domingo, 23 de diciembre de 2012

PERCEBES


Vivo en una isla al norte de Europa cerca de Islandia, valga la redundancia. Conmigo está mi mujer, que al final accedió a acompañarme sabiendo mi pasión por la naturaleza.  Es una mujer de ciudad, de hecho es de Nueva York, el paradigma de las mismas, y no creo que haya que preguntar a demasiadas personas para confirmarlo, ni que, por lo tanto, nadie tenga muchas dudas sobre ello. No fue fácil convencerla, sobre todo teniendo en cuenta que tenemos a un crío de tres años, y tenía mucho miedo de que pudiera coger cualquier cosa, considerando que el primer dispensario médico está en una pequeña población a cuarenta kilómetros de aquí, y que la temperatura media, verano incluido, no sobrepasa los seis grados. Ya se sabe que los niños a esas edades suelen padecer pequeñas indisposiciones que, sin ser graves, enseguida inquietan a las madres, motivo sin el cual, paradójicamente, posiblemente nosotros los humanos no estaríamos hoy aquí. Afortunadamente, desde que llegamos no ha tenido nada excepto, un día con diarrea y algo la fiebre. Soy biólogo marino, y me dedico a investigar la fauna de esta costa, que me interesa sobremanera, aquí hay una gran cantidad de animalitos que a pesar del clima tan inhóspito, sobreviven por mecanismos que me interesa averiguar, y que junto con el estudio de una variedad de percebe autóctona, es uno de los objetivos principales de mi investigación. Elsa es una mujer de ciudad, como ya dije, acostumbrada a frecuentar a sus amigas, salir algunas tardes a merendar e ir al teatro, y a veces tengo mala conciencia, pues creo que la he forzado a un sacrificio que podía haberse ahorrado: bastaba que yo me hubiera venido aquí por temporadas para conseguir lo mismo. Pero lo hecho, hecho está, y no es cuestión ahora de ponerse a dar vueltas al asunto. Por otro lado, este tipo de climas forja un carácter apto para enfrentarse a cualquier reto del futuro, que siempre será menor, y quien sabe si Olsen, el niño, dará mucho que hablar tiempo adelante, quizás entonces él y su madre me lo agradezcan. Lo cierto es que para mí este es un lugar maravilloso, principalmente porque me permite trabajar en lo que me gusta, y además no me veo obligado a cumplir las obligaciones que se suponen son normales en un matrimonio joven, como son salir con sus amistades o recibirlas en casa por las tardes. Soy un hombre de pocas palabras, al que solo interesan los crustáceos, moluscos y animales afines, por lo que cualquier otro tema me acaba desquiciando. La política me tiene sin cuidado, y desde luego prefiero un régimen con la suficiente autoridad como para que la vida pueda transcurrir en orden y sin violencias que no arreglan nada, y sobre esto no quiero extenderme porque me intranquilizo, y acabo perdiendo los papeles cuando llegamos al marxismo y el pueblo sometido. Mi vida son los animales marinos y los anfibios. Eso es todo. Mencioné más arriba a los percebes, y quiero aquí dar una pequeña información sobre estos animalitos, suficientemente estoicos como para pasar la vida aferrados a las rocas a la espera de que una mar exagerada se los lleve por delante, o que unos mariscadores desaprensivos se acaben descolgando por los farallones, para arrancarlos y llevárselos al mercado donde se pagan a buen precio (los exportan). El hecho que en estos momentos me interesa destacar que la variedad que se da exclusivamente en esta isla y algunas de las próximas, es un crustáceo que ha desarrollado un vello denso y profuso sobre la uña (o capítulo), posiblemente como un medio de defenderse de la temperatura del mar, rondado los cero grados, y siempre a punto de congelarse. Estos pelos me obsesionan, pues en mi opinión le bastaría con la cutícula de la uña para sobrevivir, y finalmente no estoy seguro de que en realidad cumplan otra función, como podría ser la protección del pedúnculo (cuerpo). Eso es lo que estoy investigando con más precisión, para lo cual debo en ocasiones arriesgar la vida y ver la manera en que las olas impactan sobre los bichos, y si los pelos cumplen la función que les supongo. Los escasos habitantes de la isla tienen varias teorías sobre la vida de este animal (que ellos, desde luego, no comen). La primera es que los que son arrancados de la roca los días de mar gruesa, caen al fondo marino y son alimento de algunos peces, y otra, que ellos mismos, una vez autónomos, se convierten en peces y navegan hacia el sur, trocando los pelos por escamas. Si debo decir la verdad, después de casi un año aquí haciendo todo tipo de experimentos, no he llegado a ninguna conclusión fiable, con lo cual me veo abocado a regresar al mito, y dar alguna credibilidad a las leyendas de los naturales del país, lamentando en este sentido los cinco años de universidad que tuve que hacer para ser ictiólogo, cuando con un poco de imaginación podría haber llegado a las mismas conclusiones. Solo me tranquiliza, y esto es una confidencia que espero que no llegue más allá de los destinatarios de estas líneas, observar la gruesa trenza de Elsa, que según pasa el tiempo parece haber adquirido el grosor y calidad de algunas protagonistas del cine de Ingmar Bergman. Creo que solo por eso merece la pena seguir aquí. Aunque los percebes autóctonos sigan siendo un misterio, las noches árticas son mucho más llevaderas con una trenza de esa categoría en las inmediaciones.

CHUMBERAS


 La ciudad está poblada por dos tipos de personas: los que salen de casa antes de las siete de la mañana camino del trabajo y los que lo hacen después, bien sea porque el suyo comienza a una hora menos intempestiva o porque no trabajan. Esto, creo que todo el mundo lo puede entender, aunque no haya alcanzado una titulación universitaria. No hace falta para ello tener conocimientos avanzados de matemáticas, ni de temas que sean considerados equivalentes en otras áreas. Es posible, sin embargo, que muchos que sí lo hacen, no tengan una idea precisa del principio de incompletitud de Gödel, algo que no me hará que deje de dirigirles la palabra si llego a cruzarme con ellos, y la ocasión se presta a un intercambio verbal de cualquier orden. Claro que, de la misma manera que el hecho de que en la ciudad existan estos dos tipos de individuos, no quiere decir que no se den una gran variedad de otras posibilidades; siguiendo con el trabajo, por ejemplo, los que regresan antes de las seis de la tarde (funcionarios, en general) y los que no lo harán como norma antes de las ocho (altos ejecutivos, y el último turno de bomberos). Así pues, los habitantes de una ciudad pueden de esta manera considerarse en parejas agrupadas por una criterio de cualquier tipo, temporal y espacial (como ya consideró Kant en sus premisas “a priori”) fundamentalmente, aunque, si tenemos en cuenta a Einstein, no deberíamos olvidar la velocidad de traslación (Ejemplos de tiempo: ya mencionados. Ejemplos de espacio: Alcobendas y Denver. Ejemplos de velocidad: un taxista y un piloto de reactores). De todas maneras, estos criterios, siendo diferentes, nunca darán la imagen exacta de una ciudad, que puede quedar definida en líneas generales por una aglomeración de personas viviendo en una serie de edificios agrupados por unidades familiares, o de la especie que tenga a bien considerarse. Aunque parezca lamentable, una ciudad no se diferencia básicamente en nada más de un pueblo o de una gran urbe, tipo Nueva York o Sanghai, por decir algo. Incluso, rizando el rizo, un tipo solo en el desierto, podría ser considerado como una aglomeración de sí mismo, sobre todo en la medida que se trate de un individuo con una intensa vida interior. Esto último nos da una pista de lo que suele suceder en las ciudades por el mero hecho de agrupar a una multitud: la posibilidad de relaciones interpersonales y, como consecuencia de ello, la creación de polos industriales o creativos, que lo mismo pueden dar lugar a fábricas y empresas de todo tipo, que a casinos y centros culturales, además de cinematógrafos, restaurantes y bares de copas, si la vida nocturna adquiere cierto relieve. Un hombre solo, sin embargo, por muchas cualidades que tenga, e incluso con la posibilidad de personalidades múltiples que albergue, no será capaz de levantar ese entramado multidisciplinar por mucho que se empeñe: no hay que confundir la creatividad en sentido estricto, con el mero hecho de estar como una chota. Independientemente de todo lo anterior, puedo asegurar a quien tenga la paciencia de leerme, que mi vida, sin ser el paradigma de nada que merezca la pena reseñarse en ningún sentido, sí está colmada de una serie de acaecimientos que la adornan de valores, difíciles de obtener allí donde uno solo se tiene a sí mismo y a una cantidad indefinida de dunas y chumberas.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

EQUILIBRIOS


Cuando estoy de pie, en no pocas ocasiones siento un impulso súbito de tirarme al suelo ipso facto, sin importarme el lugar donde esté y las complicaciones que tal hecho pueda originarme. Es algo a lo que obedezco siguiendo un impulso que, en mi opinión, tiene más que ver con los instintos primarios que con las emociones, y desde luego los sentimientos o la inteligencia. Afortunadamente, hace ya unos meses que no estoy en el departamento de Relaciones Públicas de la empresa, donde tal cosa hubiera originado situaciones un tanto violentas, y dado una impresión nada favorecedora de la firma. Es algo, sin embargo que, cuando sucede, viene acompañado por una serie de consideraciones racionales, de las que soy plenamente consciente en el momento, lo que de alguna manera matiza lo dicho más arriba. Quiero decir que no me tumbo tras un proceso mental racional, sino que cuando lo hago, inmediatamente soy consciente de los motivos que me llevan a ello. Por lo que acabo de decir, creo que ha quedado claro, que en ningún caso me caigo o sufro un acceso neurológico desordenado que me lance al suelo, sino que me tumbo de la misma manera que podría haberme sentado o adoptado cualquier otra posición que mi cuerpo tuviera a bien en esos momentos. Antes de entrar en otras disquisiciones, debo decir que si adopto tal postura es porque es en la que me siento más a gusto, con independencia de que se trate del tendido prono o supino, aunque yo prefiero este último porque me permite una visión central y periférica más amplia y de mayor calidad. Aquí creo que, entrando ya en materia, es preciso decir que desde los primeros instantes en que me veo urgido a echarme por tierra, mi mente me traslada una serie de conceptos de orden ético que hacen evidente la idoneidad de tal acción. En primer lugar, viene la consideración referente a la conveniencia de tener una visión más modesta del mundo, como la que sin duda tienen la inmensa mayoría de los seres que reptan o simplemente se arrastran, y que cada cual piense en los que le apetezca. A mí, de entrada, se me ocurren las serpientes, los lagartos y toda la gama de insectos que pueblan  el planeta, si exceptuamos a los que vuelan. Quien sabe si, después de todo, la posición erecta de los homínidos una vez que bajaron de los árboles a la sabana, añadió a la que poco después fue nuestra especie, un orgullo indebido, con independencia que por entonces, fuéramos aún presa frecuente de los leones y otros felinos con malas pulgas y una necesidad perenne de proteínas. De todas formas, debo aclarar como addenda a lo dicho con anterioridad que, con frecuencia, cuando me veo sorprendido por ese afán irrefrenable de echar cuerpo a tierra, tengo la sensación de ser succionado hacia el interior por una fuerza inevitable que debe tener mucho que ver, en mi opinión, con la de la gravedad. Quizás se trate simplemente de eso, una sensibilidad excesiva de mi organismo a la fuerza que nos mantiene adheridos a la corteza terrestre, y que, de no mediar algunos inconvenientes, nos conduciría de cabeza (o mejor “de pies”) hacia el núcleo del planeta, en las proximidades del magma incandescente interior, donde hablar de calor sería una frivolidad. Y de eso sé yo bastante, siendo de toda la vida un aficionado irredento a los fenómenos geológicos, y especialmente los volcánicos, en los que en su día arriesgué mi vida en las proximidades del flujo piroplástico y las nubes explosivas del Krakatoa y el Mauna-loa (no es este el momento de hacer alusión a mis viajes exóticos, porque no tienen demasiado que ver con el tema que nos ocupa). El hecho, pues, de tumbarme en los momentos más impensados, podría constituir una defensa elemental contra ese pavor ancestral a ser succionado más allá del manto terrestre, sabedor de que la posibilidad de tal cosa es inversamente proporcional a la superficie implicada, y esto lo sabe bien quien ha intentado cortar una barra de pan, primero de forma natural y después de canto. Claro que estas disquisiciones las hago a posteriori, tranquilamente sentado en el sofá de casa o a mi mesa de trabajo, aunque en esta última  en determinada ocasión tuve que efectuar el cuerpo a tierra, al utilizar una silla pequeña, pero metálica, pesada y de patas finas, que con mi peso se hizo apta para el viaje que vengo comentando. Es posible que siendo yo una persona alta y esbelta (quiero decir, aunque parezca pedante, “con las proporciones adecuadas”), la fuerza gravitatoria se me aplique con una intensidad mayor que a un individuo obeso o simplemente gordo, dadas la resistencia de los materiales sólidos a ser penetrados. Que duda cabe que esta situación me ha originado situaciones desagradables, pero últimamente, mis familiares y allegados la acogen con una naturalidad sorprendente, a la espera de que los estudios médicos que me están realizando aclaren algo. Soy consciente, no obstante, de que con una frecuencia inusitada me llevan al campo, donde tratan de entretenerme y que no piense en ello, pero yo sé que lo hacen para no sufrir el bochorno de ver a un familiar próximo por los suelos entre la gente. Incluso es habitual que algunos de ellos, posiblemente para que no me sienta solo, se tumben a mi lado y contemplemos el cielo juntos. De hecho, me estoy haciendo un experto en nubes, de las que ahora llego a calibrar no solo su forma, tipo, densidad, color y movimiento, sino otras cualidades más sutiles, de las que la comparación con objetos y ciertos animales sería la menor. Soy ahora capaz, de acuerdo con algunas de sus características que no interesan ahora, de prever situaciones o acontecimientos del futuro, de la misma manera que otros pueden hacerlo leyendo la palma de la mano o los posos del café. A veces, al ver unos cúmulos arracimados en el horizonte, preveo el tiempo que hará al día siguiente o si la hepatitis de la abuela va a tener solución, aunque, como soy discreto, los malos augurios me los callo, no vaya a ser que me acaben llamando gafe. Cuando mi posición de tendido me hace tener la cara pegada a la tierra, suelo aprovechar el momento para realizar una sucinta aproximación al mundo cuántico, aunque sea incapaz de profundizar más allá de la hierba de la pradera o las piedras del camino. Qué más quisiera yo que adentrarme en ese mundo fantástico, poblado por las partículas elementales, especialmente los leptones y los quarks, de los que tengo un elevado concepto literario(*). La crisis, si es que tal cosa puede llamarse a este privilegio, suele terminar al cabo de unos minutos, nunca más de diez, y la finalización suele venir acompañada por unos temblores placenteros y una cierta sensación de calor muy agradable, supongo que debido a que durante unos instantes he estado en íntima comunión con la Madre Tierra (sirva este rapto lírico para describir una situación esencialmente agraria). Me han llevado al psiquiatra, que dice que no observa en mí nada especial, pero el neurólogo se empeña en recetarme unas pastillas espantosas, que hasta ahora afortunadamente no me han hecho ningún efecto. Y digo que afortunadamente, porque, quien sabe si esto que me sucede es una bendición, teniendo en cuenta que a la larga, todos estamos hechos para la tierra (aquí resulta aplicable el adjetivo de gafe que fue descartado más arriba). De todas maneras espero curarme: no gano para ropa.

(*) Palabra inventada por James Joyce, el escritor irlandés y utilizada en su novela “Finnegan´s wake, y que luego se utilizó para nombrar las partículas elementales de las que están compuestos los protones y neutrones

EDUCACIONES


El padre Juan tenía la siguiente característica: daba las bofetadas a dos manos. No es algo poco significativo, y para verificarlo, ruego a quien me lea que lo intente. Ponga la palmas de ambas manos donde le plazca, siempre que entre ellas se encuentre colocado cualquier objeto, y a continuación déle de bofetadas con las dos manos, y verá como, aunque sencillo, al cabo del rato sentirá un malestar a la altura de los hombros y antebrazos por la repetición de un movimiento poco natural. Bien, ahora imagine que en lugar de dicho objeto está situada la cara de un niño de ocho  años, y tendrá el escenario perfecto para una representación que tuvo lugar allá por los años cincuenta, con una frecuencia que decir cotidiana no sería exagerar. Bien, pues ese, grosso modo, era el proceder del padre Juan, un ser alto y extremadamente enjuto, que hacía cumplir las normas del colegio mediante la repetición de un ejercicio que, en otro lugar y circunstancias, podría haberse llamado simplemente, aplaudir. Pero no se trataba de eso. Para que realizara tan poco recomendable ejercicio, al padre Juan le bastaba que los críos se desmandasen mínimamente o se limitaran a cumplir la función que la edad les facilita, no que desconocieran el origen aristotélico de la escolástica tomista, es un decir. Claro que cabe la posibilidad que tal tipo de bofetadas bilaterales fuera debido a la conciencia del cura de que de hacerlo con una sola, el niño podía salir despedido aparatosamente hacia un lado, lo que la otra impedía: cuestión por lo tanto de simetría y prevención de riesgos.El padre Agustín era más sutil y refinado y su aspecto totalmente diferente. De estatura normal, y apuntando una obesidad en ciernes, era una persona en general alegre y bienhumorada, que mantenía con los chicos una relación cordial, aunque esporádicamente no podía renunciar a emplear alguno de los métodos correctivos al uso en aquella época, una caña corta de aproximadamente medio metro que, en cualquier caso, mantenía indefectiblemente sobre su mesa para que se tuviera en cuenta que más allá de su aparente bonhomía, estaba dispuesto a aplicar lo que en otro ambiente y con algunos aditivos, podría ser considerado como disciplina inglesa. Algo que, después de todo, si se piensa con cierta amplitud de miras, sería una buena introducción para algunos de aquellos chicos, cuyo futuro podría depararles el placer (o como pueda llamarse al hecho de agradecer ser vareado) susodicho, teniendo en cuenta que, según previsiones estadísticas, un 5% de los adultos lo practicará alguna vez en su vida. El padre Agustín no era violento en la utilización de su instrumento, y al golpear sobre la punta de los dedos o la palma de la mano, parecía estar rezando al mismo tiempo algún tipo de jaculatoria para ser absuelto de una acción que, sin ser pecado, no le aproximaba desde luego a un cielo que seguramente deseaba. Gastaba el pelo al cepillo, y en ese sentido era, sin saberlo, un predecesor atenuado del fenómeno punk, que irrumpiría con fuerza en el continente europeo tiempo después con variantes más llamativas. El tercer cura en discordia, dispensador de estos regalos que la infancia de entonces se llevaba sin haberlo solicitado a los Reyes Magos, era el padre Mateo. Un hombre pequeño pero fornido, renegrido y en general malhumorado, que en ocasiones daba la impresión de ser un boxeador frustrado (del peso pluma, eso sí). Era un tipo súper activo que se atropellaba al hablar, como si quisiera decir demasiadas cosas al mismo tiempo, algo que solía acompañar con movimientos corporales espasmódicos y atléticos, que daban la impresión, cómo se dijo poco antes, de ser un púgil fajándose con un rival correoso de difícil afrontamiento. Claro que sus rivales de entonces éramos una panda de chiquillos aún legos en la masturbación, algo que, sin embargo, él debía intuir por propia experiencia que no tardaría en irrumpir caudalosamente en sus vidas, y que se tomaba la libertad de corregir a priori. El método correctivo elegido por el padre Mateo era el más refinado, en cuanto que no a todo el mundo se le ocurriría pero que proporcionaba un dolor difícilmente soportable. Consistía en coger al niño por las patillas y jalarlas hacia arriba, hasta que el catecúmeno daba unos alaridos incompatibles con la buena educación y el silencio requerido en el interior de un aula, momento en que el oficiante cedía momentáneamente, para insistir a continuación hasta que las lágrimas del chaval hacían evidente que el crimen del Gólgota debió de ser simplemente insoportable. Él sabría, después de todo, no dejaba de ser un representante de la organización que se hizo cargo de la herencia recibida entonces. El padre Mateo era sin duda el más temido, a pesar de su espíritu deportivo y su aparente conexión con los chiquillos, que podían ver en él a una figura a imitar en el futuro cuando los deportistas de élite fueran sus héroes incuestionables. Para finalizar, merece la pena mencionar a otros dos curas que afortunadamente no destacaban por su afición a someter a los chicos a lecciones ejemplarizantes de ese tipo, y en ese sentido merecen un recuerdo si no emocionado, sí agradecido, pues en aquella época tener dispuestas la caña, la regla, la mano  o los dedos, era síntoma de una educación que algunos en el exterior del colegio daban por bien administrada. Se trata del padre Lorenzo, buenísima persona, que trataba a los chicos con afecto y prescindía totalmente de los instrumentos habituales en los calabozos del castillo, aunque yo, que tuve siempre mal café, me obstinara entonces a verle un poco como una pepona, debido a los coloretes que parecían en sus mejillas, sin duda resultado de un sistema de irrigación periférica deficiente. Y luego estaba el padre Luis Gonzaga (como el santo), que todavía no debía ser cura, pero que les ayudaba, y del que lo único que recuerdo que era un buen jugador de fútbol, pues con la sotana remangada, alardeaba entre los chavales de sus habilidades despachando balonazos a diestro y siniestro. Ese era el colegio de los curas años cincuenta.  

lunes, 17 de diciembre de 2012

DIÓGENES


Todo comenzó de forma que bien pudiera llamarse fortuita, aunque, a decir verdad, con el paso del tiempo nada parece tan casual como se pretende en un principio. De hecho, por aquella época, yo estaba todavía casado y tenía ya tres hijos, dos niñas gemelas de nueve años y un bebé de apenas unos meses. Lo recuerdo con tanta precisión porque, coincidiendo con la compra semanal que hacía con Raquel en el súper del barrio, me dio por cambiar de pasta dentífrica, pasando de Colgate a Licor del Polo, algo que si entonces consideré insignificante, con el tiempo fue el origen de una nueva forma de vida, poco después de que mi mujer decidiera despedirse de mí e irse a vivir con sus padres en compañía de mis queridísimos hijos. Fue una época difícil teniendo en cuenta, además, que como consecuencia de la depresión que sufrí casi de inmediato, me quedé en el paro, incapaz de reaccionar y buscar trabajo en otra parte. Soy especialista en informática, pero lo cierto es que por entonces había una auténtica avalancha de gente en mis condiciones, por lo que, a pesar de algunos desganados curriculums que envié por internet, nadie se decidió a contratarme, sin duda porque en mis peticiones se hacía evidente que no pasaba por un buen momento. Siendo esto así, el tiempo comenzó a transcurrir para mí de una forma monótona que no sabía como paliar, fue sin duda entonces cuando empecé a darle a la marihuana y el alcohol, además de irme con frecuencia a hacer la compra, aunque verdaderamente no tuviera ninguna necesidad de ello y volviera con las manos vacías. Fue en un gran supermercado, por el que paseaba al menos una hora al día, donde me vino a la cabeza la posibilidad de reestructurar mi casa en función de nuevos criterios, entre los que el estético era el principal. En los muelles y dársenas de tal lugar, se me ocurrió la idea de “amueblarla”de otra manera, a base de llenarla de los sobrantes, cajas, paquetes y envoltorios de todo tipo amontonados por allí, entre los que cierto día destacaba resplandeciente uno de grandes proporciones de Licor del Polo que me deslumbró, y que de inmediato imaginé en la habitación del fondo, osease mi estudio. Que no se me pregunten razones que justifiquen esta elección, fue algo natural que nada tuvo que ver con la racionalidad, sino con un impulso emocional de la misma naturaleza con la que, en un momento dado, un ateo cree en Dios o en los extraterrestres. Se trataba de una especie de contenedor de cartón piedra con unas medidas aproximadas de 3x4x2,5 metros, que me fue ofrecido si lo hacía desaparecer de allí en el transcurso de ese mismo día. Así fue, yo mismo lo desmonté e introduje en mi furgoneta, que tenía las medidas justas para transportarlo. A la semana siguiente, después de no poco trabajo, y de echar mano a toda la utillería que tenía en la caja de herramientas, pude por fin dar por terminada la obra, que si alguien podía calificar de chapucera, a mi me parecía una belleza, y en cuyo interior pude meter con notable éxito un par de estanterías repletas de libros y una mesa con el ordenador, la impresora y otra serie de artilugios electrónicos. Tuve que hacer algunos destrozos, como practicar una abertura que coincidiese con la de la ventana, si  no quería trabajar todo el día a oscuras, pero me las arreglé para fabricar una especie de persiana de sube y baja con los restos de un estore que tenía arrumbados en la terraza. En los primeros tiempos después de la obra, mi actividad esencial consistía en entrar y salir de aquel reducto, con la misma ilusión que un crío utiliza una cabaña que ha sido capaz de construir en lo alto de un árbol. Dentro se había creado un ambiente mágico, que durante la noche yo trataba de mantener mediante el empleo de un sistema de luces que había instalado, y que desde diferentes ángulos, creaban una atmósfera muy sugerente, una especie de combinación del realismo mágico de García Márquez con el neorrealismo italiano de Rosellini y adláteres. Claro que esa era mi opinión, y faltaban otras que la corroboraran, pero, en todo caso, ya habría tiempo para las visitas. Era pues el primer lugar de mi casa ocupado por elementos ajenos a ella misma, algo que enseguida me dije que no podía quedarse ahí, sino que debía continuar sin solución de continuidad en otras habitaciones, que, en comparación con esta, me parecieron entonces totalmente anticuadas y demodés, por más que estuvieran puestas con un gusto discreto, a base de casi todos los regalos de boda que logré conservar conmigo una vez que mi mujer y mis críos se fueron de casa. A partir de ese momento ese fue el lugar de casa que más frecuenté, hasta el punto que experimenté un notable ascenso de mi creatividad, dedicándome con inusitado furor a escribir historias y narraciones breves, cuyos protagonistas solían ser unos personajes del subsuelo que habitaban en grutas y cuevas, algo no fortuito, pues esa era mi manera de rendir un sentido homenaje a mi habitación-estudio, a la que, en recuerdo a otra de las industrias punteras de los dentífricos, llamé de inmediato sala “Profidén”. Aunque pueda parecer poco creíble, a partir de la terminación del engendro (licencia peyorativa que bien me puedo permitir), empecé a sentirme mucho mejor, sin duda debido a que pude en ese momento creer en mi creatividad y la posibilidad de salir adelante. Por otro lado, tal hecho me ahorraba la visita al siquiatra, que ya me veía como inaplazable, y no digo nada del psicoanalista, que estoy convencido que llegaría a la conclusión de mi necesidad pretérita de un hogar acogedor, y un simulacro de retención de las heces como consecuencia de la rabia que tal carencia me había originado a lo largo de la vida. Tuve pronto claro que mi obra debía continuar, y que el resto del piso debía tener  también un nuevo aspecto, de acuerdo con otros parámetros más allá del puramente utilitario, que hasta entonces era el que había regido. Concretamente, el pasillo me parecía excesivamente ancho para un piso de dimensiones tan reducidas, por lo que pronto se me hizo evidente que había que estrecharlo para que estuviera en consonancia con el resto, llamando resto, por cierto, a un salón comedor, cocina y aseo diminutos. Sabía que una vez terminados los trabajos, mi habitáculo iba a ser verdaderamente minúsculo, pero no me importaba en absoluto, teniendo en cuenta, por otro lado, que yo siempre había sido agorafóbico, y prefería los espacios reducidos (esa sin duda es la razón por la cual siempre me atrajeron los ascensores). Por otro lado, verme literalmente encajonado entre toda aquella serie de cachivaches que fui amontonando durante meses, hacía que me sintiera más acompañado, e incluso que pasara algunos ratos en el pasillo, que finalmente logré tapizar con cajas de cartón de bolsas de patatas fritas y de puré. La cocina no representó un gran problema, porque en pocos días logré llenarla con unas estanterías metálicas que tiempo atrás había desmontado del estudio, y que me permitían un paso suficientemente holgado hasta el fregadero, la cocina y el frigorífico, aunque abrir este último no resultaba excesivamente cómodo, lo que me hacía ahorrar y que mis comidas se limitaran a lo estrictamente necesario, especialmente sopas de puré de patata, sobrantes de algunas de las cajas mencionadas más arriba. El salón tampoco supuso un problema grave, pues en él almacené el resto de todo lo que había desalojado de otros lugares de la casa, lo que ciertamente hacían del lugar un sitio pintoresco, por el que transitar era lo más parecido a una gymkhana, algo que sin duda mi cuerpo, un tanto inactivo por falta de espacio durante aquella época, sin duda habrá agradecido. En cuanto al cuarto de baño debo decir que me resultó algo más complicado, a pesar de lo reducido de sus dimensiones, pues ya se me habían terminado otras posibilidades de relleno, y el supermercado empezaban a verme con gesto dubitativo, por lo que finalmente opté por encajar allí como buenamente pude un baúl que tenía en la terraza, y del que al principio había minusvalorado un volumen, que hacía prácticamente inaccesible el lugar. Me quedaba un mínimo rincón para la ducha y otro para la taza, a los que bien que mal puedo acceder, sin que hasta la fecha se haya producido ningún estropicio de orden sanitario en mi persona, teniendo en cuenta que en ninguno de los dos casos posibles, puedo ser considerado como un incontinente. Sé que mi actitud ha causado extrañeza a los vecinos, que raramente me ven salir de casa cuando antes era bastante callejero, pero no me importa. Solo me duele, eso es cierto, que el portero se haya ido de la lengua, y les haya contado mis aficiones restrictivas de los últimos tiempos. No debí abrirle la puerta aquel día que, sin duda picado por la curiosidad, llamó al timbre con una disculpa que ahora no recuerdo, encontrándose inopinadamente no solo con mi cara, sino con un perchero de patas que se le cayó sobre la nariz. Esa fue sin duda la razón que le llevó a divulgar mis inventos, y a ejercer el comadreo con el resto de vecinos. Me duele oírles gritar extemporáneamente con frecuencia “¡Diógenes, sal de ahí!”, incapaces de aceptar en mí una creatividad de la que carecen, y que me ha conducido a este éxito sin paliativos que ahora es mi vida. Diógenes, mira por donde, alguien de quien puedo sentirme ufano, después de todo, un filósofo capaz de leerle la cartilla al mismísimo Alejandro. Ahí queda eso.

domingo, 16 de diciembre de 2012

EL CORONEL ENANO


Del coronel enano lo que más llamaba la atención de inmediato era efectivamente su estatura, algo que como bien se comprenderá no es de extrañar, acostumbrados a los héroes militares de ciertas películas, en las que suelen ser interpretados por galanes ya otoñales pero de planta gallarda y, desde luego, una alzada por encima de la media. Si, sin embargo, se piensa en ello con cierto rigor, se verá que las razones no se encuentran en la supuesta idoneidad para el cargo de los buenos mozos, sino en que suelen quedar mejor desde el punto de vista estético en los desfiles y rituales del gremio, algo muy frecuente en cualquiera de los tres ejércitos. El coronel Gutiérrez, para que vamos a decir otra cosa, sorprendía rápidamente por una altura que no debía llegar al uno sesenta, algo que alejándole de los enanos con claridad, sí apuntaba cierta tendencia, a lo que colaboraba sin duda una cabeza gruesa y unas piernas zambas que lo delataban. Sin embargo, poco después de entrar en contacto con él, uno se sentía impresionado por un carácter que para nada hacía recordar al de un disminuido, sino, bien al contrario, al de una persona imbuida de una seguridad en si mismo sobresaliente, y una inteligencia y aplomo fuera de lo habitual. Se podría pensar de buenas a primeras que su conducta autosuficiente y un tanto engreída, no era sino una táctica para camuflar un complejo muy arraigado en su interior debido a su corta estatura, pero un trato habitual con él pronto quitaba esa idea de la cabeza. Era un tipo con unas cualidades profesionales destacadas, y además un hombre culto en áreas que dejarían perplejo a quien quisiera solo verlo como un soldado distinguido pero medio analfabeto. El hecho fue, de todas maneras, que siendo yo un teniente recién estampillado, quiso el azar que coincidiera con aquel hombre, que pasó de buenas a primeras a ser el coronel de mi regimiento. Yo, encuadrado en una de las compañías del segundo batallón de la unidad, no tenía habitualmente ningún contacto con él, a no ser en los momentos en los que, por circunstancias debidas al servicio, su presencia era casi obligatoria, como, por ejemplo, en determinados ejercicios en el campo, o la instrucción de orden cerrado para algún acontecimiento que debíamos preparar con días e incluso semanas de antelación. En ellos, el coronel enano solía hacer su aparición de una manera inesperada, algo que en principio yo atribuí a una de las prerrogativas debidas a su categoría, pero de lo que pronto alguien me puso al  corriente, puntualizando que se debía a su tendencia innata a aparecer cuando menos se le esperaba, tratando de esta manera de sorprender a las unidades en algún renuncio, para meter mano de inmediato a sus mandos. Era pues, independientemente de sus escasos centímetros, un tipo de armas tomar, con quien había que andarse con pies de plomo, pues tenía un concepto de la autoridad especialmente basado en la cantidad de arrestos que imponía por unidad de tiempo. Con estos antecedentes, y siendo yo en esos momentos un estudiante por libre de Sociología, me empeñé durante cierto tiempo en realizar un seguimiento de aquel individuo, en cuyas manos estaba mi vida en aquellos momentos, y si no mi vida, ya que los fusilamientos no eran ya en ese momento la norma, si mi integridad física y psicológica. Aprovechaba los momentos libres que tenía para acercarme al bar de Oficiales o las instalaciones del Mando y Estado Mayor, para con cualquier disculpa estar más cerca de él, y observar con el mayor detalle posible su comportamiento habitual. De esta manera pude darme cuenta de ciertos aspectos, que es posible que pasaran inadvertidos para el resto del Regimiento (algo que, si soy sincero, sin embargo, dudo), pero no para mí, que sin que se diera cuenta, pasé a convertirme en una especie de sombra que le acompañaba subrepticiamente a todas partes. Independientemente de la verificación de su escasa estatura y mal café, saqué algunas conclusiones que creo deberían figurar en cualquier ensayo de malos hábitos de la profesión, o en todo caso, de la ineptitud para el desarrollo consecuente del principio de autoridad (que nada tenía que ver, como se verá, con el “imperativo categórico” de Inmanuel Kant). Con tal motivo, a través del conducto reglamentario, acabé solicitando que como teniente más antiguo y más alto de la unidad, se me encargara de la instrucción y supervisión de la escuadra de gastadores regimental, lo que se me concedió, y me permitió pasar mucho más tiempo en las proximidades de tan original personaje. Una de las primeras cosas que pude notar, es que el coronel llevaba alzas, aunque tratara de disimularlas a base de confundir el color negro de la goma de los tacones con el del mismo color del cuero de los zapatos, con lo que me quedó claro que con aquel hombre tuvieron que hacer la vista gorda en el examen de ingreso en la academia, pues entonces resultaba evidente que no daba la talla mínima. Mi trabajo de campo, si tal puede llamarse a mi estudio sobre el terreno de Sr. Gutiérrez, abarcaba un mínimo de una hora diaria, ya que la escuadra de gastadores se ubicaba en las proximidades de su despacho, del que salía con frecuencia a echar un rapapolvos al primero que se le pusiera a tiro, especialmente al 2º Jefe y jefe del Estado Mayor, en mi opinión porque era una persona con mucho mejor aspecto, alto y nada cabezón. Estuve encargado de la escuadra de gastadores durante seis meses, en los que tuve tiempo a llegar a ciertas conclusiones que expongo a continuación, para ampliar a renglón seguido. En mi opinión, el coronel enano padecía una suerte de neurosis obsesiva, que le hacía actuar siguiendo determinados impulsos irrefrenables, y que eran los siguientes: afán desmedido por la limpieza, y fijación por la simetría y la sobreidentificación, que paso a detallar más ampliamente. Sobre la limpieza, lo primero que hay que reseñar es su aspecto más que pulcro, pulimentado, como si acabara de salir de la lavadora con abrillantador, a lo que colaboraba un uniforme siempre impecable, con el que debía tener muchos miramientos al sentarse y levantarse, e incluso posiblemente al caminar, doblando poco las rodillas a tal efecto. Quizás exagero, pero nadie podrá desdecirme de la impresión que causaba su escaso pelo, ineludiblemente cargado de brillantina, que en ocasiones bajo la gorra tenía todo el aspecto de un aura de difícil definición. De todas maneras,  con ser importante, no era esto (ni siquiera añadiendo el exquisito cuidado que tenía en llevar los zapatos refulgentes y las uñas hechas), lo más sobresaliente de su obsesión por la limpieza, sino el hecho de no admitir fuera de si mismo nada que ni remotamente pudiera recordar a un lugar habitado por seres humanos. Baste, como ejemplo, el hecho de que el cuartel era pintado una y otra vez sin solución de continuidad, pasando del esmalte a la pintura plástica y el enjalbegado según las zonas de que se tratara, y los suelos barridos cada quince minutos mediante los métodos habituales, y bimensualmente tratados con pulidora y abrillantadora los de loseta, y encerado a fondo los de parquet en las zonas nobles, además de una desinfección y desinfectación semestrales. Le molestaba hasta límites difícilmente imaginables, que los enseres y útiles de limpieza no fueran asimismo limpiados exhaustivamente, por ejemplo, el ver más de dos colillas en un cenicero (fui testigo de ello), le costó a un oficial de guardia una reprimenda sangrienta, librándose de un arresto disciplinario por un ataque de tos que le tuvo convulso durante diez minutos, dado el esfuerzo realizado al gritar al oficial lo inadecuado de su conducta. Puede parecer de nuevo una exageración, pero quizás colabore a dar credibilidad a mi relato el hecho de que el día que me presenté ante él para despedirme, y no serían más de diez minutos los que me mantuvo en su despacho, salió tres veces a los aseos para lavarse las manos (lo noté porque cada vez que volvía se las venía sacudiendo: las toallas, incluso propias, debían inquietarle). Otro de los aspectos que aquel periodo en sus proximidades, me permitió certificar, fue su inusual tendencia a la sobrevaloración de la simetría, algo que se hacía evidente en su exigencia de que fuéramos rapados casi al cero, y que ni un pelo sobresaliera más que otro por debajo de la prenda de cabeza, ya fuera en el interior del recinto regimental o en el campo, en donde en cierta ocasión, en plena comida de confraternización con otros ejércitos, ordenó al capitán Peláez que fuera a peinarse de inmediato (era este un tipo agitanado con un pelo fosco y rebelde de difícil doma). En la uniformidad también se hacía evidente su querencia por la simetría, exigiendo a todo el mundo un trato parejo a ambas partes del uniforme, hasta el punto de que era sabido por todo el mundo su exigencia de nadie llevara las  estrellas en la bocamanga o las hombreras disparejas (o los galones de quienes, por pertenecer a la Armada, él llamaba con sorna “marineritos”). Asimismo era por todos sabido que veía con buenos ojos (no podía exigirlo) que nadie llevara identificaciones de cualquier tipo en un lado del uniforme, y en ese sentido él mismo daba ejemplo, y excepto en actos estrictamente oficiales, jamás se colocaba las medallas o los pasadores de las mismas, que a su edad, le correspondían en buena lid. En este apartado puede considerarse su tendencia a ver el mundo como un lugar compuesto exclusivamente por líneas rectas, según él de mucho mejor manejo que las curvas, que exigían el empleo de una geometría y trigonometría mucho más complicadas. Aunque parezca mentira, redujo a escombros cierto lugar ovoidal en la muralla del cuartel, que albergaba una hornacina con una escultura de la patrona del cuerpo, y lo convirtió en una especie de casamata rectangular, donde, siendo muy devoto, mando construir otra hornacina sui generis con la virgen susodicha. Era un ser euclidiano, quizás solo se trataba de eso. Abundando en el tema, es de reseñar que yo mismo fui testigo involuntario de esta tendencia. En cierta ocasión, al cruzarnos en el patio de armas, le saludé militarmente con tanta energía que mi gorra salió disparada por el impacto de mi mano, quedando a sus pies. La ocasión se prestaba a todo tipo de chanzas, pero debo decir que el coronel, sin pestañear siquiera, me dijo poco después de cuadrarme de nuevo: “Ginés, eso le pasa por andar escorado hacia la izquierda”. El último aspecto reseñable en el coronel enano era, como dije más arriba, su desmedida afición a la redundancia, o para ser más preciso a la sobreidentificación, de la que daré solo unos ejemplos. Como también se dijo antes, su obsesión por la limpieza, hizo que poco después de tomar el mando del regimiento, el acuartelamiento se viera invadido por toda una colección de objetos cuyo fin era tratar que todo permaneciera inmaculado, concretamente a base de papeleras y ceniceros. Algo, después de todo lógico en quien pretendía que aquel lugar permaneciera más limpio que una patena, pero que podía empezar a chocar cuando en cada uno de tales cachivaches hacía escribir el objeto de su cometido. Es decir, sobre cada una de las papeleras estaba escrita la palabra “papelera”, y en uno de los lados de cada uno de los innumerables ceniceros había un letrerito con la palabra “cenicero”. En resumen, el objeto en sí y su forma no le parecía suficiente, algo que, para parecer más razonable, le hacía decir que de tal manera los analfabetos –incapaces de leer- tendrían que espabilar. También mandó instalar un buen número de escupideras, que solo retiró a instancias del Comandante Médico, al decirle que aunque la tuberculosis y las afecciones pulmonares eran aún frecuentes, tal hecho no haría sino empeorar las cosas. Incluso en un momento determinado ( y esto enlaza con el primer punto tratado aquí), ante la llegada de ciertos fondos imprevistos para la unidad, encargó una remesa de maquinas limpia-calzado que en aquella época empezaban a ponerse de moda, y que instaló en varios lugares estratégicos cerca de la zona donde formaba el personal franco de servicio para salir a la calle, pero que inesperadamente aparecieron cierto día por la mañana totalmente destrozados, sin que, sorprendentemente, el coronel Gutiérrez reaccionara en absoluto (las malas lenguas dijeron entonces que la empresa que le vendió los aparatos pertenecía a su cuñado, algo que haría la situación más comprensible). El coronel enano era, como creo que ha quedado demostrado, un personaje singular, que si bien era difícil de tratar con indiferencia, introdujo en nuestra vida militar una variante por la que es posible que algunos tengamos que estarle agradecidos de alguna manera, por ejemplo, en la de inventarnos estrategias para desaparecer en los momentos en los que nuestra vida corre determinados riesgos que no nos merecer la pena soportar. De todas maneras, el día que ascendí a capitán y fui destinado a una batería de costa en Lugo (sobre esto escribiré otro día), me recibió, como dije más arriba, en su despacho y estuvo bastante cordial conmigo, independientemente de que su discurso se viera con frecuencia interrumpido por su compulsión a lavarse las manos cada tres minutos, o chorrear sin misericordia a su segundo jefe. Durante los mismos, me dijo para mi perplejidad, que estaba perfectamente al corriente del estudio al que le había sometido durante aquel tiempo, y que quería darme las gracias, pues nunca nadie le había hecho tanto caso, algo que me agradecía con independencia de mis conclusiones, que, después de todo, “le tenían sin cuidado”, momento en el que me alargó la mano y pude ver en sus ojos una cierta mirada de complacencia y sorna, pues era evidente que intentaba que me llevara un recuerdo indeleble de aquellos instantes en los que dejó la mía chorreando.  

viernes, 14 de diciembre de 2012

VICTIMAS


La víctima (*) sintió que nada era lo que le había parecido hacía apenas unos segundos. Había sido alcanzado por los disparos, y, tirado en el suelo, percibió de repente el mundo de una manera que, en sus circunstancias, no le parecía razonable. Tuvo entonces la certeza de que pronto iba a morir, y no obstante, le embargaba una sensación idílica de paz, como si en ese brevísimo transcurso del tiempo, su mente hubiera sufrido un cambio incomprensible. El frío en el bosque era intenso, y se hallaba tumbado sobre la nieve, pero tales hechos no le afectaban para nada: tenía la sensación de hallarse en un lugar apacible y acogedor. Supuso que los disparos debían haberle alcanzado en algún lugar de la cabeza y afectado a una zona importante del cerebro, desconectando de inmediato  su sistema nervioso o algo parecido. Incluso se sentía relajado, como si en esos momentos estuviera disfrutando del verano en una playa cerca de los árboles, entre los que podía ver al sol en lo alto, brillando en el azul del cielo. Sentía correr sobre su frente y deslizarse por sus mejillas un hilo grueso y oscuro de un líquido que le llegaba hasta la boca, y supuso que era su sangre, pero, al probarla, tuvo la sensación de ser una agradable mezcla de vino amontillado y vainilla. Pronto pudo ver cerca de sus ojos el cañón de una pistola apuntándole, y tuvo entonces la certeza de que iba a morir de inmediato. Después vio la cara del verdugo detrás de su brazo extendido, y comprendió que le iban a rematar. Tuvo tiempo sin embargo de mirarle a la cara, contraída con una mueca de horror, como si no quisiera ver lo que estaba haciendo. Lamentó no llegar a decirle que no se preocupara: a él le parecía un ángel.

               

Viéndole desaparecer (*) tras la escollera, para tranquilizarme, yo me aferré a la imagen de mi amigo cuando poco antes paseábamos tranquilamente por el paseo marítimo. Era un tipo encantador cuya compañía siempre me resultaba grata. Habló poco, eso es cierto, pero hasta entonces me había escuchado  con suma atención, como si verdaderamente estuviera muy interesado en lo que le estaba contando, e incluso reflexionara seriamente sobre ello. Para nada daba la impresión, tan habitual en muchas personas que, cuando hablas con ellas, casi de inmediato olvidan lo que acaban de oír, y contraatacan contándote cualquier cosa que les viene a la cabeza. Por eso me sorprendió cuando, poco antes de llegar al muelle, enmudeció totalmente y empezó a mirar hacia otro lado, dando la impresión de desimplicarse totalmente de lo que le estaba contando. Se trataba sin embargo de un asunto grave, pues resultaba que mi hijo pequeño, Juanito, de apenas seis años, había sido intervenido pocos días antes de una apendicitis, y en las últimas horas parecía que el postoperatorio se había complicado. Yo me quedé un tanto sorprendido, pues su conducta no era en absoluto la habitual, que como dije más arriba, era la de una persona afectuosa y comunicativa. Por si lo dicho fuera poco, ya cerca del final del muelle aceleró el paso y se distanció claramente de mí, que me vi obligado a levantar la voz para contarle los últimos detalles de la visita del médico aquella mañana. Pero ni por esas. Acabé gritándole la posibilidad de una septicemia, cuando inesperadamente cogió carrerilla y se lanzó al agua desapareciendo poco después detrás de la escollera con un crawl elegante y fluido.

 

 (*)  EL FRÍO.  Thomas Bernard (Anagrama)

miércoles, 12 de diciembre de 2012

PRESENTACION

Esta presentación, en lo que a mí concierne, consta de tres partes, a, b y c, como podrán ver a continuación.
a) Generalidades
Queridas amigas y amigos, si recurro a leer lo que viene a continuación, es, como bien podéis suponer, porque no estoy acostumbrado a improvisar y así me resulta más fácil. No quiero, sin embargo, que os llaméis a engaño, debéis saber que en su día, eran otras circunstancias, e incluso llegué a soltar pequeñas arengas a ciertos grupos de personas reunidas a mi alrededor, aunque, si he de ser totalmente sincero, no lo hacían motu propio, sino que no tenían otro remedio. Cada cual podéis pensar lo que queráis, después de todo la Plaza de Oriente no está tan lejos y siempre hay autobuses dispuestos a ser fletados. Fin de este apartado. Estamos pues aquí reunidos, como antes os ha dicho mi amigo Antonio, para presentar unos libros que he escrito en los últimos tiempos, o que se han escrito ellos mismos, pues como ya habréis oído decir, a partir de cierto momento los personajes de una novela, una narración o incluso de una poesía toman el mando y el autor pasa a la retaguardia. Claro que aquí no se trata, como bien podéis imaginar de retaguardias, donde como sin duda sabéis en determinadas situaciones se cometen auténticas salvajadas, sino de la modestia (con perdón) de unos libros escritos a contracorriente, y en mi opinión difícilmente clasificables, y lo digo yo, que, al menos en teoría, soy su autor. Estos escritos tienen en general una ventaja que quiero recalcar de inmediato, se trata de narraciones breves que uno puede abandonar en cuanto quiera para pasar a la siguiente, etc (de la poesía se puede decir lo mismo) o incluso abandonar definitivamente sin gran merma de la propia autoestima (algo que, por ejemplo, no pasaría con “El Quijote”). Es esto algo muy útil para leer en el Metro o poco antes de dormir, en esos momentos en que, vencidos por el sueño, los libros se nos caen de las manos. No se trata pues de “Los hermanos Karamazov”, de “Guerra y paz” ni de Madame Bovary, en los que saltarse una página nos puede dejar in albis el resto de la trama. Quiero sin embargo advertir que algunos tienen su intríngulis, y dentro del escenario (esto es una metáfora, como bien comprenderéis) puede haber más de lo que parece a primera vista. Hay narraciones poéticas, dramáticas, y sobre todo, irónicas y satíricas, en los que el autor, camufla con humor lo que el lector debe llegar a descifrar. Vosotros tenéis la palabra.

2) Biografía del autor.
Nací por casualidad en un pueblo de Santander, de cuyo nombre me acuerdo perfectamente, pero no viene al caso, siendo mi madre de Madrid (Madre-Madrid, que casualidad, mira por donde) y mi padre de Huesca. Estudié el Bachillerato allí mismo, e ingresé en la Marina a los dieciocho años aproximadamente, poco después de que me saliera la barba. Permanecí en ella otros veinticinco, en los que no tuve que invadir ningún país ni siquiera defender el propio, aunque estaba bien entrenado y era apto. Estudié Periodismo en mis horas libres, y para finalizarlo hice una especie de tesina sobre un tipo que escribía muy bien, aunque fuera algo inquietante y tuviera una especial querencia por las cucarachas (ya saben), tras lo cual estuve a punto de estudiar entomología, dada mi querencia por los dípteros, coleópteros y artrópodos de cualquier orden. A los cuarenta y tres años, dije adiós a las armas, y me dediqué durante un breve periodo a la venta de circuitos cerrados de televisión, volumétricos, cerraduras, y en general, candados de todo tipo. Poco después, dada mi afición y cualidades medias, me dediqué a la enseñanza del tenis tras sacar los títulos correspondientes en la Federación Nacional del gremio. En este sentido, rogaría a los principiantes que no se obstinen con el revés liftado a un a mano: es complicado. Recomiendo el revés a dos manos, útil también para quien quiera pasarse al golf, e incluso para quien se decida por el toreo de salón. Y aquí estoy ahora, dedicándome estos últimos años a escribir sobre cualquier cosa que me venga a la cabeza, e incluso a cualquier otro lugar de mi anatomía que aunque no sea  llamado así, cumple, llegado el momento, unas funciones parecidas e incluso superiores.  e igual de rigurosas.
3) Otros (como se escribe un relato)
Un vaso de vino
Una nariz
Una peluca
Un sombrero

Eso es todo. Muchas gracias.

TABIQUES

Sin que me preguntaran, tenía la certeza de lo que les preocupaba. Siempre les parecí un niño tímido al que más valía espabilar pronto, si no se quería que con el tiempo llegara a ser un joven raro y un adulto definitivamente desquiciado. Con frecuencia les oía hablar sobre mí desde la habitación de al lado después de comer. Ellos no podían imaginar que pudiera hacerlo porque hablaban intencionadamente en voz baja, pero ya por entonces yo había aprendido una técnica infalible para escuchar las conversaciones a través de los tabiques. Bastaba con poner un vaso de cristal con los bordes contra la pared y la oreja bien pegada a la base. No era sencillo y llevaba cierto aprendizaje, pero con el tiempo acabé encontrando un lugar en el tabique donde podía oírles como si hablaran por un altavoz. Normalmente era papá el que solía empezar la conversación, aludiendo a algo que había sucedido durante la comida y de lo que, como no, yo era el desafortunado protagonista. Lo que parecía molestarle más es que hablara poco o que, como mucho, solo comentara algo cuando se me preguntaba directamente, pero el hecho de que jamás tomara la iniciativa le desquiciaba, y a través de la pared podía intuir la cara de mal genio con la que se dirigía a mamá, como si la pobre tuviera la culpa. Ella trataba siempre de echarme una mano, e intentaba hacerle ver que el que yo fuera de pocas palabras no era un síntoma negativo, sino solo una forma de ser. “Es un niño introvertido, eso es todo”, era su expresión favorita, con la que pretendía calmar a papá, cuyo enfado parecía aumentar según pasaban los minutos, hasta que finalmente daba un puñetazo en la mesa y se levantaba airadamente, momento en el que yo salía por la puerta opuesta, no fuera a ser que me cogiera con las manos en la masa. En algunas ocasiones, para capear el temporal, mamá se ponía de su lado y confirmaba lo que decía mi padre con afirmaciones breves y poco significativas, tipo “sí, claro”, “puede ser”, “eso parece” y otras por el estilo, con las que intentaba desinflarle y que se tranquilizara. Mis otros hermanos no querían saber nada, y normalmente ya se habían ido, aunque era evidente que estaban al corriente y que también ellos me consideraban un bicho raro, pero tenían otras cosas más importantes en las que pensar. En ocasiones me irritaban sobremanera cuando al cruzarse conmigo me daban pescozones, o hacían una mueca significativa de que no me consideraban que anduviera muy bien de la cabeza (bizqueaban, sacaban la lengua y cosas por el estilo), aunque para no tomármelo demasiado a mal, prefería acabar pensando que eran muestras de afecto que no sabían como demostrar de otra manera, a una edad en las que todos deberían andar con las hormonas revueltas. Yo era el pequeño de cinco, y los otros, todos varones, andaban entre los doce y los veinte. La situación con el tiempo se me empezó a hacer verdaderamente desagradable, y empecé a urdir estrategias para tranquilizar a todo el mundo, pero sobre todo a mi padre, del que temía que de seguir así, acabaría llevándome a un reformatorio o un colegio para niños problemáticos o algo parecido. Pero lo cierto es que no se me ocurría nada, y que, a pesar de todo, yo me sentía bien en aquella familia de seres malhumorados o excesivamente hormonados (excluyo de ambas acepciones a mi madre, naturalmente). Para mí era suficiente escucharles y estar atento a las majaderías que contaban, aunque algunas, todo hay que decirlo, me resultaban muy divertidas. Mi padre era otra cosa, pero también me gustaba oírle contando los acontecimientos que sucedían en la fábrica donde trabajaba, a los que solía aludir como si se tratara de una tragedia griega, independientemente de que el asunto versara sobre una caída súbita en la tensión eléctrica, que había parado la producción durante media hora, o simplemente de lo difícil que le resultaba hablar con el subdirector por la tremenda halitosis que padecía. Según pasaban los días, sentía que me iba poniendo más nervioso, pues no se me ocurría nada para ser más participativo y que mamá no tuviera que escuchar día sí y día no, las diatribas de papá contándole lo preocupado que estaba por mi actitud. Además, de tanto pegar las orejas al culo del vaso, empecé a darme cuenta de que estaban empezando a tomar un color rojizo virando al morado, que pronto iba a levantar sospechas y acabarse descubriendo mi costumbre, lo que debo confesar que me espantaba, no solo por lo que podían decir de mí, sino porque en algunas ocasiones les oía hablar de otros temas, que sin saber exactamente a qué se referían, si intuía que era algo no apto para menores, cuando, por ejemplo, mamá un tanto irritada le decía a mi padre “¿qué quieres que te diga, Lauro, no me apetece, y ya está”. Finalmente se me ocurrió una idea que en principio estimé como genial, impropia de un crío como yo que no descollaba en absoluto en su clase de los primeros años del bachillerato. Al menos de esta manera, estaba seguro de llenar el hueco que mi oprobioso silencio durante la comida hacía que mi padre se saliera de sus casillas. Así que un día me decidí a tomar la palabra entre el primer y segundo plato, cuando mi progenitor empezaba a dar síntomas de agitación ante mi mutismo. Dije, y creo que de todas maneras era la primera vez que todos los presentes lo oían con tal extensión, lo siguiente: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga en antigua, rocín flaco y galgo corredor…”. Y así durante tres minutos durante los cuales todos me miraron con cierta cara de perplejidad, que en mi padre era simplemente de estupor, de tal manera que al terminar mis hermanos me aplaudieron, mi madre me miró con emoción y mi padre se levantó de la mesa y no volvió a aparecer. La verdad es que no supe como interpretar correctamente sus reacciones, y solo cuando el jolgorio de mis hermanos rompió el silencio que se había establecido, supe que algo no encajaba en la situación, lo que a su vez me dejó tan preocupado que me limité a encerrarme en la habitación sin emplear ese día el vaso ni el tabique, después de que mamá me pasara una mano por el pelo y me llamara “cariño”. Quizás el fracaso había consistido en que no había elegido el libro adecuado, aunque es verdad de que no tenía demasiadas opciones, pues en casa no pasarían de la veintena. Días después, sin embargo, me atreví a reiniciar mi táctica, y a los postres, después de anunciarlo, les recité algo que había encontrado en un librito casi escondido detrás de los otros y que decía así: “Fabio, las esperanzas cortesanas, prisiones son do el ambicioso muere y donde al más astuto nacen canas. El que no las limare o las rompiere, ni el nombre de varón ha merecido, ni subir al honor que pretendiere…”. No pude terminar, mamá se echó a llorar y papá permanecía demudado en su silla sin pestañear. Mis hermanos esta vez se mantuvieron en silencio, porque cuando uno de ellos intentó reírse, papá le echo una mirada fulminante que le hizo cerrar la boca de inmediato. Permanecimos así un buen rato en el que nadie dijo ni una sola palabra, hasta que papá se dirigió a mí con una cara que me emocionó, porque nunca le había visto llorar, y dijo “…Ya, dulce amigo, huyo y me retiro de cuanto simple amé; rompí los lazos. Ven y verás al alto fin que aspiro, antes que el tiempo muera en nuestros brazos”. Todos lloramos durante un buen rato, aunque si debo decir la verdad, yo no entendía nada.

ESPIRITUS

Lo que podría (*) haber sido aquello, en esos instantes me era totalmente ajeno. Fue solo un segundo durante el duermevela del despertar en que debí abrir los ojos, y me pareció percibir una figura en la ventana. Porque yo por la noche cuando me acuesto, no cierro totalmente la persiana, solo la bajo hasta la mitad: me gusta que entre temprano la claridad del día. Dije que fue un instante, pero quizás me equivoco y solo se trató de uno de esos sueños que se recuerdan vagamente poco después, y que enseguida desaparecen, a menos que se los ponga por escrito de inmediato. Yo tenía muchos guardados en varias libretas, y de vez en cuando los echaba un vistazo. Era una forma de viajar al pasado, y no solo porque efectivamente los había tenido tiempo atrás, sino porque quien los soñaba, siendo yo mismo, no era ya el de entonces, y lo soñado, normalmente trataba de personas, situaciones y parajes que nada tenían que ver con mi vida real. Bueno, miento, porque es verdad que a veces se colaban en ellos personajes que conocía, aunque en general los percibía entre una densa niebla que no me hacía fácil reconocerlos. Esta vez, sin embargo, me pareció algo diferente, que no recordaba en absoluto de otras ocasiones, incluso podría decir que más que algo real o que un sueño, se había tratado de una impresión que no formaba parte de ninguno de los dos mundos. Una realidad desprendida de un sueño, o un sueño tan difuso y vaporoso que no tenía nada que ver con el mundo de los vivos. Tuve necesidad de contárselo a alguien, y se me ocurrió que nadie mejor que Laura (una vecina de los apartamentos), para tratar de dilucidar de qué podría tratarse. Era una chica de mi edad, muy romántica e imaginativa, pero sobre todo muy fantasiosa, que estaba seguro que iba a escudriñar todos los rincones imaginables de mi espíritu para tratar de hallar una respuesta. Cuando finalmente me decidí a contárselo,  no reaccionó con el entusiasmo que yo esperaba al ofrecerle la posibilidad de lucirse echando a volar su fantasía. De hecho, reaccionó de una forma diametralmente opuesta, y se empeñó en que tratara de recordar con precisión las circunstancias que rodearon al hecho: la hora, la  intensidad de la luz por la ventana, mis sensaciones físicas al levantarme y otros detalles que no hacen al caso. Pero, sobre todo, insistió en que debía tratar de describir con la mayor precisión posible lo que “había visto o sentido” en aquellos instantes, no valían descripciones someras o aproximadas, debía estrujarme el cerebro para dar con las palabras exactas, de otra manera no podría hacer nada por mí. Me dejó bastante decepcionado, porque, creyendo conocerla, esperaba que enseguida fuera ella la que pusiese a trabajar su imaginación, y no que fuera yo quien tuviera que hacerlo. De todas maneras, ya que esa era la única oportunidad que yo veía factible para aclararlo, pasé un buen rato intentando sacar de mi mismo lo más aproximado a una definición de aquella sensación fantasmagórica que había tenido, aunque en varias ocasiones estuve a punto de rendirme diciéndole que abandonaba, que, después de todo, aunque me inquietaba, no era tan importante. Finalmente tras varias reuniones en las que lo más que llegué fue a balbucear algunas palabras inconexas o frases sin sentido, llegué a decir “sombra, una sombra”, algo con lo que Laura pareció conformarse hasta el día siguiente, que nos veríamos de nuevo. La verdad es que aquella chica me estaba despistando, pues en el fondo yo deseaba que me hubiera dado una explicación imaginativa o fantasiosa de las que acostumbraba en cualquier orden de cosas, pero seguía confiando en ella, y decidí aceptar el reto que me estaba planteando. Había cambiado, es cierto, pero a lo mejor su nueva forma de abordar los asuntos era la adecuada para ayudarme. Nos volvimos a reunir al día siguiente en mi habitación, ella, supongo que con cierta ironía, la llamó “el lugar del crimen”. Para que no hubiera malentendidos posibles, los dos nos sentamos en unas butacas de las que yo solo me servía para colocar (¿) mi ropa cuando me iba a la cama,  me mudaba, o me ponía los zapatos. Allí le repetí por enésima vez, la manera en que yo había percibido aquella extraña sensación días atrás poco antes de despertar, Laura estuvo muy escrupulosa con los detalles como los días anteriores, e incluso me hizo señalar con minuciosidad el lugar de la ventana donde creí tener la extraña aparición, y después me preguntó por su color, forma y movimiento. La verdad que yo estaba empezando a desquiciarme y casi me arrepentía de haberle preguntado nada. Me hubiera conformado con cualquier tontería esotérica de las suyas, y me estaba sintiendo acosado por algo que a esas alturas estaba dejando de interesarme. Afortunadamente, después de sacar una libreta y escribir en ella unas notas que no me dejó leer, me dijo que había llegado a la conclusión de que lo que me había pasado es que había visto o soñado, la cosa no tenía en su opinión ninguna importancia, un cuervo o un murciélago, que a principios de verano eran muy habituales por allí.  Para acabar ya, le dije que creía que tenia razón y que me sentía muy satisfecho con su explicación, y que no deberíamos darle más vueltas. “Ha sido algo sin importancia y debes olvidarte de ello” me respondió con un tono casi imperativo que me sorprendió. Laura estaba ese día guapísima a esas horas de la tarde, casi ya de noche, embutida en unos pantalones y un top rojo muy ceñido bajo una de capa negra, sujeta a la altura del cuello por una especie de gargantilla de plata. Sus manos tan blancas y su tez tan pálida, casi lívida bajo su pelo azabache, que en otros momentos me hubieran extrañado, me resultaron en esos momentos irresistiblemente atractivos, pero al irse, cuando el vuelo de su capa dibujó una sombra sobre la pared, tuve un escalofrío y la seguridad de que se trataba de ella.

domingo, 9 de diciembre de 2012

TRITONES


Somos un matrimonio ejemplar, o una pareja si se quiere, ya se sabe que hoy en día hay que tener mucho cuidado con las denominaciones que damos a las cosas, no vaya a ser que alguien se sienta discriminado. Pero bueno, en nuestro caso lo cierto es que nos casamos hace ya más de cuarenta años por la iglesia, como entonces era costumbre, y nos ha ido bastante bien así. A los efectos que aquí interesan, como pronto se verá, no hubiera importado que fuéramos gays o lesbianas, pues lo nuestro se trata de características que todo el mundo puede compartir con independencia de su opción sexual. Dije que éramos una pareja ejemplar, ciñéndome al concepto común que tiene  mucha gente de quienes no solo se llevan bien, sino que disfrutan juntos de gran parte de sus actividades y aficiones. Para empezar, y este es el quid de lo que sigue, como pronto se verá, somos dos seres especialmente acuáticos, y que nadie se confunda, no somos peces, sino que tenemos una afición que me atrevería a calificar de desmedida por el agua, sin ser Paco un tritón ni yo, que me llamo Laura, una náyade ni una sirena. Nos conocimos en la playa, como no es difícil de suponer dicho lo anterior, y más precisamente dentro del agua, más allá de las olas, que ya se sabe que en la costa asturiana es corriente que rompan con cierta dureza. Posiblemente estábamos ya en el límite de lo aconsejable, aunque en aquella época los vigilantes brillaban por su ausencia en aquel tipo de playas, y aquella era poco más que una cala. Sin ni siquiera hablar a pesar de la proximidad, pronto supimos que estábamos hecho el uno para el otro, y si no eso, sí que teníamos unas afinidades que no nos pasaron desapercibidas desde ese mismo momento. Antes de acercarnos, ambos estuvimos gozando de la situación al realizar en él todo tipo de cabriolas, empezando por la plancha como punto de partida y siguiendo con diversos tipos de estilos, sobre todo mariposa y delfín con y sin tirabuzón, por encima del agua. Paco era mejor que yo, debo reconocerlo, pero también estaba más entrenado y era lo lógico. Cuando por fin nos reunimos, casi ni nos dirigimos la palabra, pues se hizo de inmediato evidente que queríamos componer a dúo unas cuantas figuras de las que más tarde se harían famosas con la selección nacional de natación sincronizada. Del agua salimos prácticamente novios sin necesidad de más parlamentos, y nos casamos a finales del verano en Ribadesella. Mi familia puso algunos peros al principio, pero desde que se enteraron que Paco era Ingeniero Naval (como por otro lado no podía dejar de ser) y tenía un puesto de dirección en la Bazán, se les acabaron todas las objeciones. Nos casamos en una ermita cerca de la costa, y al terminar la ceremonia nos dimos un baño con los trajes de novios puestos (algo aligerados para decir toda la verdad, pues en mi caso con la cola del vestido y el velo no hubiera sido capaz de hacer otra cosa que el muerto). Nos fuimos a vivir a Ferrol (por entonces del Caudillo), y todos los años visitábamos la ermita de San Andrés de Teixido (ira de morto o quen non foi de vivo) para rememorar el aniversario de nuestra boda. Con los años nuestro renovado chapuzón en tierras gallegas se hizo famoso e incluso llegó a figurar en el folleto turístico de la zona. Yo pronto me quedé embarazada, y ni que decir tiene que Julito vino al mundo mediante un parto dentro del agua, que ambos considerábamos por aquel entonces mucho más sano y adecuado, sin tener que pasar de la humedad y confort de la placenta al secarral que era en Agosto Madrid, que es donde di a luz por un antojo de la familia política que no vamos a remover aquí. La verdad es que el pequeñín era un bebé maravilloso, en el que Paco y yo pronto vimos las trazas de un futuro campeón de natación, aunque si debo ser totalmente honesta, también tengo que confesar que durante un tiempo me pareció adivinar en el unos rasgos un tanto sorprendentes, pues los ojos, siendo de chinito, como suele ser normal en niños muy pequeños, persistieron en su forma durante un tiempo en el que casi vuelvo a recuperar la fe, y pedirle al Altísimo que por nada del mundo consintiera que acabase convertido en un congrio. Nuestra afición al agua no hizo más que crecer con el paso de los años, y cuando quisimos darnos cuenta Paco y yo ya nos habíamos convertido en unos hidrofílicos, incapaces de estar mucho tiempo lejos del líquido elemento. Hasta llegamos a preocuparnos cuando al bañar por las tardes a Julito solo lo sacábamos de la bañera cuando el pobre ya tenía la tiritona y estaba todo arrugadito. Afortunadamente nos dimos cuenta a tiempo y nos pusimos en manos de un terapeuta especialista en este tipo de dolencias, lo que de todas maneras no impidió que poco después nos hiciéramos testigos de Jehová: el bautismo por inmersión se nos hizo imprescindible. Nuestras vidas transcurrían sin embargo con la tranquilidad que suele ser habitual en las familias de clase media de provincias, bien es cierto que en nuestro horario cotidiano no podía faltar la visita a la piscina y las duchas y abluciones a granel. Éramos los últimos en abandonar el recinto deportivo municipal, siempre en compañía de nuestro adorado Julito, que a veces se quejaba de que no tenía tiempo para terminar los deberes, algo que su padre o yo misma solucionábamos a toda prisa antes de meternos en la cama. El tiempo transcurrió con la rapidez que todos los viejos le suponen, una vez que han llegado a una edad donde se hace evidente que resulta mucho mas sencillo mirar hacia atrás que hacia adelante, más si cabe en una tierra como esta donde abundan los vendavales y las tormentas debidas a las bajas presiones del Atlántico, que enseguida se nos echan encima. Esto es algo de lo que nunca dejamos de dar gracias a Jehová, pues dada nuestra querencia líquida, siempre hemos podido disfrutar de un clima para nosotros ideal, incluso, como bien saben los turistas en pleno verano. Siempre nos ha tenido sin cuidado las críticas de nuestros vecinos y allegados, incapaces de comprender nuestra afición al mundo de Tales de Mileto (*), y aunque hemos tenido que soportar situaciones bastante tensas y violentas, hemos salido adelante orgullosos de nuestros impermeables, katiuskas y gorros marineros para la pesca de altura. Uno de nuestros mayores placeres lo han constituido las tardes en las que en compañía de Julito (no tuvimos más descendencia), salíamos a la calle con paraguas y lloviendo a mares, y recordábamos la famosa escena de “Cantando bajo la lluvia” cogidos de la mano. Hasta el mismísimo Gene Kelly se hubiera muerto de envidia si nos hubiera visto. La vida, pues ha sido generosa con nosotros, y nos ha dado lo que más deseábamos. No hemos sido campeones de natación y ni siquiera fuimos convocados por la Federación para los campeonatos de Galicia, pero hemos contado con la cercanía de un mar pródigo en marejadas que nos ha dejado con frecuencia el regalo de sus aguas desatadas en los muelles, pantalanes y espigones de todos los puertos gallegos que hemos visitado cuando la ocasión era propicia. Julito se independizó hace tiempo de nosotros y se casó con una chica de la tierra también muy aficionada a los meteoros acuosos, y en la actualidad vive el La Coruña, de donde dice que le tendrán que sacar con los pies por adelante, a no ser que el índice de pluviosidad de su nuevo destino no disminuya un ápice del que tan felices nos ha hecho hasta ahora.

 

(*) Famoso matemático y filósofo griego, que además de ser conocido por cualquier alumno de bachillerato por sus celebérrimos teoremas de geometría, afirmaba que en la naturaleza todo está compuesto por agua.

lunes, 3 de diciembre de 2012

BUHARDILLAS


Nunca había entrado en la buhardilla y sin embargo estaba allí al lado: su puerta a pocos pasos de la de mi habitación. No es que no tuviera la curiosidad de ver lo que había dentro, ni siquiera de que no me atreviera. Se trataba mas bien de una especie de tabú familiar transmitido  a través de los años, que hacía que aquella puerta cerrada fuera un hecho que ni debía considerarse, de la misma manera que una persona respira y nunca se pregunta por la composición química del aire. A pesar de todo, un día inesperadamente la encontré entornada, y no pude resistir la curiosidad de saber qué había dentro. Entré pues finalmente en aquel sancta sanctorum al cabo de muchos años, y me encontré en un lugar angosto y un tanto inquietante, pues el techo, sostenido por unas gruesas vigas de madera oblicuas bajo el tejado, hacía el recinto un tanto agobiante, por el que uno debía desplazarse doblando el espinazo. De todas maneras, lo que más llamaba la atención enseguida, era la enorme cantidad de polvo acumulada sobre los muebles y enseres allí depositados, entre los que, como en algunas películas de terror, destacaba un caballito de madera sobre un balancín, con el que me tropecé y me dio un buen susto poco después de entrar. Lo más sorprendente, sin embargo, fue encontrar al final del habitáculo, tras doblar una esquina en ángulo casi recto, un bicho que tenía todo el aspecto de ser un pavo, pero que sorprendentemente ni siquiera se movió al verme. El pobre no parecía estar para muchos trotes, y cuando echándole valor me acerqué, apenas emitió una especie de cacareo lamentable que no había que ser muy avispado ni veterinario, para concluir que estaba en las últimas. El espectáculo a la vista era un tanto decepcionante para un chico como yo, que por entonces no había cumplido los dieciséis, y que pudo imaginar que en aquel lugar secreto podrían encontrarse algo más estimulante: a esos años la realidad se combina con mucha facilidad con la imaginación. En el suelo, cerca del pavo, se hizo evidente a pesar de la penumbra un tazón muy grande, que yo había vista hacía algún tiempo en la cocina, y del que nunca me había preguntado su utilidad. Sin embargo, ahora estaba allí, como si finalmente hubiera encontrado el uso para el que estaba destinado. Un ente, por lo tanto, teleológico, como todos, y cuya existencia a partir de las manos del alfarero que lo hizo, debía estar perfectamente definida para encontrar en aquella buhardilla su verdadero destino. Se acercaba la Navidad, y viendo el cuchillo al lado del tazón, no me fue complicado llegar a la conclusión de que a aquel ave no le faltaba mucho tiempo para pasar al otro lado del espejo. Entonces fue el momento en que se me hizo diáfanamente claro el significado por aquellas fechas de los cacareos y carreras en el piso de arriba, cuando, estando reunidos en el salón, mi madre se empeñaba en subir el volumen de la radio o el tocadiscos. El matarife, como pronto pude darme cuenta, era Josefa, la criada. Una persona abnegada y entregada en cuerpo y alma a la familia, que, no obstante, era al mismo tiempo un ser sensible, para quien hacer pasar a alguien al otro mundo suponía casi una tarea insuperable, algo que, a pesar de todo, vencía finalmente, llevada por atavismos serviles, después de decenas de generaciones en las que había aprendido que, de todas maneras, lo fundamental era llevarse bien con los señoritos. Así pues, aquella tarde pude ver por primera y última vez a aquel animalito acobardado al fondo de la buhardilla (y posiblemente drogado para que su resistencia no se saliera de los límites de lo que podría considerarse de buena educación). Pronto el tazón recibiría la ofrenda para la que estaba destinado desde que fue concebido, una sangre de la que nadie se acordaría cuando en la Nochebuena todos celebráramos en familia la llegada al mundo de nuestro Redentor.