Voy andando por la calle y empieza a chispear. De hecho, más
que andando tengo la impresión de ir desfilando, como si obedeciera a una voz
de mando que me ordenase ir a determinadas revoluciones por minuto. Y no solo
eso, sino que además braceo exageradamente, transmitiendo a mi cuerpo la
impresión de estar participando en un desfile (pienso en la Legión y su
mascota). De repente me siento ridículo al ver que soy observado por un
individuo asomado a la ventana de un chalet al lado de la calle. Trato de
inmediato de disimular para engañarle y darle la impresión de que en todo caso
estaba jugando, y que lo que hacía fuese por lo tanto admisible y no el
resultado del desvarío de una mente extraviada. Debo haberle convencido, porque
con el rabillo del ojo me doy cuenta de que se retira sin duda llevado por su
falta de interés. Punto seguido pienso, sin embargo, que quizás lo que sucede
es que está harto de ver pasar frente a su casa a gente que no está en sus
cabales o que de algún modo pretende llamar la atención, algo que en mi caso no
sería cierto, pues actúo ajeno al mundo que me rodea. Poco más allá, por lo
tanto, recobro mi aire marcial y braceo si cabe con más brío, pero enseguida me
doy cuenta de que lo verdaderamente sorprendente no es mi actitud sino mi
atuendo. Visto un abrigo muy largo que arrastro por el suelo, y cuyas mangas
sobrepasan holgadamente mis manos, por lo que parezco una marioneta irrisoria,
que es lo que verdaderamente debe llamar la atención de quienes me observan.
Ahora me explico el por qué me costaba tanto avanzar, teniendo en cuenta que
llevo conmigo como mínimo dos cuartas de tela gruesa por el suelo, empapada
además por el agua de lluvia que forma charcos que yo no evito al caminar, y
sobre los que incluso chapoteo cuando los sobrepaso. A pesar de todo, me alejo del lugar con el
regocijo que causa el hecho de saberse original, dejando a los demás cavilar
sobre el correcto funcionamiento de mi cerebro prefrontal, y la sospecha de su
incapacidad para no ser estrictamente lo que es debido.
Frente al espejo de cuerpo entero no soy capaz de tomar una
decisión. Si no lo tuviera es probable que no sintiera crecer en mí esta
desazón, simplemente porque no me vería y no me resultaría tan fácil juzgarme.
El otro día, sin embargo, cedí al encanto de la vendedora de la tienda de
muebles y acabé comprándomelo. Un espejo mural de casi dos metros de altura con
un marco en madera negra imitación de ébano, que a pesar de ello me costó un
ojo de la cara. Me miro como dije en el espejo con varios de los abrigos de los
que dispongo para este invierno y ninguno me satisface. El más corto parece
simplemente una chaqueta alargada (además es muy viejo), el otro, un tres
cuarto me recuerda a mi época militar en la que tuve que usarlo casi a diario
(aquí siempre llueve y hace frío), y además me golpea sobre las rodillas al
andar y resulta muy incómodo, y el tercero me está decididamente grande y me
llega casi hasta los zapatos haciéndome aún más pequeño, siendo yo de natural
de estatura mediana tirando a baja. Un enano, me digo para mis adentros. Mi
incapacidad para decidir me intranquiliza más y más según discurre la tarde y
tengo ya que tomar una decisión y arriesgarme al juicio de los demás. Para
tener más datos paseo a lo largo del pasillo con cada uno de ellos sucesivamente,
tratando con así de concluir algo definitivo, pero al cabo de un rato debo
sentarme empapado en sudor e incapaz de tomar una decisión coherente.
Finalmente, cuando estoy a punto de rendirme y meterme en la cama después de
una buena ducha, me decanto por un atuendo veraniego, pantalón bermudas y
camisa de manga corta, que si bien me hará temblar, demostrará a los demás mi
apostura y decisión de afrontar las inclemencias del tiempo a pecho
descubierto, algo muy valorado por quienes son capaces de afrontar la pulmonía
como una servidumbre de sus consideraciones de orden estético.
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