A pesar de que ellos se fueron, yo había decidido no moverme
del balneario. Se había organizado una excursión a la ciudad, pero yo la había
visitado hacía poco tiempo y no me interesaba en absoluto volverlo a hacer en
compañía de todos aquellos carcamales. Además, lo realmente interesante era el
casco antiguo y sobre todo la ciudad medieval, que conservaba en la memoria
como si hubiera estado allí el día anterior. Puse como excusa una indisposición
momentánea, pero en el fondo de mí misma sabía que lo que me ocurría es que
habían dejado atraerme todas las iglesias, catedrales, castillos, palacios y
plazas antiguas, de las que en su día me harté, y que la gente se obstina en
visitar una y otra vez, aunque al poco tiempo no se acuerden de nada o sean
capaces de confundir la catedral de Burgos, por poner un ejemplo (malo, ya lo
sé), con la de León. Prefería volver al cuarto y esperar su regreso para la
cena releyendo “La montaña mágica” de Thomas Mann, una novela que me había
entusiasmado siendo casi una adolescente, y a la que quería volver a echar un
vistazo y releer algunos pasajes. Además hacerlo tenía cierto morbo, porque
todos nosotros en mayor o menor medida padecíamos algunos achaques, que aunque
no revestían la gravedad de la tuberculosis del hospital de la montaña de la
novela, dada nuestra edad en cualquier momento podían hacerse más virulentos,
sobre todo en los que padecíamos de los pulmones. Así que decidida a pasar el
día a mi manera, subí a la habitación y me senté en el estupendo sillón de
orejas que la Dirección nos había instalado en cada habitación. Sin duda eran
conscientes de que con nuestra edad y necesitando reposo, lo íbamos a utilizar
con frecuencia en las horas que teníamos libres. Era media mañana y faltaba aún
tiempo para la comida, así que me instalé frente a la ventana, por donde
comenzaba a entrar un sol todavía tibio pues en la montaña tarda más en
calentar, y además afortunadamente aquí por esta época suele soplar una brisa
muy agradable. Tenía el libro preparado sobre la cama, pero en principio
preferí sentarme y disfrutar durante unos momentos de la belleza del paisaje. A
lo lejos se podía ver otras montañas, y algo más cerca, casi oculto en una
hondonada, un pueblito del que sólo se llegaban a ver con claridad los tejados
de tejas grises de pizarra. De algunas chimeneas salían columnas de humo que
parecían elevarse hacia un cielo azul con mucha pereza, como si de hecho les
costara abandonar el suelo. Me perdí en ese momento en ensoñaciones de otras
épocas, rememoré sobre todo en los
últimos años con mi marido, en el que solíamos frecuentar establecimientos como
este, hasta que dijo basta y no volvió a salir de casa. Estaba harto de
arrastrar su enfermedad, y aquellas estancias en altura llegaron a parecerle
una pérdida de tiempo y en cierta medida una estafa, pues aparte de apreciar el
paisaje, decía que volvía aún más fatigado que cuando llegábamos. No era mi
caso, desde luego, pero justo en esos momentos me invadía un sentimiento que no
sabría como definir, no era exactamente cansancio, pero sí algo parecido, una
especie de laxitud que me hacía sentir el cuerpo entumecido y sin ganas de
hacer nada. Hastío, esa era quizás la palabra mas adecuada para definir la
sensación que me embargaba, como si el mundo se hubiera vuelto un lugar
demasiado previsible, en el que no había nada nuevo que hacer, nada que me
estimulara a esperar el día siguiente con ilusión. De todas maneras, si debo
ser sincera, la compañía de Elvira, mi amiga de toda la vida que había querido
acompañarme al balneario, me servía de mucho, entre otras cosas porque no había
secretos entre nosotras y me comprendía. Por ejemplo, pocos días antes, cuando
la hice partícipe de mi estado, me comprendió y no trató de sacarme de él por
todos los medios, como seguramente hubiera hecho una persona que se niega a reconocer
los sentimientos de los demás, o solo los acepta si son positivos. No, ella me
acompaña emocionalmente en el sentido literal de la palabra. Me comprende y me
dice que a nuestros años tener estos arrechuchos son normales, y que es una
manera de seguir avanzando “hacia donde tú ya sabes”, y aquí me guiña un ojo y
hace un gesto cómplice que yo agradezco. Saber que alguien así está a tu lado
alivia mucho cuando ya no se espera demasiado del futuro. Perdida en estas
divagaciones interiores, el tiempo se me pasó volando, y cuando quise darme
cuenta era la hora de bajar al comedor, y yo ni siquiera había abierto el
libro. Después de comer tuve la tentación de echarme un rato en la cama y
dormir la siesta, pero finalmente me contuve porque la verdad es que suele
sentarme como un tiro. Preferí dar una cabezada en el sillón, esperando que
llegaran las seis de la tarde, hora prevista para el regreso de la excursión, y
ver que me contaba Elvira. Me quedé sin embargo dormida y cuando me desperté
debía ser bastante tarde porque el sol ya se ocultaba entre los altos picos de
los alrededores. Decidí esperar hasta la hora de cenar, y mientras tanto cogí
finalmente el libro dispuesta a hacer tiempo. Lo que pasó entonces es algo que
ni yo mismo me explico ahora que ya he vuelto del balneario, pero que, sin
embargo, en aquellos momentos pareció estar repleto de sentido. Lo abrí y me
acerqué a la ventana. La luz de la tarde incidía tamizadamente sobre unos
macizos de dalias y hortensias en el jardín a mis pies, y ante la belleza de aquel espectáculo me pareció
totalmente absurdo ponerme a leer. Sin pensarlo, como una autómata, fui
arrancando sus páginas y lanzándolas al exterior, como si fueran mariposas que
llegaban de un lugar que yo misma desconocía. Me pareció algo sublime, un
homenaje al tiempo que se iba, y no me importó nada que varios huéspedes desde
abajo me miraran sorprendidos y confusos: me sentía feliz. Luego me eché en la
cama, y al poco llegó Elvira, que cogió mis manos entre las suyas en silencio,
y me miró con ternura.
(De “El balneario”, novela de M. Vázquez Montalbán. “A
pesar de que ellos…”)
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