Soy observador, una profesión no reconocida como tal. Pero lo
soy. Es cierto que mi inmovilidad tampoco me deja demasiadas opciones, pero a
pesar de todo acepto la inevitabilidad de mi condición, y me asumo como
observador en el sentido literal de la palabra. No se me oculta que ya hay
profesiones con cierto prestigio que se han labrado una merecida fama en este
campo a lo largo de los años, por ejemplo, el personal de los observatorios geográficos
y espaciales, los observadores de las unidades militares, y hasta los llamados
ojeadores de los equipos deportivos encargados de localizar a las próximas
figuras, y muchos más sin duda. El hecho, sin embargo, es que yo lo soy, y si
recuperara la movilidad no renunciaría a una profesión que ahora me apasiona.
De momento he centrado mi atención en las personas, y entre ellas en los
conductores de vehículos a motor y en los viandantes, sobre los que hay que
decir mucho más de lo que la gente corriente puede imaginar, admitiendo varias
divisiones y subdivisiones que quiero presentar brevemente en las próximas
líneas. Sobre los conductores lo primero que hay que concluir es que como norma
general, los que llevan vehículos grandes suelen ser de estatura baja o media,
algo también aplicable a los de gran cilindrada. Esto no quiere decir que las
personas más altas no puedan utilizarlos, pero en un porcentaje muy inferior.
Pura estadística desde mi ventana sobre la calle. La conclusión lógica que se
infiere de tal observación es que siendo el vehículo una representación
personal de quien lo conduce, este trata de representarse mediante ese “yo
externo” que es el auto sobredimensionado, que le compense de su déficit. Las
personas grandes o voluminosas suelen elegir ese modelo por razones
estrictamente anatómicas: en uno más pequeño estarían incómodas. Hay sin
embargo excepciones, y se dan casos llamativos de personas muy gruesas
obstinadas en embutirse en utilitarios, pero eso, a falta de explicaciones
estrictamente económicas, nos remitiría de inmediato a lo patológico, algo que
no es objeto de estas líneas. El método aplicado para llegar a las conclusiones
anteriores es muy sencillo pero bastante científico, pues se basa en la
experimentación: se trata simplemente del porcentaje de conductor que se puede
ver a través de su ventanilla, o en qué medida su rostro y cabeza sobrepasan la
parte superior del volante. Puede aceptarse un margen de error (nunca muy
elevado) por la utilización de cojines bajo las nalgas, o de personas de tronco
poco estilizado (*). Esto es igualmente aplicable para hombres y mujeres,
aunque en mis conclusiones haya tenido en cuenta su diferencia media de
estatura, y el posible volumen del peinado de estas, algo de todas maneras poco
importante al haberse terminado hace tiempo la época en que los cardados hacían
furor. Los vehículos pequeños, utilitarios, compactos o de baja cilindrada,
suelen ser utilizados por una mezcla muy heterogénea de personas, pero nos
equivocaríamos si supusiéramos que simétricamente a lo dicho más arriba lo
serían preferentemente por gente grande. No es así, pues el porcentaje entre
unos y otros se equilibra. Además, este es un segmento de la automoción en el
que es aconsejable otro tipo de calificación de conductores, entre los que
destacaríamos a la gente joven y por tanto normalmente con pocos recursos y a
las señoras, sobre todo de cierta edad, que suelen utilizar el segundo o tercer
vehículo de la familia. Las personas
desmedidamente grandes o cercanas al raquitismo, suelen decantarse por
voluminosos vehículos 4x4: tienen sus razones que, por obvias, no voy a
explicar aquí. A todas estas consideraciones habría que añadir otras que se
pueden acoger al concepto de “enmascaramiento” o “similitud”. Se trataría de conductores
cuya prioridad al elegir un automóvil es su equiparación con el mismo, de tal
manera que no lleguen a desentonar. En este sentido una persona pequeña
elegiría un coche igualmente pequeño, y una grande uno una gran berlina como
mínimo. Son personas a las que les horroriza llamar la atención y piensan que
adecuándose de esa manera a sus vehículos pasarán más desapercibidos, sobre
todo al descender de los mismos, momento en el que los contrastes se hacen más
hirientes. Algo parecido sucede con el color, donde si bien la mayoría opta por
los tonos discretos, algunas prefieren resueltamente los colores vivos y
llamativos. Los primeros suelen ser quienes tienen la vida más o menos resuelta,
entre los que encaja especialmente el funcionariado y los que realizan
funciones rutinarias o administrativas. Los creadores, y en general los
artistas, optan por formas más rompedoras y colores especiales, pues entienden
que otra cosa sería aceptar la monotonía de un mundo que difícilmente aceptaría
sus obras. Claro que a estos cabe añadir aquellos tipos, snobs o pedantes, que
no se conforman con el mundo tal cual es, e intentan introducir en él un
elemento distorsionante, bien sea por su estética infrecuente o por un
narcisismo solapado, que les hace querer destacar por encima de todo. Al
observador le faltan de momento datos para adjudicar uno u otro tipo de automóvil
en función de la profesión del propietario, pero como norma cree que lo
adecuado es pensar que a mayores ingresos, mejores coches y viceversa, aunque ya
se sabe que siendo el coche un ego magnificado, no son pocos los que optan por
pagar muchas letras y hacerse con un coche caro para presumir con sus amistades,
y adjudicarse un status que en puridad no les corresponde, algo muy frecuente
en el área de servicios y comercial. La clase estrictamente proletaria, si es
que existe, sería objeto de otro estudio. El próximo día hablaremos de los
peatones. Buenas tardes y muchas gracias.
(*) Más Botero que Giacometti.
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