viernes, 26 de octubre de 2012

RELLANOS


Estaban ahí, les oía todas las noches, pero no iba a hacer nada. Después de todo, ellos tenían sus derechos, y si no había un partido comunista capaz de proporcionarles alojamiento, me parecía bien que acamparan donde pudiesen. Claro que partido comunista a estas alturas del partido no hay para eso ni para nada (tengo nostalgia de Lenin, con su gorrita y barba de chivo, no sé porqué) ¡Tanto derecho a la propiedad y tanta historia que condena al que no sea hijo de papá a vivir en la puta calle! Porque además debo añadir que se comportaban con total corrección, y apenas levantaban la voz ni hacían ruido cuando trasteaban con sus miserables enseres. Es cierto que por la mañana todavía se podían observar algunas trazas de su estancia, algo insignificante, y que por mi parte estaba dispuesto a aceptar de buena manera, además, antes de las nueve la limpiadora ya había suprimido toda huella de su presencia. Les veía todas las noches que me levantaba para ir al servicio o simplemente cuando me despertaba por cualquier motivo. No podía evitar la curiosidad de observarles por la mirilla de la puerta, y aún me sorprende lo organizados que estaban, tengo la impresión de que había alguien responsable de su alojamiento, y lo cierto es que lo hacía a las mil maravillas. Solían estar arrebujados por el suelo con sus mantas y cartones, aunque, al parecer, a algunos les sobra con el chaquetón y algún jersey.  Otros incluso se permitían una colchoneta escuálida debajo, aunque hay que aclarar que los descansillos de estos pisos son bastante mullidos, supongo que porque algunos de nosotros ya tenemos cierta edad y se nos pueden resentir las rodillas. Viva el sarcasmo. Era curiosa la sensación que tenía cuando les entreveía en esa especie de semipenumbra que creaba la iluminación auxiliar de la escalera, y me daba la impresión de mirar hacia el interior de un local y no hacia afuera, lo que me hacía pensar en como la presencia humana le prestaba un calor que no tendría sin ella. Lo más sorprendente era su habilidad para moverse sin hacer el menor ruido, pues nunca sentí el menor roce con la puerta. A veces parecían mantener conversaciones en voz baja protegiéndose la boca con el embozo de la manta, y en algunas ocasiones les vi encender linternas, que al moverse daban al descansillo la atmósfera de un lugar secreto, donde podían suceder cosas extraordinarias. Vivo en un segundo piso, y tengo la impresión que no subían más arriba, supongo que porque con el primero y este tenían suficiente. Nunca fueron sorprendidos porque venían muy tarde por la noche y se iban de amanecida, aunque desde luego mi vecino estaba al corriente y me lo comentó, les llama los zombis, y durante un tiempo dudó si comentarlo o no en la comunidad, pero a él también le daban pena, y no lo hizo. Si les hubiera sorprendido el portero hubiera sido diferente, porque es un hombre con muy malas pulgas. Una noche me levanté de madrugada y estuve un buen rato observándoles con detenimiento, parecía gente relativamente joven porque todavía ninguno roncaba ni se desvelaba, algo mucho más frecuente según pasan los años, como todos sabemos, pero lo que sucedió cuando ya me iba a retirar, hizo que me quedara un poco más, porque parecía algo en principio poco adecuado para aquel lugar. Alguien se trasladó sigilosamente sin levantarse y se metió con otro (supongo que otra) al lado, comenzando enseguida lo que es fácil de adivinar viendo los sinuosos movimientos de la manta que les cubría. Lo que me extrañó en aquellos momentos es que nadie más se despertara, posiblemente porque no hicieron el menor ruido, no sé si porque ese era su modus habitual o porque, temerosos de ser interrumpidos, antepusieron la culminación de su deseo a las consecuencias normales de las efusiones de ese tipo. No debió ser sencillo. Estuvieron durmiendo allí hasta poco antes de la primavera, cuando el tiempo más benigno en el exterior debió permitirles otras acampadas en lugares adecuados y menos comprometidos.  Sin embargo, mi visión casi beatífica de aquel grupo cambió el día que al abrir temprano la puerta de casa para salir, pude ver un enorme zurullo sobre el felpudo. Supe entonces que no volverían, y que a pesar de no haber sido molestados en absoluto durante todo el invierno, sus corazones todavía albergaban un rencor de clase (o de lo que sea) que tardaría tiempo en desvanecerse. “A no ser que pronto triunfe el partido comunista”, pensé soltando una carcajada al saltar sobre aquel inopinado obstáculo.

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