Entro en una iglesia y enseguida me sale al paso un señor de cierta edad. Va vestido de trapillo pero muy bien afeitado, detalle con el que, aunque no sea aquel el lugar más adecuado, supongo que trata de impresionar a sus interlocutores (le brilla la cara, supongo que por la loción para después). Me dice que en esos momentos no se admiten visitas, a lo que le contesto que a pesar de mi aspecto no soy un turista sino un feligrés. Me responde que es el sacristán de aquella parroquia desde hace treinta años y que no tiene el gusto de conocerme, a lo que punto seguido le preciso que soy un feligrés “nuevo”, algo que le deja un tanto perplejo y me indica que haga el favor de sentarme, que de inmediato vendrá el párroco a hablar conmigo. Lo hago y el tipo desaparece detrás de una columna. A los cinco minutos viene de nuevo acompañado de un sacerdote con sotana y gesto bonancible, me presenta y se va. El cura, que resulta ser el coadjutor ya que el párroco está ocupado, se sienta a mi lado y me pregunta qué se me ofrece. Le digo que soy ateo pero que quiero creer y que estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario para ello. Me hace ver que la fe no es estrictamente una cuestión de voluntad, sino más bien de inspiración. “Divina”, por supuesto, añade rápidamente. Le amplio mis pretensiones diciéndole que quiero ir al cielo y que le rogaría que me enseñara el camino. Se levanta y con un gesto me invita a seguirle. Entramos por una puerta junto a la cual hay un cartel grande con la palabra “sacristía”. Enseguida comenzamos a subir una escalera de caracol muy empinada con unos escalones mínimos en los que apenas caben los pies. “Es la torre da la iglesia” me dice una vez que ha llegado arriba y ha recuperado el resuello. Luego en una especie de azotea que la corona saca un brazo y señala hacia arriba. “Ahí tiene su cielo”, afirma mirándome fijamente. “Me gusta-le digo-me voy a quedar”. El coadjutor se muestra satisfecho y desciende. De momento no hay nubes.
Al salir de la iglesia tuve una revelación que me extrañó, pues en aquellos momentos pensé que lo lógico es que ese tipo de fenómenos se produzcan en su interior, en buena medida para eso están hechas. Claro que cabía la posibilidad que fuera así, y que hubiera sido adentro donde se operó el cambió que hizo posible lo que me sucedió una vez en el exterior. Había asistido a una misa a media tarde, al salir empezaba a anochecer y el sol estaba a punto de desaparecer por el horizonte frente a mí. Era un espectáculo maravilloso que todos los feligreses contemplábamos con emoción, como si formara todavía parte del ritual al que acabábamos de asistir. Incluso pude darme cuenta de que algunos, posiblemente impresionados por aquel pleonasmo de belleza, volvieron al interior para recogerse y dar gracias al Señor por haber creado una naturaleza que nos deparaba aquella de orgía de felicidad y amor. Fue entonces cuando capté el rayo verde, al parecer un guiño del creador a sus criaturas debido a la refracción de la luz en la atmósfera. Tenía mis dudas pero ese momento fue suficiente para caer de hinojos y cantar himnos de alabanza, que de inmediato fueron secundados por el resto de los feligreses como un todo. Finalmente la luz se ausentó y las tinieblas se apoderaron del escenario. Entonces me desperté: me había convertido.
Se supone que una iglesia es en un útero en el nos sumergimos cuando entramos y del que nacemos de nuevo cada vez que salimos. O al menos es posible que eso lo digan los psicólogos amantes de las metáforas, que aprovechan cualquier lugar o circunstancia para encajar sus teorías. Aquella podía ser una ocasión adecuada, porque en el interior no se veía prácticamente nada a pesar del día soleado del que disfrutábamos afuera, así que ya dentro supuse que efectivamente salir debía ser una experiencia gozosa, porque aunque allí se gozaba de porque cierta tranquilidad, la verdad es que el ambiente era demasiado lúgubre como para suponerse en el seno materno. Además hacía un frío helador, y la gente trataba de calentarse abrazándose a si misma o juntándose unos con otros para proporcionarse cierto calor. Cuando acabaron los oficios religiosos, los asistentes se reunieron en el pasillo central y se encaminaron a toda prisa hacia la puerta de salida que se abrió de par en par para aliviar la avalancha. A pesar de que en esos momentos el órgano interpretaba una preciosa música de Bach, la gente no tuvo paciencia o prefirió salvar el pellejo, y desde el exterior debió tenerse en aquellos momentos la impresión de estar asistiendo a un parto un tanto precipitado.
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