenómeno punk, que irrumpiría con
fuerza en el continente europeo tiempo después con variantes más llamativas. El
tercer cura en discordia, dispensador de estos regalos que la infancia de
entonces se llevaba sin haberlo solicitado a los Reyes Magos, era el padre Mateo.
Un hombre pequeño pero fornido, renegrido y en general malhumorado, que en
ocasiones daba la impresión de ser un boxeador frustrado (del peso pluma, eso
sí). Era un tipo súper activo que se atropellaba al hablar, como si quisiera
decir demasiadas cosas al mismo tiempo, algo que solía acompañar con
movimientos corporales espasmódicos y atléticos, que daban la impresión, cómo
se dijo poco antes, de ser un púgil fajándose con un rival correoso de difícil
afrontamiento. Claro que sus rivales de entonces éramos una panda de chiquillos
aún legos en la masturbación, algo que, sin embargo, él debía intuir por propia
experiencia que no tardaría en irrumpir caudalosamente en sus vidas, y que se
tomaba la libertad de corregir a priori. El método correctivo elegido por el
padre Mateo era el más refinado, en cuanto que no a todo el mundo se le ocurriría
pero que proporcionaba un dolor difícilmente soportable. Consistía en coger al
niño por las patillas y jalarlas hacia arriba, hasta que el catecúmeno daba
unos alaridos incompatibles con la buena educación y el silencio requerido en
el interior de un aula, momento en que el oficiante cedía momentáneamente, para
insistir a continuación hasta que las lágrimas del chaval hacían evidente que
el crimen del Gólgota debió de ser simplemente insoportable. Él sabría, después
de todo, no dejaba de ser un representante de la organización que se hizo cargo
de la herencia recibida entonces. El padre Mateo era sin duda el más temido, a
pesar de su espíritu deportivo y su aparente conexión con los chiquillos, que
podían ver en él a una figura a imitar en el futuro cuando los deportistas de élite
fueran sus héroes incuestionables. Para finalizar, merece la pena mencionar a
otros dos curas que afortunadamente no destacaban por su afición a someter a los
chicos a lecciones ejemplarizantes de ese tipo, y en ese sentido merecen un
recuerdo si no emocionado, sí agradecido, pues en aquella época tener
dispuestas la caña, la regla, la mano o
los dedos, era síntoma de una educación que algunos en el exterior del colegio
daban por bien administrada. Se trata del padre Lorenzo, buenísima persona, que
trataba a los chicos con afecto y prescindía totalmente de los instrumentos
habituales en los calabozos del castillo, aunque yo, que tuve siempre mal café,
me obstinara entonces a verle un poco como una pepona, debido a los coloretes
que parecían en sus mejillas, sin duda resultado de un sistema de irrigación
periférica deficiente. Y luego estaba el padre Luis Gonzaga (como el santo),
que todavía no debía ser cura, pero que les ayudaba, y del que lo único que
recuerdo que era un buen jugador de fútbol, pues con la sotana remangada, alardeaba
entre los chavales de sus habilidades despachando balonazos a diestro y
siniestro. Ese era el colegio de los curas años cincuenta.
lunes, 17 de diciembre de 2012
DIÓGENES
Todo comenzó de forma que bien pudiera llamarse fortuita,
aunque, a decir verdad, con el paso del tiempo nada parece tan casual como se
pretende en un principio. De hecho, por aquella época, yo estaba todavía casado
y tenía ya tres hijos, dos niñas gemelas de nueve años y un bebé de apenas unos
meses. Lo recuerdo con tanta precisión porque, coincidiendo con la compra
semanal que hacía con Raquel en el súper del barrio, me dio por cambiar de
pasta dentífrica, pasando de Colgate a Licor del Polo, algo que si entonces
consideré insignificante, con el tiempo fue el origen de una nueva forma de
vida, poco después de que mi mujer decidiera despedirse de mí e irse a vivir
con sus padres en compañía de mis queridísimos hijos. Fue una época difícil
teniendo en cuenta, además, que como consecuencia de la depresión que sufrí
casi de inmediato, me quedé en el paro, incapaz de reaccionar y buscar trabajo
en otra parte. Soy especialista en informática, pero lo cierto es que por
entonces había una auténtica avalancha de gente en mis condiciones, por lo que,
a pesar de algunos desganados curriculums que envié por internet, nadie se decidió
a contratarme, sin duda porque en mis peticiones se hacía evidente que no
pasaba por un buen momento. Siendo esto así, el tiempo comenzó a transcurrir
para mí de una forma monótona que no sabía como paliar, fue sin duda entonces
cuando empecé a darle a la marihuana y el alcohol, además de irme con
frecuencia a hacer la compra, aunque verdaderamente no tuviera ninguna
necesidad de ello y volviera con las manos vacías. Fue en un gran supermercado,
por el que paseaba al menos una hora al día, donde me vino a la cabeza la
posibilidad de reestructurar mi casa en función de nuevos criterios, entre los
que el estético era el principal. En los muelles y dársenas de tal lugar, se me
ocurrió la idea de “amueblarla”de otra manera, a base de llenarla de los
sobrantes, cajas, paquetes y envoltorios de todo tipo amontonados por allí,
entre los que cierto día destacaba resplandeciente uno de grandes proporciones
de Licor del Polo que me deslumbró, y que de inmediato imaginé en la habitación
del fondo, osease mi estudio. Que no se me pregunten razones que justifiquen
esta elección, fue algo natural que nada tuvo que ver con la racionalidad, sino
con un impulso emocional de la misma naturaleza con la que, en un momento dado,
un ateo cree en Dios o en los extraterrestres. Se trataba de una especie de
contenedor de cartón piedra con unas medidas aproximadas de 3x4x2,5 metros, que
me fue ofrecido si lo hacía desaparecer de allí en el transcurso de ese mismo
día. Así fue, yo mismo lo desmonté e introduje en mi furgoneta, que tenía las
medidas justas para transportarlo. A la semana siguiente, después de no poco
trabajo, y de echar mano a toda la utillería que tenía en la caja de
herramientas, pude por fin dar por terminada la obra, que si alguien podía
calificar de chapucera, a mi me parecía una belleza, y en cuyo interior pude
meter con notable éxito un par de estanterías repletas de libros y una mesa con
el ordenador, la impresora y otra serie de artilugios electrónicos. Tuve que
hacer algunos destrozos, como practicar una abertura que coincidiese con la de
la ventana, si no quería trabajar todo
el día a oscuras, pero me las arreglé para fabricar una especie de persiana de
sube y baja con los restos de un estore que tenía arrumbados en la terraza. En
los primeros tiempos después de la obra, mi actividad esencial consistía en
entrar y salir de aquel reducto, con la misma ilusión que un crío utiliza una
cabaña que ha sido capaz de construir en lo alto de un árbol. Dentro se había
creado un ambiente mágico, que durante la noche yo trataba de mantener mediante
el empleo de un sistema de luces que había instalado, y que desde diferentes
ángulos, creaban una atmósfera muy sugerente, una especie de combinación del
realismo mágico de García Márquez con el neorrealismo italiano de Rosellini y
adláteres. Claro que esa era mi opinión, y faltaban otras que la corroboraran,
pero, en todo caso, ya habría tiempo para las visitas. Era pues el primer lugar
de mi casa ocupado por elementos ajenos a ella misma, algo que enseguida me
dije que no podía quedarse ahí, sino que debía continuar sin solución de
continuidad en otras habitaciones, que, en comparación con esta, me parecieron
entonces totalmente anticuadas y demodés, por más que estuvieran puestas con un
gusto discreto, a base de casi todos los regalos de boda que logré conservar
conmigo una vez que mi mujer y mis críos se fueron de casa. A partir de ese
momento ese fue el lugar de casa que más frecuenté, hasta el punto que
experimenté un notable ascenso de mi creatividad, dedicándome con inusitado
furor a escribir historias y narraciones breves, cuyos protagonistas solían ser
unos personajes del subsuelo que habitaban en grutas y cuevas, algo no
fortuito, pues esa era mi manera de rendir un sentido homenaje a mi habitación-estudio,
a la que, en recuerdo a otra de las industrias punteras de los dentífricos,
llamé de inmediato sala “Profidén”. Aunque pueda parecer poco creíble, a partir
de la terminación del engendro (licencia peyorativa que bien me puedo
permitir), empecé a sentirme mucho mejor, sin duda debido a que pude en ese
momento creer en mi creatividad y la posibilidad de salir adelante. Por otro
lado, tal hecho me ahorraba la visita al siquiatra, que ya me veía como
inaplazable, y no digo nada del psicoanalista, que estoy convencido que
llegaría a la conclusión de mi necesidad pretérita de un hogar acogedor, y un
simulacro de retención de las heces como consecuencia de la rabia que tal
carencia me había originado a lo largo de la vida. Tuve pronto claro que mi
obra debía continuar, y que el resto del piso debía tener también un nuevo aspecto, de acuerdo con otros
parámetros más allá del puramente utilitario, que hasta entonces era el que
había regido. Concretamente, el pasillo me parecía excesivamente ancho para un
piso de dimensiones tan reducidas, por lo que pronto se me hizo evidente que
había que estrecharlo para que estuviera en consonancia con el resto, llamando
resto, por cierto, a un salón comedor, cocina y aseo diminutos. Sabía que una
vez terminados los trabajos, mi habitáculo iba a ser verdaderamente minúsculo,
pero no me importaba en absoluto, teniendo en cuenta, por otro lado, que yo
siempre había sido agorafóbico, y prefería los espacios reducidos (esa sin duda
es la razón por la cual siempre me atrajeron los ascensores). Por otro lado,
verme literalmente encajonado entre toda aquella serie de cachivaches que fui
amontonando durante meses, hacía que me sintiera más acompañado, e incluso que
pasara algunos ratos en el pasillo, que finalmente logré tapizar con cajas de
cartón de bolsas de patatas fritas y de puré. La cocina no representó un gran
problema, porque en pocos días logré llenarla con unas estanterías metálicas
que tiempo atrás había desmontado del estudio, y que me permitían un paso
suficientemente holgado hasta el fregadero, la cocina y el frigorífico, aunque
abrir este último no resultaba excesivamente cómodo, lo que me hacía ahorrar y
que mis comidas se limitaran a lo estrictamente necesario, especialmente sopas
de puré de patata, sobrantes de algunas de las cajas mencionadas más arriba. El
salón tampoco supuso un problema grave, pues en él almacené el resto de todo lo
que había desalojado de otros lugares de la casa, lo que ciertamente hacían del
lugar un sitio pintoresco, por el que transitar era lo más parecido a una
gymkhana, algo que sin duda mi cuerpo, un tanto inactivo por falta de espacio
durante aquella época, sin duda habrá agradecido. En cuanto al cuarto de baño
debo decir que me resultó algo más complicado, a pesar de lo reducido de sus
dimensiones, pues ya se me habían terminado otras posibilidades de relleno, y
el supermercado empezaban a verme con gesto dubitativo, por lo que finalmente
opté por encajar allí como buenamente pude un baúl que tenía en la terraza, y
del que al principio había minusvalorado un volumen, que hacía prácticamente
inaccesible el lugar. Me quedaba un mínimo rincón para la ducha y otro para la
taza, a los que bien que mal puedo acceder, sin que hasta la fecha se haya
producido ningún estropicio de orden sanitario en mi persona, teniendo en
cuenta que en ninguno de los dos casos posibles, puedo ser considerado como un
incontinente. Sé que mi actitud ha causado extrañeza a los vecinos, que
raramente me ven salir de casa cuando antes era bastante callejero, pero no me
importa. Solo me duele, eso es cierto, que el portero se haya ido de la lengua,
y les haya contado mis aficiones restrictivas de los últimos tiempos. No debí
abrirle la puerta aquel día que, sin duda picado por la curiosidad, llamó al
timbre con una disculpa que ahora no recuerdo, encontrándose inopinadamente no
solo con mi cara, sino con un perchero de patas que se le cayó sobre la nariz.
Esa fue sin duda la razón que le llevó a divulgar mis inventos, y a ejercer el
comadreo con el resto de vecinos. Me duele oírles gritar extemporáneamente con
frecuencia “¡Diógenes, sal de ahí!”, incapaces de aceptar en mí una creatividad
de la que carecen, y que me ha conducido a este éxito sin paliativos que ahora
es mi vida. Diógenes, mira por donde, alguien de quien puedo sentirme ufano,
después de todo, un filósofo capaz de leerle la cartilla al mismísimo
Alejandro. Ahí queda eso.
domingo, 16 de diciembre de 2012
EL CORONEL ENANO
Del coronel enano lo que más llamaba la atención de inmediato
era efectivamente su estatura, algo que como bien se comprenderá no es de
extrañar, acostumbrados a los héroes militares de ciertas películas, en las que
suelen ser interpretados por galanes ya otoñales pero de planta gallarda y,
desde luego, una alzada por encima de la media. Si, sin embargo, se piensa en
ello con cierto rigor, se verá que las razones no se encuentran en la supuesta
idoneidad para el cargo de los buenos mozos, sino en que suelen quedar mejor
desde el punto de vista estético en los desfiles y rituales del gremio, algo
muy frecuente en cualquiera de los tres ejércitos. El coronel Gutiérrez, para
que vamos a decir otra cosa, sorprendía rápidamente por una altura que no debía
llegar al uno sesenta, algo que alejándole de los enanos con claridad, sí
apuntaba cierta tendencia, a lo que colaboraba sin duda una cabeza gruesa y
unas piernas zambas que lo delataban. Sin embargo, poco después de entrar en
contacto con él, uno se sentía impresionado por un carácter que para nada hacía
recordar al de un disminuido, sino, bien al contrario, al de una persona
imbuida de una seguridad en si mismo sobresaliente, y una inteligencia y aplomo
fuera de lo habitual. Se podría pensar de buenas a primeras que su conducta
autosuficiente y un tanto engreída, no era sino una táctica para camuflar un
complejo muy arraigado en su interior debido a su corta estatura, pero un trato
habitual con él pronto quitaba esa idea de la cabeza. Era un tipo con unas
cualidades profesionales destacadas, y además un hombre culto en áreas que
dejarían perplejo a quien quisiera solo verlo como un soldado distinguido pero
medio analfabeto. El hecho fue, de todas maneras, que siendo yo un teniente
recién estampillado, quiso el azar que coincidiera con aquel hombre, que pasó
de buenas a primeras a ser el coronel de mi regimiento. Yo, encuadrado en una
de las compañías del segundo batallón de la unidad, no tenía habitualmente
ningún contacto con él, a no ser en los momentos en los que, por circunstancias
debidas al servicio, su presencia era casi obligatoria, como, por ejemplo, en
determinados ejercicios en el campo, o la instrucción de orden cerrado para
algún acontecimiento que debíamos preparar con días e incluso semanas de
antelación. En ellos, el coronel enano solía hacer su aparición de una manera
inesperada, algo que en principio yo atribuí a una de las prerrogativas debidas
a su categoría, pero de lo que pronto alguien me puso al corriente, puntualizando que se debía a su
tendencia innata a aparecer cuando menos se le esperaba, tratando de esta
manera de sorprender a las unidades en algún renuncio, para meter mano de
inmediato a sus mandos. Era pues, independientemente de sus escasos centímetros,
un tipo de armas tomar, con quien había que andarse con pies de plomo, pues
tenía un concepto de la autoridad especialmente basado en la cantidad de
arrestos que imponía por unidad de tiempo. Con estos antecedentes, y siendo yo
en esos momentos un estudiante por libre de Sociología, me empeñé durante
cierto tiempo en realizar un seguimiento de aquel individuo, en cuyas manos
estaba mi vida en aquellos momentos, y si no mi vida, ya que los fusilamientos
no eran ya en ese momento la norma, si mi integridad física y psicológica.
Aprovechaba los momentos libres que tenía para acercarme al bar de Oficiales o
las instalaciones del Mando y Estado Mayor, para con cualquier disculpa estar
más cerca de él, y observar con el mayor detalle posible su comportamiento
habitual. De esta manera pude darme cuenta de ciertos aspectos, que es posible
que pasaran inadvertidos para el resto del Regimiento (algo que, si soy
sincero, sin embargo, dudo), pero no para mí, que sin que se diera cuenta, pasé
a convertirme en una especie de sombra que le acompañaba subrepticiamente a
todas partes. Independientemente de la verificación de su escasa estatura y mal
café, saqué algunas conclusiones que creo deberían figurar en cualquier ensayo
de malos hábitos de la profesión, o en todo caso, de la ineptitud para el
desarrollo consecuente del principio de autoridad (que nada tenía que ver, como
se verá, con el “imperativo categórico” de Inmanuel Kant). Con tal motivo, a
través del conducto reglamentario, acabé solicitando que como teniente más
antiguo y más alto de la unidad, se me encargara de la instrucción y
supervisión de la escuadra de gastadores regimental, lo que se me concedió, y
me permitió pasar mucho más tiempo en las proximidades de tan original
personaje. Una de las primeras cosas que pude notar, es que el coronel llevaba
alzas, aunque tratara de disimularlas a base de confundir el color negro de la
goma de los tacones con el del mismo color del cuero de los zapatos, con lo que
me quedó claro que con aquel hombre tuvieron que hacer la vista gorda en el
examen de ingreso en la academia, pues entonces resultaba evidente que no daba
la talla mínima. Mi trabajo de campo, si tal puede llamarse a mi estudio sobre
el terreno de Sr. Gutiérrez, abarcaba un mínimo de una hora diaria, ya que la
escuadra de gastadores se ubicaba en las proximidades de su despacho, del que
salía con frecuencia a echar un rapapolvos al primero que se le pusiera a tiro,
especialmente al 2º Jefe y jefe del Estado Mayor, en mi opinión porque era una
persona con mucho mejor aspecto, alto y nada cabezón. Estuve encargado de la
escuadra de gastadores durante seis meses, en los que tuve tiempo a llegar a
ciertas conclusiones que expongo a continuación, para ampliar a renglón
seguido. En mi opinión, el coronel enano padecía una suerte de neurosis
obsesiva, que le hacía actuar siguiendo determinados impulsos irrefrenables, y
que eran los siguientes: afán desmedido por la limpieza, y fijación por la
simetría y la sobreidentificación, que paso a detallar más ampliamente. Sobre
la limpieza, lo primero que hay que reseñar es su aspecto más que pulcro,
pulimentado, como si acabara de salir de la lavadora con abrillantador, a lo
que colaboraba un uniforme siempre impecable, con el que debía tener muchos
miramientos al sentarse y levantarse, e incluso posiblemente al caminar,
doblando poco las rodillas a tal efecto. Quizás exagero, pero nadie podrá
desdecirme de la impresión que causaba su escaso pelo, ineludiblemente cargado
de brillantina, que en ocasiones bajo la gorra tenía todo el aspecto de un aura
de difícil definición. De todas maneras, con ser importante, no era esto (ni siquiera
añadiendo el exquisito cuidado que tenía en llevar los zapatos refulgentes y
las uñas hechas), lo más sobresaliente de su obsesión por la limpieza, sino el
hecho de no admitir fuera de si mismo nada que ni remotamente pudiera recordar
a un lugar habitado por seres humanos. Baste, como ejemplo, el hecho de que el
cuartel era pintado una y otra vez sin solución de continuidad, pasando del
esmalte a la pintura plástica y el enjalbegado según las zonas de que se
tratara, y los suelos barridos cada quince minutos mediante los métodos
habituales, y bimensualmente tratados con pulidora y abrillantadora los de
loseta, y encerado a fondo los de parquet en las zonas nobles, además de una
desinfección y desinfectación semestrales. Le molestaba hasta límites
difícilmente imaginables, que los enseres y útiles de limpieza no fueran
asimismo limpiados exhaustivamente, por ejemplo, el ver más de dos colillas en
un cenicero (fui testigo de ello), le costó a un oficial de guardia una
reprimenda sangrienta, librándose de un arresto disciplinario por un ataque de
tos que le tuvo convulso durante diez minutos, dado el esfuerzo realizado al
gritar al oficial lo inadecuado de su conducta. Puede parecer de nuevo una
exageración, pero quizás colabore a dar credibilidad a mi relato el hecho de
que el día que me presenté ante él para despedirme, y no serían más de diez
minutos los que me mantuvo en su despacho, salió tres veces a los aseos para lavarse
las manos (lo noté porque cada vez que volvía se las venía sacudiendo: las
toallas, incluso propias, debían inquietarle). Otro de los aspectos que aquel
periodo en sus proximidades, me permitió certificar, fue su inusual tendencia a
la sobrevaloración de la simetría, algo que se hacía evidente en su exigencia
de que fuéramos rapados casi al cero, y que ni un pelo sobresaliera más que
otro por debajo de la prenda de cabeza, ya fuera en el interior del recinto
regimental o en el campo, en donde en cierta ocasión, en plena comida de
confraternización con otros ejércitos, ordenó al capitán Peláez que fuera a
peinarse de inmediato (era este un tipo agitanado con un pelo fosco y rebelde
de difícil doma). En la uniformidad también se hacía evidente su querencia por
la simetría, exigiendo a todo el mundo un trato parejo a ambas partes del
uniforme, hasta el punto de que era sabido por todo el mundo su exigencia de
nadie llevara las estrellas en la
bocamanga o las hombreras disparejas (o los galones de quienes, por pertenecer
a la Armada, él llamaba con sorna “marineritos”). Asimismo era por todos sabido
que veía con buenos ojos (no podía exigirlo) que nadie llevara identificaciones
de cualquier tipo en un lado del uniforme, y en ese sentido él mismo daba ejemplo,
y excepto en actos estrictamente oficiales, jamás se colocaba las medallas o
los pasadores de las mismas, que a su edad, le correspondían en buena lid. En
este apartado puede considerarse su tendencia a ver el mundo como un lugar
compuesto exclusivamente por líneas rectas, según él de mucho mejor manejo que
las curvas, que exigían el empleo de una geometría y trigonometría mucho más
complicadas. Aunque parezca mentira, redujo a escombros cierto lugar ovoidal en
la muralla del cuartel, que albergaba una hornacina con una escultura de la
patrona del cuerpo, y lo convirtió en una especie de casamata rectangular,
donde, siendo muy devoto, mando construir otra hornacina sui generis con la
virgen susodicha. Era un ser euclidiano, quizás solo se trataba de eso.
Abundando en el tema, es de reseñar que yo mismo fui testigo involuntario de
esta tendencia. En cierta ocasión, al cruzarnos en el patio de armas, le saludé
militarmente con tanta energía que mi gorra salió disparada por el impacto de
mi mano, quedando a sus pies. La ocasión se prestaba a todo tipo de chanzas,
pero debo decir que el coronel, sin pestañear siquiera, me dijo poco después de
cuadrarme de nuevo: “Ginés, eso le pasa por andar escorado hacia la izquierda”.
El último aspecto reseñable en el coronel enano era, como dije más arriba, su
desmedida afición a la redundancia, o para ser más preciso a la
sobreidentificación, de la que daré solo unos ejemplos. Como también se dijo
antes, su obsesión por la limpieza, hizo que poco después de tomar el mando del
regimiento, el acuartelamiento se viera invadido por toda una colección de
objetos cuyo fin era tratar que todo permaneciera inmaculado, concretamente a
base de papeleras y ceniceros. Algo, después de todo lógico en quien pretendía
que aquel lugar permaneciera más limpio que una patena, pero que podía empezar
a chocar cuando en cada uno de tales cachivaches hacía escribir el objeto de su
cometido. Es decir, sobre cada una de las papeleras estaba escrita la palabra
“papelera”, y en uno de los lados de cada uno de los innumerables ceniceros
había un letrerito con la palabra “cenicero”. En resumen, el objeto en sí y su
forma no le parecía suficiente, algo que, para parecer más razonable, le hacía
decir que de tal manera los analfabetos –incapaces de leer- tendrían que
espabilar. También mandó instalar un buen número de escupideras, que solo
retiró a instancias del Comandante Médico, al decirle que aunque la
tuberculosis y las afecciones pulmonares eran aún frecuentes, tal hecho no
haría sino empeorar las cosas. Incluso en un momento determinado ( y esto
enlaza con el primer punto tratado aquí), ante la llegada de ciertos fondos
imprevistos para la unidad, encargó una remesa de maquinas limpia-calzado que
en aquella época empezaban a ponerse de moda, y que instaló en varios lugares
estratégicos cerca de la zona donde formaba el personal franco de servicio para
salir a la calle, pero que inesperadamente aparecieron cierto día por la mañana
totalmente destrozados, sin que, sorprendentemente, el coronel Gutiérrez
reaccionara en absoluto (las malas lenguas dijeron entonces que la empresa que
le vendió los aparatos pertenecía a su cuñado, algo que haría la situación más
comprensible). El coronel enano era, como creo que ha quedado demostrado, un
personaje singular, que si bien era difícil de tratar con indiferencia,
introdujo en nuestra vida militar una variante por la que es posible que
algunos tengamos que estarle agradecidos de alguna manera, por ejemplo, en la
de inventarnos estrategias para desaparecer en los momentos en los que nuestra
vida corre determinados riesgos que no nos merecer la pena soportar. De todas
maneras, el día que ascendí a capitán y fui destinado a una batería de costa en
Lugo (sobre esto escribiré otro día), me recibió, como dije más arriba, en su
despacho y estuvo bastante cordial conmigo, independientemente de que su
discurso se viera con frecuencia interrumpido por su compulsión a lavarse las
manos cada tres minutos, o chorrear sin misericordia a su segundo jefe. Durante
los mismos, me dijo para mi perplejidad, que estaba perfectamente al corriente
del estudio al que le había sometido durante aquel tiempo, y que quería darme
las gracias, pues nunca nadie le había hecho tanto caso, algo que me agradecía
con independencia de mis conclusiones, que, después de todo, “le tenían sin
cuidado”, momento en el que me alargó la mano y pude ver en sus ojos una cierta
mirada de complacencia y sorna, pues era evidente que intentaba que me llevara
un recuerdo indeleble de aquellos instantes en los que dejó la mía chorreando.
viernes, 14 de diciembre de 2012
VICTIMAS
La víctima (*) sintió que nada era lo que le
había parecido hacía apenas unos segundos. Había sido alcanzado por los
disparos, y, tirado en el suelo, percibió de repente el mundo de una manera que,
en sus circunstancias, no le parecía razonable. Tuvo entonces la certeza de que
pronto iba a morir, y no obstante, le embargaba una sensación idílica de paz,
como si en ese brevísimo transcurso del tiempo, su mente hubiera sufrido un
cambio incomprensible. El frío en el bosque era intenso, y se hallaba tumbado
sobre la nieve, pero tales hechos no le afectaban para nada: tenía la sensación
de hallarse en un lugar apacible y acogedor. Supuso que los disparos debían
haberle alcanzado en algún lugar de la cabeza y afectado a una zona importante
del cerebro, desconectando de inmediato su sistema nervioso o algo parecido. Incluso
se sentía relajado, como si en esos momentos estuviera disfrutando del verano
en una playa cerca de los árboles, entre los que podía ver al sol en lo alto,
brillando en el azul del cielo. Sentía correr sobre su frente y deslizarse por
sus mejillas un hilo grueso y oscuro de un líquido que le llegaba hasta la
boca, y supuso que era su sangre, pero, al probarla, tuvo la sensación de ser
una agradable mezcla de vino amontillado y vainilla. Pronto pudo ver cerca de
sus ojos el cañón de una pistola apuntándole, y tuvo entonces la certeza de que
iba a morir de inmediato. Después vio la cara del verdugo detrás de su brazo
extendido, y comprendió que le iban a rematar. Tuvo tiempo sin embargo de
mirarle a la cara, contraída con una mueca de horror, como si no quisiera ver
lo que estaba haciendo. Lamentó no llegar a decirle que no se preocupara: a él
le parecía un ángel.
Viéndole desaparecer (*) tras la escollera, para
tranquilizarme, yo me aferré a la imagen de mi amigo cuando poco antes paseábamos
tranquilamente por el paseo marítimo. Era un tipo encantador cuya compañía siempre
me resultaba grata. Habló poco, eso es cierto, pero hasta entonces me había
escuchado con suma atención, como si
verdaderamente estuviera muy interesado en lo que le estaba contando, e incluso
reflexionara seriamente sobre ello. Para nada daba la impresión, tan habitual
en muchas personas que, cuando hablas con ellas, casi de inmediato olvidan lo
que acaban de oír, y contraatacan contándote cualquier cosa que les viene a la
cabeza. Por eso me sorprendió cuando, poco antes de llegar al muelle, enmudeció
totalmente y empezó a mirar hacia otro lado, dando la impresión de
desimplicarse totalmente de lo que le estaba contando. Se trataba sin embargo
de un asunto grave, pues resultaba que mi hijo pequeño, Juanito, de apenas seis
años, había sido intervenido pocos días antes de una apendicitis, y en las
últimas horas parecía que el postoperatorio se había complicado. Yo me quedé un
tanto sorprendido, pues su conducta no era en absoluto la habitual, que como
dije más arriba, era la de una persona afectuosa y comunicativa. Por si lo
dicho fuera poco, ya cerca del final del muelle aceleró el paso y se distanció
claramente de mí, que me vi obligado a levantar la voz para contarle los
últimos detalles de la visita del médico aquella mañana. Pero ni por esas.
Acabé gritándole la posibilidad de una septicemia, cuando inesperadamente cogió
carrerilla y se lanzó al agua desapareciendo poco después detrás de la
escollera con un crawl elegante y fluido.
(*) EL FRÍO.
Thomas Bernard (Anagrama)
miércoles, 12 de diciembre de 2012
PRESENTACION
Esta presentación, en lo que a mí concierne, consta de tres partes, a, b y c, como podrán ver a continuación.
a) Generalidades
Queridas amigas y amigos, si recurro a leer lo que viene a continuación, es, como bien podéis suponer, porque no estoy acostumbrado a improvisar y así me resulta más fácil. No quiero, sin embargo, que os llaméis a engaño, debéis saber que en su día, eran otras circunstancias, e incluso llegué a soltar pequeñas arengas a ciertos grupos de personas reunidas a mi alrededor, aunque, si he de ser totalmente sincero, no lo hacían motu propio, sino que no tenían otro remedio. Cada cual podéis pensar lo que queráis, después de todo la Plaza de Oriente no está tan lejos y siempre hay autobuses dispuestos a ser fletados. Fin de este apartado. Estamos pues aquí reunidos, como antes os ha dicho mi amigo Antonio, para presentar unos libros que he escrito en los últimos tiempos, o que se han escrito ellos mismos, pues como ya habréis oído decir, a partir de cierto momento los personajes de una novela, una narración o incluso de una poesía toman el mando y el autor pasa a la retaguardia. Claro que aquí no se trata, como bien podéis imaginar de retaguardias, donde como sin duda sabéis en determinadas situaciones se cometen auténticas salvajadas, sino de la modestia (con perdón) de unos libros escritos a contracorriente, y en mi opinión difícilmente clasificables, y lo digo yo, que, al menos en teoría, soy su autor. Estos escritos tienen en general una ventaja que quiero recalcar de inmediato, se trata de narraciones breves que uno puede abandonar en cuanto quiera para pasar a la siguiente, etc (de la poesía se puede decir lo mismo) o incluso abandonar definitivamente sin gran merma de la propia autoestima (algo que, por ejemplo, no pasaría con “El Quijote”). Es esto algo muy útil para leer en el Metro o poco antes de dormir, en esos momentos en que, vencidos por el sueño, los libros se nos caen de las manos. No se trata pues de “Los hermanos Karamazov”, de “Guerra y paz” ni de Madame Bovary, en los que saltarse una página nos puede dejar in albis el resto de la trama. Quiero sin embargo advertir que algunos tienen su intríngulis, y dentro del escenario (esto es una metáfora, como bien comprenderéis) puede haber más de lo que parece a primera vista. Hay narraciones poéticas, dramáticas, y sobre todo, irónicas y satíricas, en los que el autor, camufla con humor lo que el lector debe llegar a descifrar. Vosotros tenéis la palabra.
2) Biografía del autor.
Nací por casualidad en un pueblo de Santander, de cuyo nombre me acuerdo perfectamente, pero no viene al caso, siendo mi madre de Madrid (Madre-Madrid, que casualidad, mira por donde) y mi padre de Huesca. Estudié el Bachillerato allí mismo, e ingresé en la Marina a los dieciocho años aproximadamente, poco después de que me saliera la barba. Permanecí en ella otros veinticinco, en los que no tuve que invadir ningún país ni siquiera defender el propio, aunque estaba bien entrenado y era apto. Estudié Periodismo en mis horas libres, y para finalizarlo hice una especie de tesina sobre un tipo que escribía muy bien, aunque fuera algo inquietante y tuviera una especial querencia por las cucarachas (ya saben), tras lo cual estuve a punto de estudiar entomología, dada mi querencia por los dípteros, coleópteros y artrópodos de cualquier orden. A los cuarenta y tres años, dije adiós a las armas, y me dediqué durante un breve periodo a la venta de circuitos cerrados de televisión, volumétricos, cerraduras, y en general, candados de todo tipo. Poco después, dada mi afición y cualidades medias, me dediqué a la enseñanza del tenis tras sacar los títulos correspondientes en la Federación Nacional del gremio. En este sentido, rogaría a los principiantes que no se obstinen con el revés liftado a un a mano: es complicado. Recomiendo el revés a dos manos, útil también para quien quiera pasarse al golf, e incluso para quien se decida por el toreo de salón. Y aquí estoy ahora, dedicándome estos últimos años a escribir sobre cualquier cosa que me venga a la cabeza, e incluso a cualquier otro lugar de mi anatomía que aunque no sea llamado así, cumple, llegado el momento, unas funciones parecidas e incluso superiores. e igual de rigurosas.
3) Otros (como se escribe un relato)
Un vaso de vino
Una nariz
Una peluca
Un sombrero
Eso es todo. Muchas gracias.
TABIQUES
Sin que me preguntaran, tenía la certeza de lo que les preocupaba. Siempre les parecí un niño tímido al que más valía espabilar pronto, si no se quería que con el tiempo llegara a ser un joven raro y un adulto definitivamente desquiciado. Con frecuencia les oía hablar sobre mí desde la habitación de al lado después de comer. Ellos no podían imaginar que pudiera hacerlo porque hablaban intencionadamente en voz baja, pero ya por entonces yo había aprendido una técnica infalible para escuchar las conversaciones a través de los tabiques. Bastaba con poner un vaso de cristal con los bordes contra la pared y la oreja bien pegada a la base. No era sencillo y llevaba cierto aprendizaje, pero con el tiempo acabé encontrando un lugar en el tabique donde podía oírles como si hablaran por un altavoz. Normalmente era papá el que solía empezar la conversación, aludiendo a algo que había sucedido durante la comida y de lo que, como no, yo era el desafortunado protagonista. Lo que parecía molestarle más es que hablara poco o que, como mucho, solo comentara algo cuando se me preguntaba directamente, pero el hecho de que jamás tomara la iniciativa le desquiciaba, y a través de la pared podía intuir la cara de mal genio con la que se dirigía a mamá, como si la pobre tuviera la culpa. Ella trataba siempre de echarme una mano, e intentaba hacerle ver que el que yo fuera de pocas palabras no era un síntoma negativo, sino solo una forma de ser. “Es un niño introvertido, eso es todo”, era su expresión favorita, con la que pretendía calmar a papá, cuyo enfado parecía aumentar según pasaban los minutos, hasta que finalmente daba un puñetazo en la mesa y se levantaba airadamente, momento en el que yo salía por la puerta opuesta, no fuera a ser que me cogiera con las manos en la masa. En algunas ocasiones, para capear el temporal, mamá se ponía de su lado y confirmaba lo que decía mi padre con afirmaciones breves y poco significativas, tipo “sí, claro”, “puede ser”, “eso parece” y otras por el estilo, con las que intentaba desinflarle y que se tranquilizara. Mis otros hermanos no querían saber nada, y normalmente ya se habían ido, aunque era evidente que estaban al corriente y que también ellos me consideraban un bicho raro, pero tenían otras cosas más importantes en las que pensar. En ocasiones me irritaban sobremanera cuando al cruzarse conmigo me daban pescozones, o hacían una mueca significativa de que no me consideraban que anduviera muy bien de la cabeza (bizqueaban, sacaban la lengua y cosas por el estilo), aunque para no tomármelo demasiado a mal, prefería acabar pensando que eran muestras de afecto que no sabían como demostrar de otra manera, a una edad en las que todos deberían andar con las hormonas revueltas. Yo era el pequeño de cinco, y los otros, todos varones, andaban entre los doce y los veinte. La situación con el tiempo se me empezó a hacer verdaderamente desagradable, y empecé a urdir estrategias para tranquilizar a todo el mundo, pero sobre todo a mi padre, del que temía que de seguir así, acabaría llevándome a un reformatorio o un colegio para niños problemáticos o algo parecido. Pero lo cierto es que no se me ocurría nada, y que, a pesar de todo, yo me sentía bien en aquella familia de seres malhumorados o excesivamente hormonados (excluyo de ambas acepciones a mi madre, naturalmente). Para mí era suficiente escucharles y estar atento a las majaderías que contaban, aunque algunas, todo hay que decirlo, me resultaban muy divertidas. Mi padre era otra cosa, pero también me gustaba oírle contando los acontecimientos que sucedían en la fábrica donde trabajaba, a los que solía aludir como si se tratara de una tragedia griega, independientemente de que el asunto versara sobre una caída súbita en la tensión eléctrica, que había parado la producción durante media hora, o simplemente de lo difícil que le resultaba hablar con el subdirector por la tremenda halitosis que padecía. Según pasaban los días, sentía que me iba poniendo más nervioso, pues no se me ocurría nada para ser más participativo y que mamá no tuviera que escuchar día sí y día no, las diatribas de papá contándole lo preocupado que estaba por mi actitud. Además, de tanto pegar las orejas al culo del vaso, empecé a darme cuenta de que estaban empezando a tomar un color rojizo virando al morado, que pronto iba a levantar sospechas y acabarse descubriendo mi costumbre, lo que debo confesar que me espantaba, no solo por lo que podían decir de mí, sino porque en algunas ocasiones les oía hablar de otros temas, que sin saber exactamente a qué se referían, si intuía que era algo no apto para menores, cuando, por ejemplo, mamá un tanto irritada le decía a mi padre “¿qué quieres que te diga, Lauro, no me apetece, y ya está”. Finalmente se me ocurrió una idea que en principio estimé como genial, impropia de un crío como yo que no descollaba en absoluto en su clase de los primeros años del bachillerato. Al menos de esta manera, estaba seguro de llenar el hueco que mi oprobioso silencio durante la comida hacía que mi padre se saliera de sus casillas. Así que un día me decidí a tomar la palabra entre el primer y segundo plato, cuando mi progenitor empezaba a dar síntomas de agitación ante mi mutismo. Dije, y creo que de todas maneras era la primera vez que todos los presentes lo oían con tal extensión, lo siguiente: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga en antigua, rocín flaco y galgo corredor…”. Y así durante tres minutos durante los cuales todos me miraron con cierta cara de perplejidad, que en mi padre era simplemente de estupor, de tal manera que al terminar mis hermanos me aplaudieron, mi madre me miró con emoción y mi padre se levantó de la mesa y no volvió a aparecer. La verdad es que no supe como interpretar correctamente sus reacciones, y solo cuando el jolgorio de mis hermanos rompió el silencio que se había establecido, supe que algo no encajaba en la situación, lo que a su vez me dejó tan preocupado que me limité a encerrarme en la habitación sin emplear ese día el vaso ni el tabique, después de que mamá me pasara una mano por el pelo y me llamara “cariño”. Quizás el fracaso había consistido en que no había elegido el libro adecuado, aunque es verdad de que no tenía demasiadas opciones, pues en casa no pasarían de la veintena. Días después, sin embargo, me atreví a reiniciar mi táctica, y a los postres, después de anunciarlo, les recité algo que había encontrado en un librito casi escondido detrás de los otros y que decía así: “Fabio, las esperanzas cortesanas, prisiones son do el ambicioso muere y donde al más astuto nacen canas. El que no las limare o las rompiere, ni el nombre de varón ha merecido, ni subir al honor que pretendiere…”. No pude terminar, mamá se echó a llorar y papá permanecía demudado en su silla sin pestañear. Mis hermanos esta vez se mantuvieron en silencio, porque cuando uno de ellos intentó reírse, papá le echo una mirada fulminante que le hizo cerrar la boca de inmediato. Permanecimos así un buen rato en el que nadie dijo ni una sola palabra, hasta que papá se dirigió a mí con una cara que me emocionó, porque nunca le había visto llorar, y dijo “…Ya, dulce amigo, huyo y me retiro de cuanto simple amé; rompí los lazos. Ven y verás al alto fin que aspiro, antes que el tiempo muera en nuestros brazos”. Todos lloramos durante un buen rato, aunque si debo decir la verdad, yo no entendía nada.
ESPIRITUS
Lo que podría (*) haber sido aquello, en esos instantes me era totalmente ajeno. Fue solo un segundo durante el duermevela del despertar en que debí abrir los ojos, y me pareció percibir una figura en la ventana. Porque yo por la noche cuando me acuesto, no cierro totalmente la persiana, solo la bajo hasta la mitad: me gusta que entre temprano la claridad del día. Dije que fue un instante, pero quizás me equivoco y solo se trató de uno de esos sueños que se recuerdan vagamente poco después, y que enseguida desaparecen, a menos que se los ponga por escrito de inmediato. Yo tenía muchos guardados en varias libretas, y de vez en cuando los echaba un vistazo. Era una forma de viajar al pasado, y no solo porque efectivamente los había tenido tiempo atrás, sino porque quien los soñaba, siendo yo mismo, no era ya el de entonces, y lo soñado, normalmente trataba de personas, situaciones y parajes que nada tenían que ver con mi vida real. Bueno, miento, porque es verdad que a veces se colaban en ellos personajes que conocía, aunque en general los percibía entre una densa niebla que no me hacía fácil reconocerlos. Esta vez, sin embargo, me pareció algo diferente, que no recordaba en absoluto de otras ocasiones, incluso podría decir que más que algo real o que un sueño, se había tratado de una impresión que no formaba parte de ninguno de los dos mundos. Una realidad desprendida de un sueño, o un sueño tan difuso y vaporoso que no tenía nada que ver con el mundo de los vivos. Tuve necesidad de contárselo a alguien, y se me ocurrió que nadie mejor que Laura (una vecina de los apartamentos), para tratar de dilucidar de qué podría tratarse. Era una chica de mi edad, muy romántica e imaginativa, pero sobre todo muy fantasiosa, que estaba seguro que iba a escudriñar todos los rincones imaginables de mi espíritu para tratar de hallar una respuesta. Cuando finalmente me decidí a contárselo, no reaccionó con el entusiasmo que yo esperaba al ofrecerle la posibilidad de lucirse echando a volar su fantasía. De hecho, reaccionó de una forma diametralmente opuesta, y se empeñó en que tratara de recordar con precisión las circunstancias que rodearon al hecho: la hora, la intensidad de la luz por la ventana, mis sensaciones físicas al levantarme y otros detalles que no hacen al caso. Pero, sobre todo, insistió en que debía tratar de describir con la mayor precisión posible lo que “había visto o sentido” en aquellos instantes, no valían descripciones someras o aproximadas, debía estrujarme el cerebro para dar con las palabras exactas, de otra manera no podría hacer nada por mí. Me dejó bastante decepcionado, porque, creyendo conocerla, esperaba que enseguida fuera ella la que pusiese a trabajar su imaginación, y no que fuera yo quien tuviera que hacerlo. De todas maneras, ya que esa era la única oportunidad que yo veía factible para aclararlo, pasé un buen rato intentando sacar de mi mismo lo más aproximado a una definición de aquella sensación fantasmagórica que había tenido, aunque en varias ocasiones estuve a punto de rendirme diciéndole que abandonaba, que, después de todo, aunque me inquietaba, no era tan importante. Finalmente tras varias reuniones en las que lo más que llegué fue a balbucear algunas palabras inconexas o frases sin sentido, llegué a decir “sombra, una sombra”, algo con lo que Laura pareció conformarse hasta el día siguiente, que nos veríamos de nuevo. La verdad es que aquella chica me estaba despistando, pues en el fondo yo deseaba que me hubiera dado una explicación imaginativa o fantasiosa de las que acostumbraba en cualquier orden de cosas, pero seguía confiando en ella, y decidí aceptar el reto que me estaba planteando. Había cambiado, es cierto, pero a lo mejor su nueva forma de abordar los asuntos era la adecuada para ayudarme. Nos volvimos a reunir al día siguiente en mi habitación, ella, supongo que con cierta ironía, la llamó “el lugar del crimen”. Para que no hubiera malentendidos posibles, los dos nos sentamos en unas butacas de las que yo solo me servía para colocar (¿) mi ropa cuando me iba a la cama, me mudaba, o me ponía los zapatos. Allí le repetí por enésima vez, la manera en que yo había percibido aquella extraña sensación días atrás poco antes de despertar, Laura estuvo muy escrupulosa con los detalles como los días anteriores, e incluso me hizo señalar con minuciosidad el lugar de la ventana donde creí tener la extraña aparición, y después me preguntó por su color, forma y movimiento. La verdad que yo estaba empezando a desquiciarme y casi me arrepentía de haberle preguntado nada. Me hubiera conformado con cualquier tontería esotérica de las suyas, y me estaba sintiendo acosado por algo que a esas alturas estaba dejando de interesarme. Afortunadamente, después de sacar una libreta y escribir en ella unas notas que no me dejó leer, me dijo que había llegado a la conclusión de que lo que me había pasado es que había visto o soñado, la cosa no tenía en su opinión ninguna importancia, un cuervo o un murciélago, que a principios de verano eran muy habituales por allí. Para acabar ya, le dije que creía que tenia razón y que me sentía muy satisfecho con su explicación, y que no deberíamos darle más vueltas. “Ha sido algo sin importancia y debes olvidarte de ello” me respondió con un tono casi imperativo que me sorprendió. Laura estaba ese día guapísima a esas horas de la tarde, casi ya de noche, embutida en unos pantalones y un top rojo muy ceñido bajo una de capa negra, sujeta a la altura del cuello por una especie de gargantilla de plata. Sus manos tan blancas y su tez tan pálida, casi lívida bajo su pelo azabache, que en otros momentos me hubieran extrañado, me resultaron en esos momentos irresistiblemente atractivos, pero al irse, cuando el vuelo de su capa dibujó una sombra sobre la pared, tuve un escalofrío y la seguridad de que se trataba de ella.
domingo, 9 de diciembre de 2012
TRITONES
Somos un matrimonio ejemplar, o una pareja si se quiere, ya
se sabe que hoy en día hay que tener mucho cuidado con las denominaciones que
damos a las cosas, no vaya a ser que alguien se sienta discriminado. Pero
bueno, en nuestro caso lo cierto es que nos casamos hace ya más de cuarenta
años por la iglesia, como entonces era costumbre, y nos ha ido bastante bien
así. A los efectos que aquí interesan, como pronto se verá, no hubiera
importado que fuéramos gays o lesbianas, pues lo nuestro se trata de
características que todo el mundo puede compartir con independencia de su
opción sexual. Dije que éramos una pareja ejemplar, ciñéndome al concepto común
que tiene mucha gente de quienes no solo
se llevan bien, sino que disfrutan juntos de gran parte de sus actividades y
aficiones. Para empezar, y este es el quid de lo que sigue, como pronto se verá,
somos dos seres especialmente acuáticos, y que nadie se confunda, no somos
peces, sino que tenemos una afición que me atrevería a calificar de desmedida
por el agua, sin ser Paco un tritón ni yo, que me llamo Laura, una náyade ni
una sirena. Nos conocimos en la playa, como no es difícil de suponer dicho lo
anterior, y más precisamente dentro del agua, más allá de las olas, que ya se
sabe que en la costa asturiana es corriente que rompan con cierta dureza.
Posiblemente estábamos ya en el límite de lo aconsejable, aunque en aquella
época los vigilantes brillaban por su ausencia en aquel tipo de playas, y
aquella era poco más que una cala. Sin ni siquiera hablar a pesar de la
proximidad, pronto supimos que estábamos hecho el uno para el otro, y si no
eso, sí que teníamos unas afinidades que no nos pasaron desapercibidas desde
ese mismo momento. Antes de acercarnos, ambos estuvimos gozando de la situación
al realizar en él todo tipo de cabriolas, empezando por la plancha como punto
de partida y siguiendo con diversos tipos de estilos, sobre todo mariposa y
delfín con y sin tirabuzón, por encima del agua. Paco era mejor que yo, debo
reconocerlo, pero también estaba más entrenado y era lo lógico. Cuando por fin
nos reunimos, casi ni nos dirigimos la palabra, pues se hizo de inmediato
evidente que queríamos componer a dúo unas cuantas figuras de las que más tarde
se harían famosas con la selección nacional de natación sincronizada. Del agua
salimos prácticamente novios sin necesidad de más parlamentos, y nos casamos a
finales del verano en Ribadesella. Mi familia puso algunos peros al principio,
pero desde que se enteraron que Paco era Ingeniero Naval (como por otro lado no
podía dejar de ser) y tenía un puesto de dirección en la Bazán, se les acabaron
todas las objeciones. Nos casamos en una ermita cerca de la costa, y al terminar
la ceremonia nos dimos un baño con los trajes de novios puestos (algo
aligerados para decir toda la verdad, pues en mi caso con la cola del vestido y
el velo no hubiera sido capaz de hacer otra cosa que el muerto). Nos fuimos a
vivir a Ferrol (por entonces del Caudillo), y todos los años visitábamos la
ermita de San Andrés de Teixido (ira de morto o quen non foi de vivo) para
rememorar el aniversario de nuestra boda. Con los años nuestro renovado
chapuzón en tierras gallegas se hizo famoso e incluso llegó a figurar en el
folleto turístico de la zona. Yo pronto me quedé embarazada, y ni que decir
tiene que Julito vino al mundo mediante un parto dentro del agua, que ambos
considerábamos por aquel entonces mucho más sano y adecuado, sin tener que
pasar de la humedad y confort de la placenta al secarral que era en Agosto
Madrid, que es donde di a luz por un antojo de la familia política que no vamos
a remover aquí. La verdad es que el pequeñín era un bebé maravilloso, en el que
Paco y yo pronto vimos las trazas de un futuro campeón de natación, aunque si
debo ser totalmente honesta, también tengo que confesar que durante un tiempo
me pareció adivinar en el unos rasgos un tanto sorprendentes, pues los ojos,
siendo de chinito, como suele ser normal en niños muy pequeños, persistieron en
su forma durante un tiempo en el que casi vuelvo a recuperar la fe, y pedirle
al Altísimo que por nada del mundo consintiera que acabase convertido en un
congrio. Nuestra afición al agua no hizo más que crecer con el paso de los
años, y cuando quisimos darnos cuenta Paco y yo ya nos habíamos convertido en
unos hidrofílicos, incapaces de estar mucho tiempo lejos del líquido elemento.
Hasta llegamos a preocuparnos cuando al bañar por las tardes a Julito solo lo
sacábamos de la bañera cuando el pobre ya tenía la tiritona y estaba todo
arrugadito. Afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo y nos pusimos en manos de
un terapeuta especialista en este tipo de dolencias, lo que de todas maneras no
impidió que poco después nos hiciéramos testigos de Jehová: el bautismo por
inmersión se nos hizo imprescindible. Nuestras vidas transcurrían sin embargo
con la tranquilidad que suele ser habitual en las familias de clase media de
provincias, bien es cierto que en nuestro horario cotidiano no podía faltar la
visita a la piscina y las duchas y abluciones a granel. Éramos los últimos en
abandonar el recinto deportivo municipal, siempre en compañía de nuestro
adorado Julito, que a veces se quejaba de que no tenía tiempo para terminar los
deberes, algo que su padre o yo misma solucionábamos a toda prisa antes de
meternos en la cama. El tiempo transcurrió con la rapidez que todos los viejos
le suponen, una vez que han llegado a una edad donde se hace evidente que
resulta mucho mas sencillo mirar hacia atrás que hacia adelante, más si cabe en
una tierra como esta donde abundan los vendavales y las tormentas debidas a las
bajas presiones del Atlántico, que enseguida se nos echan encima. Esto es algo
de lo que nunca dejamos de dar gracias a Jehová, pues dada nuestra querencia
líquida, siempre hemos podido disfrutar de un clima para nosotros ideal,
incluso, como bien saben los turistas en pleno verano. Siempre nos ha tenido
sin cuidado las críticas de nuestros vecinos y allegados, incapaces de
comprender nuestra afición al mundo de Tales de Mileto (*), y aunque hemos
tenido que soportar situaciones bastante tensas y violentas, hemos salido
adelante orgullosos de nuestros impermeables, katiuskas y gorros marineros para
la pesca de altura. Uno de nuestros mayores placeres lo han constituido las
tardes en las que en compañía de Julito (no tuvimos más descendencia), salíamos
a la calle con paraguas y lloviendo a mares, y recordábamos la famosa escena de
“Cantando bajo la lluvia” cogidos de la mano. Hasta el mismísimo Gene Kelly se
hubiera muerto de envidia si nos hubiera visto. La vida, pues ha sido generosa
con nosotros, y nos ha dado lo que más deseábamos. No hemos sido campeones de
natación y ni siquiera fuimos convocados por la Federación para los campeonatos
de Galicia, pero hemos contado con la cercanía de un mar pródigo en marejadas
que nos ha dejado con frecuencia el regalo de sus aguas desatadas en los
muelles, pantalanes y espigones de todos los puertos gallegos que hemos
visitado cuando la ocasión era propicia. Julito se independizó hace tiempo de
nosotros y se casó con una chica de la tierra también muy aficionada a los
meteoros acuosos, y en la actualidad vive el La Coruña, de donde dice que le
tendrán que sacar con los pies por adelante, a no ser que el índice de
pluviosidad de su nuevo destino no disminuya un ápice del que tan felices nos
ha hecho hasta ahora.
(*) Famoso matemático y filósofo griego, que además de ser
conocido por cualquier alumno de bachillerato por sus celebérrimos teoremas de
geometría, afirmaba que en la naturaleza todo está compuesto por agua.
lunes, 3 de diciembre de 2012
BUHARDILLAS
Nunca había entrado en la buhardilla y sin embargo estaba
allí al lado: su puerta a pocos pasos de la de mi habitación. No es que no
tuviera la curiosidad de ver lo que había dentro, ni siquiera de que no me
atreviera. Se trataba mas bien de una especie de tabú familiar transmitido a través de los años, que hacía que aquella
puerta cerrada fuera un hecho que ni debía considerarse, de la misma manera que
una persona respira y nunca se pregunta por la composición química del aire. A
pesar de todo, un día inesperadamente la encontré entornada, y no pude resistir
la curiosidad de saber qué había dentro. Entré pues finalmente en aquel sancta
sanctorum al cabo de muchos años, y me encontré en un lugar angosto y un tanto
inquietante, pues el techo, sostenido por unas gruesas vigas de madera oblicuas
bajo el tejado, hacía el recinto un tanto agobiante, por el que uno debía
desplazarse doblando el espinazo. De todas maneras, lo que más llamaba la
atención enseguida, era la enorme cantidad de polvo acumulada sobre los muebles
y enseres allí depositados, entre los que, como en algunas películas de terror,
destacaba un caballito de madera sobre un balancín, con el que me tropecé y me
dio un buen susto poco después de entrar. Lo más sorprendente, sin embargo, fue
encontrar al final del habitáculo, tras doblar una esquina en ángulo casi
recto, un bicho que tenía todo el aspecto de ser un pavo, pero que
sorprendentemente ni siquiera se movió al verme. El pobre no parecía estar para
muchos trotes, y cuando echándole valor me acerqué, apenas emitió una especie
de cacareo lamentable que no había que ser muy avispado ni veterinario, para
concluir que estaba en las últimas. El espectáculo a la vista era un tanto
decepcionante para un chico como yo, que por entonces no había cumplido los
dieciséis, y que pudo imaginar que en aquel lugar secreto podrían encontrarse
algo más estimulante: a esos años la realidad se combina con mucha facilidad
con la imaginación. En el suelo, cerca del pavo, se hizo evidente a pesar de la
penumbra un tazón muy grande, que yo había vista hacía algún tiempo en la
cocina, y del que nunca me había preguntado su utilidad. Sin embargo, ahora
estaba allí, como si finalmente hubiera encontrado el uso para el que estaba
destinado. Un ente, por lo tanto, teleológico, como todos, y cuya existencia a
partir de las manos del alfarero que lo hizo, debía estar perfectamente
definida para encontrar en aquella buhardilla su verdadero destino. Se acercaba
la Navidad, y viendo el cuchillo al lado del tazón, no me fue complicado llegar
a la conclusión de que a aquel ave no le faltaba mucho tiempo para pasar al
otro lado del espejo. Entonces fue el momento en que se me hizo diáfanamente
claro el significado por aquellas fechas de los cacareos y carreras en el piso
de arriba, cuando, estando reunidos en el salón, mi madre se empeñaba en subir
el volumen de la radio o el tocadiscos. El matarife, como pronto pude darme
cuenta, era Josefa, la criada. Una persona abnegada y entregada en cuerpo y
alma a la familia, que, no obstante, era al mismo tiempo un ser sensible, para
quien hacer pasar a alguien al otro mundo suponía casi una tarea insuperable,
algo que, a pesar de todo, vencía finalmente, llevada por atavismos serviles,
después de decenas de generaciones en las que había aprendido que, de todas
maneras, lo fundamental era llevarse bien con los señoritos. Así pues, aquella
tarde pude ver por primera y última vez a aquel animalito acobardado al fondo
de la buhardilla (y posiblemente drogado para que su resistencia no se saliera
de los límites de lo que podría considerarse de buena educación). Pronto el
tazón recibiría la ofrenda para la que estaba destinado desde que fue
concebido, una sangre de la que nadie se acordaría cuando en la Nochebuena
todos celebráramos en familia la llegada al mundo de nuestro Redentor.
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