Estaban ahí, les oía todas las noches, pero no iba a hacer nada.
Después de todo, ellos tenían sus derechos, y si no había un partido comunista
capaz de proporcionarles alojamiento, me parecía bien que acamparan donde
pudiesen. Claro que partido comunista a estas alturas del partido no hay para
eso ni para nada (tengo nostalgia de Lenin, con su gorrita y barba de chivo, no
sé porqué) ¡Tanto derecho a la propiedad y tanta historia que condena al que no
sea hijo de papá a vivir en la puta calle! Porque además debo añadir que se
comportaban con total corrección, y apenas levantaban la voz ni hacían ruido
cuando trasteaban con sus miserables enseres. Es cierto que por la mañana
todavía se podían observar algunas trazas de su estancia, algo insignificante,
y que por mi parte estaba dispuesto a aceptar de buena manera, además, antes de
las nueve la limpiadora ya había suprimido toda huella de su presencia. Les
veía todas las noches que me levantaba para ir al servicio o simplemente cuando
me despertaba por cualquier motivo. No podía evitar la curiosidad de
observarles por la mirilla de la puerta, y aún me sorprende lo organizados que
estaban, tengo la impresión de que había alguien responsable de su alojamiento,
y lo cierto es que lo hacía a las mil maravillas. Solían estar arrebujados por
el suelo con sus mantas y cartones, aunque, al parecer, a algunos les sobra con
el chaquetón y algún jersey. Otros
incluso se permitían una colchoneta escuálida debajo, aunque hay que aclarar
que los descansillos de estos pisos son bastante mullidos, supongo que porque
algunos de nosotros ya tenemos cierta edad y se nos pueden resentir las
rodillas. Viva el sarcasmo. Era curiosa la sensación que tenía cuando les
entreveía en esa especie de semipenumbra que creaba la iluminación auxiliar de
la escalera, y me daba la impresión de mirar hacia el interior de un local y no
hacia afuera, lo que me hacía pensar en como la presencia humana le prestaba un
calor que no tendría sin ella. Lo más sorprendente era su habilidad para
moverse sin hacer el menor ruido, pues nunca sentí el menor roce con la puerta.
A veces parecían mantener conversaciones en voz baja protegiéndose la boca con
el embozo de la manta, y en algunas ocasiones les vi encender linternas, que al
moverse daban al descansillo la atmósfera de un lugar secreto, donde podían
suceder cosas extraordinarias. Vivo en un segundo piso, y tengo la impresión
que no subían más arriba, supongo que porque con el primero y este tenían
suficiente. Nunca fueron sorprendidos porque venían muy tarde por la noche y se
iban de amanecida, aunque desde luego mi vecino estaba al corriente y me lo
comentó, les llama los zombis, y durante un tiempo dudó si comentarlo o no en
la comunidad, pero a él también le daban pena, y no lo hizo. Si les hubiera
sorprendido el portero hubiera sido diferente, porque es un hombre con muy
malas pulgas. Una noche me levanté de madrugada y estuve un buen rato observándoles
con detenimiento, parecía gente relativamente joven porque todavía ninguno
roncaba ni se desvelaba, algo mucho más frecuente según pasan los años, como
todos sabemos, pero lo que sucedió cuando ya me iba a retirar, hizo que me
quedara un poco más, porque parecía algo en principio poco adecuado para aquel
lugar. Alguien se trasladó sigilosamente sin levantarse y se metió con otro
(supongo que otra) al lado, comenzando enseguida lo que es fácil de adivinar
viendo los sinuosos movimientos de la manta que les cubría. Lo que me extrañó
en aquellos momentos es que nadie más se despertara, posiblemente porque no
hicieron el menor ruido, no sé si porque ese era su modus habitual o porque,
temerosos de ser interrumpidos, antepusieron la culminación de su deseo a las
consecuencias normales de las efusiones de ese tipo. No debió ser sencillo.
Estuvieron durmiendo allí hasta poco antes de la primavera, cuando el tiempo
más benigno en el exterior debió permitirles otras acampadas en lugares
adecuados y menos comprometidos. Sin
embargo, mi visión casi beatífica de aquel grupo cambió el día que al abrir
temprano la puerta de casa para salir, pude ver un enorme zurullo sobre el
felpudo. Supe entonces que no volverían, y que a pesar de no haber sido
molestados en absoluto durante todo el invierno, sus corazones todavía
albergaban un rencor de clase (o de lo que sea) que tardaría tiempo en
desvanecerse. “A no ser que pronto triunfe el partido comunista”, pensé soltando
una carcajada al saltar sobre aquel inopinado obstáculo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario