martes, 30 de octubre de 2012

URGENCIAS (El diario del doctor Mateo)


El paciente XY me inquieta. Dada mi profesión no debería ser así: soy psiquiatra desde los veinticinco años. Dice que ha visto al Redentor, algo absolutamente común entre este tipo de chiflados, pero lo describe con tal pasión y verismo que en el fondo me pregunto si no será verdad. (De todas maneras, este mes he tenido dos Jesucristos y un musulmán que decía haber visto a Alá “en carne y hueso”). Debo seguir su evolución al detalle. De momento le dejamos en la UCI. Está muy agitado y tiene algo de temperatura. Si he de ser sincero debo confesar que no sé con exactitud por qué me inquieta, pero creo que me ha cogido manía nada más verme.

Hemos logrado calmarle, me refiero a XY, pero ha habido que meterle una buena dosis. Creo que este tipo nos va a dar más problemas de los habituales, en que estas chaladuras se les pasan a los pocos días. Es imposible bajarle a planta a no ser totalmente sedado y no es conveniente porque tiene dificultades respiratorias. De todas maneras, lo más sorprendente hoy es que en un momento dado pareció tranquilizarse y nos pidió un sudoku, dice que le relajan mucho.

Al final el otro día le dimos un libro entero de sudokus, y el panorama cambió totalmente. Le hemos bajado a planta. Tiene mejor aspecto y su temperatura, tensión y aspecto general han mejorado mucho. A pesar de todo, cuando le visito creo percibir que recela de mí, y que cuando le hablo tratando de entenderle un poco más, se ríe por lo bajo y hace unos gestos que cree que me despistan y achaco a su locura, pero en el fondo creo que me está tomando el pelo.

No se me va de la cabeza la imagen del Redentor que describió el día de su ingreso con tanta precisión. Dijo que era alto, guapo, con el pelo oscuro sin llegar a negro, y con una barba entrecana que le sentaba muy bien, y luego se extendió en cantidad de detalles que ocuparían el resto de este folio, de los que solo destaco la que me pareció más singular, y es que hablaba en euskera (algo, sin embargo, bastante normal, teniendo en cuenta que XY es de Lequeitio).

Me he afeitado y teñido el pelo de rubio. Tengo la convicción de que ese pájaro, hablo de XY naturalmente, me estaba tomando por el Redentor (me parezco bastante a su descripción), y que su mirada inquisitiva respondía simplemente a una especie de veneración que sentía por mí, aunque yo lo hubiera interpretado de manera menos favorable.

Este tipo cada día me cae mejor, aunque temo que pronto le den de alta porque el doctor Estébanez, mi compañero en esta área, dice que cree que XY finge, y que ingresó con el único objetivo de pasar un mes ingresado sin gastarse un duro. Le voy a decir que no estoy de acuerdo, aduciendo que ahora dice ver el mundo exclusivamente en cuadrículas, como si estuviera mirando a través de una ventana y que tal cosa hay que estudiarla.

El doctor Peribañez de Oftalmología es de la opinión que XY ve perfectamente y que dice lo que dice para seguir internado, porque de acuerdo con las pruebas que le ha practicado con su equipo portátil no tiene “degeneración macular” ni nada que se le parezca, aunque también es posible “que de tanto sudoku se le esté yendo la olla” (sic).

Ayer en la visita de planta ocurrió un incidente desagradable. XY me recibió de rodillas, y nada más entrar, me llamó Señor y me besó los zapatos. Estaban presentes la enfermera y Estébanez, por lo que la situación fue más que tensa, ridícula. Además había llovido, tenía los zapatos sucios y se puso la cara hecha un cristo (nunca mejor dicho). Logramos calmarle con buenas palabras, a lo que él respondió: “solo me falta una vertical, pero no pueden ser ni el seis ni el siete”.

Ayer por la tarde XY, aprovechando al parecer que la enfermera había ido al servicio, desapareció sin dejar rastro, o mejor dicho dejando como recuerdo un escapulario de los Sagrados Corazones. Nadie se dio cuenta: me lo quedaré. Quizás sea un primer paso para encontrarle. Me voy a dejar otra vez la barba y a decolorarme el pelo. Le voy a buscar. No puedo vivir sin él. Quiero volver a ser su Redentor.

BALNEARIOS


A pesar de que ellos se fueron, yo había decidido no moverme del balneario. Se había organizado una excursión a la ciudad, pero yo la había visitado hacía poco tiempo y no me interesaba en absoluto volverlo a hacer en compañía de todos aquellos carcamales. Además, lo realmente interesante era el casco antiguo y sobre todo la ciudad medieval, que conservaba en la memoria como si hubiera estado allí el día anterior. Puse como excusa una indisposición momentánea, pero en el fondo de mí misma sabía que lo que me ocurría es que habían dejado atraerme todas las iglesias, catedrales, castillos, palacios y plazas antiguas, de las que en su día me harté, y que la gente se obstina en visitar una y otra vez, aunque al poco tiempo no se acuerden de nada o sean capaces de confundir la catedral de Burgos, por poner un ejemplo (malo, ya lo sé), con la de León. Prefería volver al cuarto y esperar su regreso para la cena releyendo “La montaña mágica” de Thomas Mann, una novela que me había entusiasmado siendo casi una adolescente, y a la que quería volver a echar un vistazo y releer algunos pasajes. Además hacerlo tenía cierto morbo, porque todos nosotros en mayor o menor medida padecíamos algunos achaques, que aunque no revestían la gravedad de la tuberculosis del hospital de la montaña de la novela, dada nuestra edad en cualquier momento podían hacerse más virulentos, sobre todo en los que padecíamos de los pulmones. Así que decidida a pasar el día a mi manera, subí a la habitación y me senté en el estupendo sillón de orejas que la Dirección nos había instalado en cada habitación. Sin duda eran conscientes de que con nuestra edad y necesitando reposo, lo íbamos a utilizar con frecuencia en las horas que teníamos libres. Era media mañana y faltaba aún tiempo para la comida, así que me instalé frente a la ventana, por donde comenzaba a entrar un sol todavía tibio pues en la montaña tarda más en calentar, y además afortunadamente aquí por esta época suele soplar una brisa muy agradable. Tenía el libro preparado sobre la cama, pero en principio preferí sentarme y disfrutar durante unos momentos de la belleza del paisaje. A lo lejos se podía ver otras montañas, y algo más cerca, casi oculto en una hondonada, un pueblito del que sólo se llegaban a ver con claridad los tejados de tejas grises de pizarra. De algunas chimeneas salían columnas de humo que parecían elevarse hacia un cielo azul con mucha pereza, como si de hecho les costara abandonar el suelo. Me perdí en ese momento en ensoñaciones de otras épocas,  rememoré sobre todo en los últimos años con mi marido, en el que solíamos frecuentar establecimientos como este, hasta que dijo basta y no volvió a salir de casa. Estaba harto de arrastrar su enfermedad, y aquellas estancias en altura llegaron a parecerle una pérdida de tiempo y en cierta medida una estafa, pues aparte de apreciar el paisaje, decía que volvía aún más fatigado que cuando llegábamos. No era mi caso, desde luego, pero justo en esos momentos me invadía un sentimiento que no sabría como definir, no era exactamente cansancio, pero sí algo parecido, una especie de laxitud que me hacía sentir el cuerpo entumecido y sin ganas de hacer nada. Hastío, esa era quizás la palabra mas adecuada para definir la sensación que me embargaba, como si el mundo se hubiera vuelto un lugar demasiado previsible, en el que no había nada nuevo que hacer, nada que me estimulara a esperar el día siguiente con ilusión. De todas maneras, si debo ser sincera, la compañía de Elvira, mi amiga de toda la vida que había querido acompañarme al balneario, me servía de mucho, entre otras cosas porque no había secretos entre nosotras y me comprendía. Por ejemplo, pocos días antes, cuando la hice partícipe de mi estado, me comprendió y no trató de sacarme de él por todos los medios, como seguramente hubiera hecho una persona que se niega a reconocer los sentimientos de los demás, o solo los acepta si son positivos. No, ella me acompaña emocionalmente en el sentido literal de la palabra. Me comprende y me dice que a nuestros años tener estos arrechuchos son normales, y que es una manera de seguir avanzando “hacia donde tú ya sabes”, y aquí me guiña un ojo y hace un gesto cómplice que yo agradezco. Saber que alguien así está a tu lado alivia mucho cuando ya no se espera demasiado del futuro. Perdida en estas divagaciones interiores, el tiempo se me pasó volando, y cuando quise darme cuenta era la hora de bajar al comedor, y yo ni siquiera había abierto el libro. Después de comer tuve la tentación de echarme un rato en la cama y dormir la siesta, pero finalmente me contuve porque la verdad es que suele sentarme como un tiro. Preferí dar una cabezada en el sillón, esperando que llegaran las seis de la tarde, hora prevista para el regreso de la excursión, y ver que me contaba Elvira. Me quedé sin embargo dormida y cuando me desperté debía ser bastante tarde porque el sol ya se ocultaba entre los altos picos de los alrededores. Decidí esperar hasta la hora de cenar, y mientras tanto cogí finalmente el libro dispuesta a hacer tiempo. Lo que pasó entonces es algo que ni yo mismo me explico ahora que ya he vuelto del balneario, pero que, sin embargo, en aquellos momentos pareció estar repleto de sentido. Lo abrí y me acerqué a la ventana. La luz de la tarde incidía tamizadamente sobre unos macizos de dalias y hortensias en el jardín a mis  pies, y ante  la belleza de aquel espectáculo me pareció totalmente absurdo ponerme a leer. Sin pensarlo, como una autómata, fui arrancando sus páginas y lanzándolas al exterior, como si fueran mariposas que llegaban de un lugar que yo misma desconocía. Me pareció algo sublime, un homenaje al tiempo que se iba, y no me importó nada que varios huéspedes desde abajo me miraran sorprendidos y confusos: me sentía feliz. Luego me eché en la cama, y al poco llegó Elvira, que cogió mis manos entre las suyas en silencio, y me miró con ternura.

 

(De “El balneario”,  novela de M. Vázquez Montalbán.   “A pesar de que ellos…”)

sábado, 27 de octubre de 2012

OBSERVACIONES


Soy observador, una profesión no reconocida como tal. Pero lo soy. Es cierto que mi inmovilidad tampoco me deja demasiadas opciones, pero a pesar de todo acepto la inevitabilidad de mi condición, y me asumo como observador en el sentido literal de la palabra. No se me oculta que ya hay profesiones con cierto prestigio que se han labrado una merecida fama en este campo a lo largo de los años, por ejemplo, el personal de los observatorios geográficos y espaciales, los observadores de las unidades militares, y hasta los llamados ojeadores de los equipos deportivos encargados de localizar a las próximas figuras, y muchos más sin duda. El hecho, sin embargo, es que yo lo soy, y si recuperara la movilidad no renunciaría a una profesión que ahora me apasiona. De momento he centrado mi atención en las personas, y entre ellas en los conductores de vehículos a motor y en los viandantes, sobre los que hay que decir mucho más de lo que la gente corriente puede imaginar, admitiendo varias divisiones y subdivisiones que quiero presentar brevemente en las próximas líneas. Sobre los conductores lo primero que hay que concluir es que como norma general, los que llevan vehículos grandes suelen ser de estatura baja o media, algo también aplicable a los de gran cilindrada. Esto no quiere decir que las personas más altas no puedan utilizarlos, pero en un porcentaje muy inferior. Pura estadística desde mi ventana sobre la calle. La conclusión lógica que se infiere de tal observación es que siendo el vehículo una representación personal de quien lo conduce, este trata de representarse mediante ese “yo externo” que es el auto sobredimensionado, que le compense de su déficit. Las personas grandes o voluminosas suelen elegir ese modelo por razones estrictamente anatómicas: en uno más pequeño estarían incómodas. Hay sin embargo excepciones, y se dan casos llamativos de personas muy gruesas obstinadas en embutirse en utilitarios, pero eso, a falta de explicaciones estrictamente económicas, nos remitiría de inmediato a lo patológico, algo que no es objeto de estas líneas. El método aplicado para llegar a las conclusiones anteriores es muy sencillo pero bastante científico, pues se basa en la experimentación: se trata simplemente del porcentaje de conductor que se puede ver a través de su ventanilla, o en qué medida su rostro y cabeza sobrepasan la parte superior del volante. Puede aceptarse un margen de error (nunca muy elevado) por la utilización de cojines bajo las nalgas, o de personas de tronco poco estilizado (*). Esto es igualmente aplicable para hombres y mujeres, aunque en mis conclusiones haya tenido en cuenta su diferencia media de estatura, y el posible volumen del peinado de estas, algo de todas maneras poco importante al haberse terminado hace tiempo la época en que los cardados hacían furor. Los vehículos pequeños, utilitarios, compactos o de baja cilindrada, suelen ser utilizados por una mezcla muy heterogénea de personas, pero nos equivocaríamos si supusiéramos que simétricamente a lo dicho más arriba lo serían preferentemente por gente grande. No es así, pues el porcentaje entre unos y otros se equilibra. Además, este es un segmento de la automoción en el que es aconsejable otro tipo de calificación de conductores, entre los que destacaríamos a la gente joven y por tanto normalmente con pocos recursos y a las señoras, sobre todo de cierta edad, que suelen utilizar el segundo o tercer vehículo de la familia. Las  personas desmedidamente grandes o cercanas al raquitismo, suelen decantarse por voluminosos vehículos 4x4: tienen sus razones que, por obvias, no voy a explicar aquí. A todas estas consideraciones habría que añadir otras que se pueden acoger al concepto de “enmascaramiento” o “similitud”. Se trataría de conductores cuya prioridad al elegir un automóvil es su equiparación con el mismo, de tal manera que no lleguen a desentonar. En este sentido una persona pequeña elegiría un coche igualmente pequeño, y una grande uno una gran berlina como mínimo. Son personas a las que les horroriza llamar la atención y piensan que adecuándose de esa manera a sus vehículos pasarán más desapercibidos, sobre todo al descender de los mismos, momento en el que los contrastes se hacen más hirientes. Algo parecido sucede con el color, donde si bien la mayoría opta por los tonos discretos, algunas prefieren resueltamente los colores vivos y llamativos. Los primeros suelen ser quienes tienen la vida más o menos resuelta, entre los que encaja especialmente el funcionariado y los que realizan funciones rutinarias o administrativas. Los creadores, y en general los artistas, optan por formas más rompedoras y colores especiales, pues entienden que otra cosa sería aceptar la monotonía de un mundo que difícilmente aceptaría sus obras. Claro que a estos cabe añadir aquellos tipos, snobs o pedantes, que no se conforman con el mundo tal cual es, e intentan introducir en él un elemento distorsionante, bien sea por su estética infrecuente o por un narcisismo solapado, que les hace querer destacar por encima de todo. Al observador le faltan de momento datos para adjudicar uno u otro tipo de automóvil en función de la profesión del propietario, pero como norma cree que lo adecuado es pensar que a mayores ingresos, mejores coches y viceversa, aunque ya se sabe que siendo el coche un ego magnificado, no son pocos los que optan por pagar muchas letras y hacerse con un coche caro para presumir con sus amistades, y adjudicarse un status que en puridad no les corresponde, algo muy frecuente en el área de servicios y comercial. La clase estrictamente proletaria, si es que existe, sería objeto de otro estudio. El próximo día hablaremos de los peatones. Buenas tardes y muchas gracias.

(*) Más Botero que Giacometti.

viernes, 26 de octubre de 2012

CARTAS AUSTRALIANAS


CARTA PRIMERA

Querida Adèle, ahí te envío la fotografía del muelle que me pediste. Espero que ya que te gustó tanto, figure al lado de la mía a la cabecera de tu cama. Claro que esto que te digo no es una imposición sino un deseo recordando los bonitos días del verano que pasamos juntos. Casi todas las tardes me acerco y evoco ese tiempo feliz en que paseábamos por allí. La verdad es que, algunas veces, verlo hace que me invada una melancolía de difícil solución, que solo puedo mitigar tomándome un whisky en el único bar que permanece abierto por estas fechas. Considera que aquí el invierno que ya se avecina es bastante crudo, y no porque haga un frío intenso, pero sí por una humedad que te llega hasta los huesos. Y no digamos nada del viento y las marejadas que hacen que las olas casi lo cubran por completo. Sin embargo, estoy seguro que el año que viene seguirá ahí para que lo veamos juntos, ya ha soportado muchos temporales y por lo que se ve es poco menos que indestructible. Claro que con esto, ahora que estás tan lejos, no quiero decirte que no hagas tu vida y que pienses en mí todo el rato. Australia está demasiado lejos para exigencias de ese tipo, y yo siempre he sido un librepensador que por nada del mundo mantendría a nadie atado a mí a la fuerza. De hecho, creo que contra más experiencias sentimentales tengas más fuerte será el vínculo que nos mantenga unidos, y que hará posible que al vernos de nuevo todo vuelva a empezar como si se tratase del primer día. Por mi parte, sabiendo que estás totalmente de acuerdo, ya he empezado a frecuentar a otras personas que te confesaré que ni de lejos se te pueden comparar, y conste que con esto no quiero decir que no sean sobresalientes. Para serte sincero, desde que te fuiste he quedado con tres chicas, todas morenas, porque las rubias hacen que me acuerde de ti y me ponga triste indebidamente. De hecho, a una de ellas si vienes el próximo verano te la quiero presentar. Es una chica que físicamente no vale nada, pero es muy interesante con su aire tímido y recatado y sus gafas de pasta que parecen de otra época. La pobre sin ellas no ve nada, y al parecer está pensando en ponerse unas lentillas dentro de poco. A pesar de ello ha sido una gran estudiante y se ha graduado en Filología especializándose en lenguas germánicas, aunque según me confiesa lo suyo es la lingüística, sobre todo Saussure y en la actualidad Chomsky. No sé por qué te cuento estas cosas, sobre todo ahora que para ti empieza allí el verano. Supongo que pronto irás a la playa, de verdad que te lo mereces después del horrible tiempo que tuvimos aquí en Agosto. Inglaterra es así, y a poco que se tenga mala suerte el verano pasa sin que uno llegue a darse cuenta. También te imagino yendo con tus padres en ese magnífica Casa de la Ópera que tenéis en Sydney, su vista desde la bahía debe ser una de las fotografías más conocidas del mundo con ese techo tan especial formando velas, y dando la impresión de que de un momento a otro va a hacerse a la mar. A mí, si te soy sincero, lo que de verdad me gusta es la música sinfónica, aunque mi preferida definitivamente es la de cámara, que a mi modo de ver se presta más a la intimidad, lo que ahora que nos conocemos no creo que te extrañe. Bueno Adèle, me parece que mi carta (*) no ha sido nada entretenida, pero siendo la primera espero que me perdones y seas paciente, estoy seguro que la próxima será más divertida. Por cierto, y perdona si te parezco ahora un poco excéntrico, me gustaría saber si, ya que vives down under, has tenido algún contacto personal con un ornitorrinco, los animales prehistóricos como ese me chiflan. Por otro lado y para terminar, no sabes cuanto siento que tengáis que realizar cacerías de canguros y cerdos salvajes, aunque comprendo que la situación de plaga ya se hacía insostenible. Espero que me contestes pronto, aunque si has quedado con alguien no lo dejes por mí. Pienso en ti casi todos los días.

(*) Digo “carta” porque tratándose de ti me parece más adecuado que mensaje o émail. Seguro que lo comprendes.

Posdata.- Mañana he quedado con la chica de la que te he hablado, le he dicho que nos conocimos este verano y que eras una chica estupenda. La saludaré de tu parte ¿no te importa, verdad?

 

CARTA SEGUNDA
 
Querida Adèle ¿qué tal estás? No sabes cuanto me alegra ponerme en contacto contigo de nuevo después de tantos días sin saber nada de ti. Créeme que comprendo que el verano austral es como mínimo igual de interesante que el de este hemisferio, y te tenga ocupada para no tener el tiempo suficiente para contestarme, y aquí debo pedirte perdón por el hecho de que en algunos momentos piense ridículamente que Europa sigue siendo el centro del mundo. Ya ves que tonterías llega a pensar uno, por aquello de saber que, por ejemplo, ese país donde habitas formó en su día parte del Imperio Británico y aún hoy en día pertenece a la Commonwealth, y por lo tanto al mundo anglófono, y sabes la importancia que yo le doy a la lengua. Perdóname si en algún momento llego a sentir un orgullo absurdo de un pasado ya hace tiempo periclitado, pero sabes que los seres humanos con frecuencia nos identificamos con hechos que después de todo, en cuanto a estrictos homo sapiens, ni no van ni nos vienen. Por otro lado, a pesar de vivir allá lejos tú eres francesa en origen, y de la misma manera podrías sentirte muy ufana de pertenecer a un mundo que se quedó pequeño para Napoleón. Esperaba tu carta con anhelo, aunque si debo decirte la verdad, tu demora tampoco me extraña demasiado, quizás en la mía fui poco discreto, y te dije algunas cosas que uno debe guardar para su coleto. La he repasado y, por ejemplo, me parece fuera de tono preguntarte por los ornitorrincos que, sin embargo, aunque no me creas, forman parte de mi imaginario permanente, pues aunque no te lo dije el verano pasado (aquí), la paleontología es mi hobby preferido. Tú me entiendes, con esto no quiero decir que esos animalitos son unos fósiles, pero sí que ya existían sabe Dios cuantos eones hace. Bueno, posiblemente sigo diciendo tonterías y deba disculparme de nuevo, pero he de confesarte que el mero hecho de saber que puedes leerme prácticamente en el mismo instante que estoy tecleando estas letras me pone muy nervioso. ¡Qué maravilla, sin embargo, saber que las ondas electromagnéticas que transportan estas palabras te llegan a la velocidad de la luz! Es decir, a pesar de la enorme distancia que nos separa, en mucho menos de un segundo. Recuérdame que el próximo día te hable de la teoría de la relatividad, soy un fan de Einstein, a quien considero el mayor de los genios que han existido después de Jesucristo y los Beatles, de verdad. Ya te lo explicaré. Por otro lado, dada tu tardanza en contestarme he llegado a pensar que ha podido existir algún problema en el mensaje que te envié y que simplemente no te llegó, aunque a decir verdad te lo he reenviado varias veces los días siguientes. Si lo que te ha molestado es que te hablara de amistad con la chica morena (de hecho es prácticamente negra, hija de un jamaicano), debo de inmediato disculparme por mi falta de tacto, aunque de verdad te digo que no he sido otra cosa que sincero. Adèle, entre esta chica y yo no ha sucedido nada importante más allá de un afecto desimplicado, que le hacía llegar en algún momento en el que la veía abatida o falta de recursos. Sin ir más lejos, y por ponerte un ejemplo: en el bar del muelle en el que pasamos tantos ratos agradables juntos, y en el que me tomo los whiskies cuando me siento en horas bajas (se echó a llorar desconsoladamente por motivos que aún hoy no tengo claro). Pero la cosa se quedó ahí y la acerqué luego a su casa sin otras eventualidades. Claro que quizás soy un ingenuo, y lo que sucede es que ya me has olvidado, y tu verano en Inglaterra es ya para ti algo lejano perdido en la bruma de los recuerdos que vamos dejando tras nosotros en la vida, sin darles mayor importancia. No es mi caso Adèle, y aunque lo nuestro fueron solo quince días, debes saber que te tengo permanentemente dentro de mí, hasta el punto, y esto me cuesta decírtelo por si me consideras un sentimental o un pusilánime, que he enmarcado la fotografía del muelle que tanto te gustaba, y la he puesto sobre mi mesilla de noche. Es lo último que veo antes de apagar la luz y cerrar los ojos. Te imagino entonces tan rubia y esbelta en la playa con tus amistades o en la Ópera de Sydney, y no te negaré que siento en esos una punzada de dolor por no tenerte a mi lado. Sabes lo importante que eres para mí, aunque te calles. Un beso desde la vieja Europa.

 

CARTA TERCERA

Hola Adèle, antes de nada: ¡Feliz Navidad! No sabes lo raro que se me hace imaginarte allí abajo con el calor que sin duda debe hacer por estas fechas. Imagínate: aquí en Inglaterra toda la vida con frío y nieve y vosotros tostándoos al sol. Pero bueno, esos son detalles a los que cada cual se acostumbra, aunque a mí me cueste imaginar a Papá Noël en la playa. Una vez dicho esto, y lo ha sido de corazón, supongo que lo lógico es que mencione estos tres meses tuyos de silencio, en el que las cartas y mensajes que han salido de mi ordenador no han tenido la menor respuesta. Espero que no te ofendas, no es un reproche, pues la verdad es que he sido yo el promotor de esta correspondencia (¿), y no puedo achacarte nada. Hubiera bastado con mi silencio para que ahora no me sintiese de alguna manera decepcionado. Pero aquí quiero hacerte un inciso: no te sientas culpable, pues después de todo no tengo ningún derecho a exigirte nada: he sido solamente yo con mi afán de seguir en contacto el que ha originado este malentendido. Claro que por otro lado, sabiendo lo buena persona que eres, por no decir sumamente educada, quizás me estoy equivocando y no me contestas porque realmente no puedes hacerlo. Qué puedo saber yo no teniendo otros contactos próximos a ti. A lo mejor te ha ocurrido algo, un accidente, por ejemplo, haciendo surfing, o una enfermedad rara de esas que hoy en día proliferan tanto. En tal caso, si esta carta acaba llegando a tus manos (sigo con las metáforas), te pido encarecidamente que me disculpes y tengas una rápida recuperación, hoy en día es raro que gente de nuestra edad muera así como así, con la cantidad de recursos de los que hoy dispone la medicina. En todo caso, espero que no se haya tratado de un ataque de tiburón blanco, que tanto abunda por esas latitudes. Si he de serte sincero, sin embargo, tengo el íntimo convencimiento de que estás en plena forma y haciendo cada día nuevas amistades, te lo mereces y me alegro como ya te dije en otra carta. A lo mejor, tu reiterado silencio es debido a que en el fondo no estés de acuerdo conmigo en la interpretación de los acontecimiento que hicieron que nos conociéramos el pasado verano (aquí), y en eso debo darte la razón, aunque espero que me acabes disculpando. Me he dejado llevar por la imaginación y he sido demasiado fantasioso, pues aunque apenas llegué a intercambiar contigo unas palabras, no creo que me puedas reprochar mi admiración. ¡Qué quieres que te diga! pensé que mi entusiasmo sin fundamento podría haberte hecho cierta ilusión. Saber que una es querida y admirada en silencio: muchas lo desearían. Bien, al parecer no es tu caso, y te pido disculpas si me he excedido. ¡Qué más hubiera querido yo que compartir contigo una cena en el encantador restaurante del muelle, y después una velada íntima en uno de los bares de copas aledaños! No fue así, y bien que lo lamento. Tuviste sin embargo tu fotografía, y espero que al menos eso no lo habrás despreciado, después de tantas tardes que te pude ver por allí con tus amistades. Quizás tu enfado proviene del hecho de que hayas podido apercibirte de que ese muelle no es el mismo al que tu te referías, y aquí una vez más debo darte la razón: efectivamente no lo es. Pero no me digas, sin embargo, que no es prácticamente idéntico. Siendo como sé que eres tan detallista y perspicaz, es posible que te hayas dado cuenta de dos cosas, primera, el muelle de Brighton (pier, lo llamamos aquí), es decir, el nuestro, apenas tiene dos alturas y este tiene tres, y segunda, buena parte de la gente que se puede observar es de color (negro, concretamente), y nosotros apenas si vimos a unoscuantos, no siendo esta una zona de inmigrantes. No te equivocas, la verdad es que es una fotografía de un muelle de un pueblito cerca de San Francisco (California), donde por aquella época estuvo una buena amiga mía (una de las chicas morenas a las que me referí en mi primera carta). Sin duda para darte cuenta has utilizado una lupa de muchos aumentos, porque a simple vista es imposible, y eso es algo que me hace pensar que no eres una persona que se deje llevar por las primeras impresiones. Supongo que eso es lo que te ha pasado conmigo, has estado hasta ahora tratando de calibrar que tipo de persona soy, algo que sin duda tienes más claro después de todos los correos que te he mandado (cartas incluidas). Es cierto, Adéle, creo que has adivinado que no soy el tipo desenvuelto y autosuficiente que he pretendido mostrarte durante este tiempo, sino, y seguro que ya lo habías captado, alguien problemático y con pocas relaciones, que creyó encontrar en ti a la persona idónea para tener una relación satisfactoria (lo de sentimental a estas alturas ya sobra). Salgo poco de casa, y gran parte del día me lo paso enganchado a internet con todo tipo de juegos, ajedrez incluido (por cierto tengo un corresponsal en Brisbane con el que echo grandes partidas). Leo bastante, sobre todo ensayo, y especialmente todo lo referido al universo y la física de partículas. De verdad, me encantan las cosas enormes o las diminutas, si un día te apetece te puedo explicar qué son los bosones y los agujeros negros. Bueno Adéle, espero saber algo de ti antes del verano (aquí), si no fuera así, sabría que nuestro desentendimiento es definitivo, pero quiero que sepas que en cualquier caso, siempre habrá alguien que se acuerde de ti al sur de Inglaterra (¡England, my England!, que dijo el poeta).



RESUMEN


Correo recibido por Adèle Wingate desde Setiembre de 2010 hasta Enero de 2011 de Julian Stocken.

+ Querida Adèle, el otro día te envié un correo largo que espero te haya llegado sin novedad. Mi sistema no me dice que haya habido ningún problema. Besos de Julian.

+ Definitivamente debes estar muy ocupada con tus actividades en el verano austral. No te preocupes por mí. Te comprendo y espero que disfrutes del buen tiempo que sin duda tendréis por allí. Un abrazo. Julian

+ Aquí ya ha comenzado el otoño, y como primer regalo hemos tenido un temporal de aúpa. Nada que ver con lo que conociste en el verano (aquí). Te aseguro sin embargo que es un espectáculo del que me hubiera gustado disfrutar en tu compañía. Julian

+ Comienza Octubre y por unos días hemos tenido la impresión de regresar al verano (aquí), con lo que de nuevo he pensado en ti intensamente. Sigues sin contestarme, y aunque me gustaría, entiendo que una mujer de tu cultura tiene que gozar de las actividades de ese tiempo que en Sydney proliferan. No te olvido. Julian

+ A estas alturas del otoño seguro que ya has recibido mi segunda carta. Me pregunto si mi interés por el ornitorrinco no te parece adecuado o que no aceptas que equipare a Jesucristo con los Beatles. De todas formas no creo que esté tan descaminado. Julian

+ Adèle, si estás enfadada por mi relación con la chica morena, dímelo: no volveré a tocarla. Un saludo. Julian.

+ Lo tuyo empieza a parecerme una tomadura de pelo e incluso una falta de educación. Ponme un mensaje todo lo duro que quieras y así sabré a qué atenerme. Saludos

+ Ahora va a resultar que las miradas que me echabas este verano eran por razones distintas a las que yo supuse entonces. Que no eran de interés, sino de curiosidad por alguien que te parecía un bicho raro. Saludos

+ Mira Adèle, seré todo lo raro que tú quieras, pero tengo otras amistades que me valoran con todas mis limitaciones. A ver si ahora va a resultar que una fulana como tú va a despreciar a un tipo tan interesante como yo (me lo dicen todas). Julian

+ Mira guapa, olvídame. Hace ya unos días que te mandé un correo felicitándote por Navidad, pero ni por esas.

+ Ya sé lo que pasa. A ti te gustaba aquel tipo malencarado que te acompañaba con frecuencia. Debí suponerlo y no gastar tiempo y energía contigo.

+ No pienso felicitarte el Año Nuevo, así que olvídate de mí. No creas que no soy consciente de lo que eres en el fondo, y que con aquel tipo indecente tuviste unos encuentros de lo más denigrantes cerca de la escollera. Os vieron.

+ Adèle, cariño, no sabes en el fondo lo que duele haberme dado cuenta de que en el fondo solo eres una zorra.

¡Zorra, zorra!

RELLANOS


Estaban ahí, les oía todas las noches, pero no iba a hacer nada. Después de todo, ellos tenían sus derechos, y si no había un partido comunista capaz de proporcionarles alojamiento, me parecía bien que acamparan donde pudiesen. Claro que partido comunista a estas alturas del partido no hay para eso ni para nada (tengo nostalgia de Lenin, con su gorrita y barba de chivo, no sé porqué) ¡Tanto derecho a la propiedad y tanta historia que condena al que no sea hijo de papá a vivir en la puta calle! Porque además debo añadir que se comportaban con total corrección, y apenas levantaban la voz ni hacían ruido cuando trasteaban con sus miserables enseres. Es cierto que por la mañana todavía se podían observar algunas trazas de su estancia, algo insignificante, y que por mi parte estaba dispuesto a aceptar de buena manera, además, antes de las nueve la limpiadora ya había suprimido toda huella de su presencia. Les veía todas las noches que me levantaba para ir al servicio o simplemente cuando me despertaba por cualquier motivo. No podía evitar la curiosidad de observarles por la mirilla de la puerta, y aún me sorprende lo organizados que estaban, tengo la impresión de que había alguien responsable de su alojamiento, y lo cierto es que lo hacía a las mil maravillas. Solían estar arrebujados por el suelo con sus mantas y cartones, aunque, al parecer, a algunos les sobra con el chaquetón y algún jersey.  Otros incluso se permitían una colchoneta escuálida debajo, aunque hay que aclarar que los descansillos de estos pisos son bastante mullidos, supongo que porque algunos de nosotros ya tenemos cierta edad y se nos pueden resentir las rodillas. Viva el sarcasmo. Era curiosa la sensación que tenía cuando les entreveía en esa especie de semipenumbra que creaba la iluminación auxiliar de la escalera, y me daba la impresión de mirar hacia el interior de un local y no hacia afuera, lo que me hacía pensar en como la presencia humana le prestaba un calor que no tendría sin ella. Lo más sorprendente era su habilidad para moverse sin hacer el menor ruido, pues nunca sentí el menor roce con la puerta. A veces parecían mantener conversaciones en voz baja protegiéndose la boca con el embozo de la manta, y en algunas ocasiones les vi encender linternas, que al moverse daban al descansillo la atmósfera de un lugar secreto, donde podían suceder cosas extraordinarias. Vivo en un segundo piso, y tengo la impresión que no subían más arriba, supongo que porque con el primero y este tenían suficiente. Nunca fueron sorprendidos porque venían muy tarde por la noche y se iban de amanecida, aunque desde luego mi vecino estaba al corriente y me lo comentó, les llama los zombis, y durante un tiempo dudó si comentarlo o no en la comunidad, pero a él también le daban pena, y no lo hizo. Si les hubiera sorprendido el portero hubiera sido diferente, porque es un hombre con muy malas pulgas. Una noche me levanté de madrugada y estuve un buen rato observándoles con detenimiento, parecía gente relativamente joven porque todavía ninguno roncaba ni se desvelaba, algo mucho más frecuente según pasan los años, como todos sabemos, pero lo que sucedió cuando ya me iba a retirar, hizo que me quedara un poco más, porque parecía algo en principio poco adecuado para aquel lugar. Alguien se trasladó sigilosamente sin levantarse y se metió con otro (supongo que otra) al lado, comenzando enseguida lo que es fácil de adivinar viendo los sinuosos movimientos de la manta que les cubría. Lo que me extrañó en aquellos momentos es que nadie más se despertara, posiblemente porque no hicieron el menor ruido, no sé si porque ese era su modus habitual o porque, temerosos de ser interrumpidos, antepusieron la culminación de su deseo a las consecuencias normales de las efusiones de ese tipo. No debió ser sencillo. Estuvieron durmiendo allí hasta poco antes de la primavera, cuando el tiempo más benigno en el exterior debió permitirles otras acampadas en lugares adecuados y menos comprometidos.  Sin embargo, mi visión casi beatífica de aquel grupo cambió el día que al abrir temprano la puerta de casa para salir, pude ver un enorme zurullo sobre el felpudo. Supe entonces que no volverían, y que a pesar de no haber sido molestados en absoluto durante todo el invierno, sus corazones todavía albergaban un rencor de clase (o de lo que sea) que tardaría tiempo en desvanecerse. “A no ser que pronto triunfe el partido comunista”, pensé soltando una carcajada al saltar sobre aquel inopinado obstáculo.

jueves, 25 de octubre de 2012

NUDOS


Hola Alicia, he recibido tu mensaje comentando tus vacaciones, y no sabes cuanto me alegra saber todo lo que has disfrutado en mi tierra. Me encantan las fotos que me mandaste, me recuerdan el tiempo feliz de mi juventud allá arriba. Antes de nada debo felicitarte porque pareces una fotógrafa profesional, y estoy de acuerdo contigo en que, como dices, la fotografía se ha convertido en una más de las bellas artes. Como me lo pides, voy a darte mi opinión sobre ellas, aunque a lo mejor te sorprende un poco. De entrada te diré que las que más me gustan son aquellas que, por decirlo de alguna manera, resultan menos previsibles. Me refiero a las que has tomado en planos cortos, y que le trasladan a uno no solo el aspecto físico de lo fotografiado, sino su interior, como si lo que vemos llegara a revelarnos sus secretos más íntimos. Sé que me entiendes, y por lo tanto no quiero aquí alargarme más sobre este tema. Sobre todo me gustan esos retratos de aldeanos y gente corriente, en los que se traduce la simplicidad de sus almas a través de unas miradas que no han tenido tiempo ni ocasión para disimular y camuflarse. Son, con todas las connotaciones que se quiera, miradas limpias. Resumiendo: son lo que son, y no hay que tratar de buscar en ellas segundas derivadas que, simplemente, en su caso no existen. No obstante, si he de ser sincero hasta el final, debo acabar confesándote que de todas ellas, las que más me han gustado son las de los árboles.  Me llama la atención especialmente una en la que el tronco de uno de ellos se desgaja, y da la impresión de alumbrar otros hasta ese momento ocultos en su interior. Un tronco fuerte que surge de la tierra, aupado sin duda por unas raíces poderosas, que de repente se multiplica en otros casi similares, levantándose hacia lo alto  buscando el sol. Me he detenido un rato en esta fotografía, y he estado jugando con ella, acercando y alejando al árbol con el zoom del ordenador, y es sorprendente lo que las cosas te pueden sugerir según su proximidad o lejanía. Visto de cerca, me ha llamado la atención sobre todo el protagonismo de la corteza, reclamando una mirada que solemos dirigir al conjunto. Parece una piel de escamas retorcidas que luchan para abandonarla, como si quisieran alcanzar una vida propia. Se la percibe muy seca: una serpiente dispuesta a mudar. El agua parece haber huido hacia el interior para que el tronco sobreviva y el árbol siga en pie. No sé si a ti te pasará igual porque, a pesar de su aspereza, yo siento un impulso casi instantáneo de tocarla, como si al hacerlo tuviera ya una impresión de lo que se puede esperar de él más adelante. Es, con su silueta, lo que lo identifica de inmediato. Luego, a mitad del tronco está el nudo al que me he referido más arriba. Míralo de cerca, y verás como hay un punto en el que lo único que se ve es una oquedad desde la que surge el nuevo tronco, un lugar en el que debemos aceptar que es imposible seguir adelante sin causar daños al árbol mismo. Quizás en su modestia este quiere transmitirnos una lección, y es que a partir de cierto momento debemos rendirnos ante lo inexplicable, el misterio. Bueno, sin duda he ido más allá de lo conveniente en una carta entre amigos, y me he deslizado hacia un micro ensayo un tanto pedante. Además, ya sé que tú eres una persona muy apegada a lo terrenal (¿”los alimentos terrestres” que decía Gide?), y estas cosas te pondrán nerviosa. No obstante, si te parece podemos seguir charlando de ese y otros muchos temas en nuestros próximos correos. Reconozco muchos de los paisajes que me envías, sobre todo las playas y, desde luego, la torre de la iglesia. Otro día hablamos de todo ello. Tengo algunas cosas que preguntarte. Un abrazo. Damián

domingo, 21 de octubre de 2012

ABRIGOS


Voy andando por la calle y empieza a chispear. De hecho, más que andando tengo la impresión de ir desfilando, como si obedeciera a una voz de mando que me ordenase ir a determinadas revoluciones por minuto. Y no solo eso, sino que además braceo exageradamente, transmitiendo a mi cuerpo la impresión de estar participando en un desfile (pienso en la Legión y su mascota). De repente me siento ridículo al ver que soy observado por un individuo asomado a la ventana de un chalet al lado de la calle. Trato de inmediato de disimular para engañarle y darle la impresión de que en todo caso estaba jugando, y que lo que hacía fuese por lo tanto admisible y no el resultado del desvarío de una mente extraviada. Debo haberle convencido, porque con el rabillo del ojo me doy cuenta de que se retira sin duda llevado por su falta de interés. Punto seguido pienso, sin embargo, que quizás lo que sucede es que está harto de ver pasar frente a su casa a gente que no está en sus cabales o que de algún modo pretende llamar la atención, algo que en mi caso no sería cierto, pues actúo ajeno al mundo que me rodea. Poco más allá, por lo tanto, recobro mi aire marcial y braceo si cabe con más brío, pero enseguida me doy cuenta de que lo verdaderamente sorprendente no es mi actitud sino mi atuendo. Visto un abrigo muy largo que arrastro por el suelo, y cuyas mangas sobrepasan holgadamente mis manos, por lo que parezco una marioneta irrisoria, que es lo que verdaderamente debe llamar la atención de quienes me observan. Ahora me explico el por qué me costaba tanto avanzar, teniendo en cuenta que llevo conmigo como mínimo dos cuartas de tela gruesa por el suelo, empapada además por el agua de lluvia que forma charcos que yo no evito al caminar, y sobre los que incluso chapoteo cuando los sobrepaso.  A pesar de todo, me alejo del lugar con el regocijo que causa el hecho de saberse original, dejando a los demás cavilar sobre el correcto funcionamiento de mi cerebro prefrontal, y la sospecha de su incapacidad para no ser estrictamente lo que es debido. 

Frente al espejo de cuerpo entero no soy capaz de tomar una decisión. Si no lo tuviera es probable que no sintiera crecer en mí esta desazón, simplemente porque no me vería y no me resultaría tan fácil juzgarme. El otro día, sin embargo, cedí al encanto de la vendedora de la tienda de muebles y acabé comprándomelo. Un espejo mural de casi dos metros de altura con un marco en madera negra imitación de ébano, que a pesar de ello me costó un ojo de la cara. Me miro como dije en el espejo con varios de los abrigos de los que dispongo para este invierno y ninguno me satisface. El más corto parece simplemente una chaqueta alargada (además es muy viejo), el otro, un tres cuarto me recuerda a mi época militar en la que tuve que usarlo casi a diario (aquí siempre llueve y hace frío), y además me golpea sobre las rodillas al andar y resulta muy incómodo, y el tercero me está decididamente grande y me llega casi hasta los zapatos haciéndome aún más pequeño, siendo yo de natural de estatura mediana tirando a baja. Un enano, me digo para mis adentros. Mi incapacidad para decidir me intranquiliza más y más según discurre la tarde y tengo ya que tomar una decisión y arriesgarme al juicio de los demás. Para tener más datos paseo a lo largo del pasillo con cada uno de ellos sucesivamente, tratando con así de concluir algo definitivo, pero al cabo de un rato debo sentarme empapado en sudor e incapaz de tomar una decisión coherente. Finalmente, cuando estoy a punto de rendirme y meterme en la cama después de una buena ducha, me decanto por un atuendo veraniego, pantalón bermudas y camisa de manga corta, que si bien me hará temblar, demostrará a los demás mi apostura y decisión de afrontar las inclemencias del tiempo a pecho descubierto, algo muy valorado por quienes son capaces de afrontar la pulmonía como una servidumbre de sus consideraciones de orden estético.

LUCIERNAGAS

Voy andando por el camino donde me han dejado. Es de noche y no hay luna, por lo que no veo absolutamente nada. Me fío sobre todo de lo que mis pies me trasmiten desde el suelo, y con frecuencia me despisto y me meto entre la maleza que lo bordea. Continúo por lo tanto con bastante precaución porque temo que en algún momento pueda caerme por un terraplén, o lo que es peor, despeñarme, porque no sé en que tipo de terreno estoy. Al poco de andar me doy cuenta sin embargo de que empiezo a ver algo delante de mí, como si se hubiera encendido en foco y me guiara, algo que me sorprende pues alrededor la oscuridad es total. Poco más adelante empiezo a ser consciente de que por no sé qué medios se ha obrado un extraño fenómeno, mi cuerpo según se calienta parece encenderse y alumbrar, como si yo mismo me estuviera convirtiendo en una especie de luciérnaga gigante. Me detengo asustado durante un buen rato, y compruebo con alivio que me voy apagando y mi luz se vuelve más tenue y difusa, lo que si por un lado me impide ver con claridad el camino, por otro me alivia porque de esa manera llamaré menos la atención de quienes estuvieran cerca. Ya sé que hay animales que ven en la oscuridad, pero no tengo noticias de que por aquí haya ninguno peligroso. Solo temo a los hombres que me persiguen, y supongo que para ellos tampoco es fácil ver de noche. En esos momentos se me ocurre que es posible que también a ellos les ocurra lo mismo si se esfuerzan persiguiéndome, por lo que decido detenerme y esconderme en un recodo del camino hasta que amanezca y permanecer atento a cualquier destello luminoso en mis inmediaciones. Con la luz del día supongo que todo será más fácil. Claro que para ellos también, pienso, y vuelvo a ponerme en marcha de inmediato.

Por más que le miraba tenía que confesarme que yo no conocía de nada a aquel tipo, a pesar de que ya llevábamos un buen rato hablando, después de que me saludara efusivamente y se sentara conmigo en la terraza de aquel bar una noche a finales del verano. Era evidente por su forma de tratarme y por las cosas que me decía que me conocía, pues de otra manera hubiera sido imposible que estuviera al corriente de muchos asuntos de los que me hablaba y que efectivamente formaban parte de mi vida. Lo que de todas maneras resultaba sorprendente es que desde el primer momento era solo él quien hablaba, como si tuviera una urgencia de la que no podía prescindir, dando la impresión de que tenía que soltar todo lo que le venía a la cabeza y que nos atañía a los dos. En alguna ocasión según pasaban los minutos estuve a punto de cortarle en seco y decirle que no recordaba conocerle de nada, y que muchas de las cosas que me contaba no las recordaba, o tenía de ellas un recuerdo muy difuso como si verdaderamente se tratara de un sueño. Incluso en un par de ocasiones en que me pareció que titubeaba traté de decir algo, pero de inmediato me cortó y continuó con su increíble perorata, que en determinados momentos parecía inventarse sobre la marcha, pues según avanzaba la tarde, cada vez se me iba haciendo más claro que lo que me decía carecía ya de todo sentido para mí. En determinado momento le miré fijamente asombrado, tratando de transmitirle mi perplejidad para que se diera cuenta de que se había equivocado o que simplemente estaba loco y desvariaba. Pero no hizo falta. De repente se calló, me dio la mano, me pidió disculpas y se fue. Esa noche soñé con él. Continuaba con la misma actitud y me recriminaba el hecho de no considerarle entre los míos, pues aunque no le hubiera hecho caso, él siempre había estado allí. A partir de entonces cada noche aparece en mis sueños con su verborrea torrencial. Se ha convertido en una especie de alter ego enajenado que me impide dormir, y a quien me gustaría volver a encontrar en el mundo real para quitármelo de en medio.
 

sábado, 20 de octubre de 2012

TORRES




Entro en una iglesia y enseguida me sale al paso un señor de cierta edad. Va vestido de trapillo pero muy bien afeitado, detalle con el que, aunque no sea aquel el lugar más adecuado, supongo que trata de impresionar a sus interlocutores (le brilla la cara, supongo que por la loción para después). Me dice que en esos momentos no se admiten visitas, a lo que le contesto que a pesar de mi aspecto no soy un turista sino un feligrés. Me responde que es el sacristán de aquella parroquia desde hace treinta años y que no tiene el gusto de conocerme, a lo que punto seguido le preciso que soy un feligrés “nuevo”, algo que le deja un tanto perplejo y me indica que haga el favor de sentarme, que de inmediato vendrá el párroco a hablar conmigo. Lo hago y el tipo desaparece detrás de una columna. A los cinco minutos viene de nuevo acompañado de un sacerdote con sotana y gesto bonancible, me presenta y se va. El cura, que resulta ser el coadjutor ya que el párroco está ocupado, se sienta a mi lado y me pregunta qué se me ofrece. Le digo que soy ateo pero que quiero creer y que estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario para ello. Me hace ver que la fe no es estrictamente una cuestión de voluntad, sino más bien de inspiración. “Divina”, por supuesto, añade rápidamente. Le amplio mis pretensiones diciéndole que quiero ir al cielo y que le rogaría que me enseñara el camino. Se levanta y con un gesto me invita a seguirle. Entramos por una puerta junto a la cual hay un cartel grande con la palabra “sacristía”. Enseguida comenzamos a subir una escalera de caracol muy empinada con unos escalones mínimos en los que apenas caben los pies. “Es la torre da la iglesia” me dice una vez que ha llegado arriba y ha recuperado el resuello. Luego en una especie de azotea que la corona saca un brazo y señala hacia arriba. “Ahí tiene su cielo”, afirma mirándome fijamente. “Me gusta-le digo-me voy a quedar”. El coadjutor se muestra satisfecho y desciende. De momento no hay nubes.

  Al salir de la iglesia tuve una revelación que me extrañó, pues en aquellos momentos pensé que lo lógico es que ese tipo de fenómenos se produzcan en su interior, en buena medida para eso están hechas. Claro que cabía la posibilidad que fuera así, y que hubiera sido adentro donde se operó el cambió que hizo posible lo que me sucedió una vez en el exterior. Había asistido a una misa a media tarde, al salir empezaba a anochecer y el sol estaba a punto de desaparecer por el horizonte frente a mí. Era un espectáculo maravilloso que todos los feligreses contemplábamos con emoción, como si formara todavía parte del ritual al que acabábamos de asistir. Incluso pude darme cuenta de que algunos, posiblemente impresionados por aquel pleonasmo de belleza, volvieron al interior para recogerse y dar gracias al Señor por haber creado una naturaleza que nos deparaba aquella de orgía de felicidad y amor. Fue entonces cuando capté el rayo verde, al parecer un guiño del creador a sus criaturas debido a la refracción de la luz en la atmósfera. Tenía mis dudas pero ese momento fue suficiente para caer de hinojos y cantar himnos de alabanza, que de inmediato fueron secundados por el resto de los feligreses como un todo. Finalmente la luz se ausentó y las tinieblas se apoderaron del escenario. Entonces me desperté: me había convertido.


Se supone que una iglesia es en un útero en el nos sumergimos cuando entramos y del que nacemos de nuevo cada vez que salimos. O al menos es posible que eso lo digan los psicólogos amantes de las metáforas, que aprovechan cualquier lugar o circunstancia para encajar sus teorías. Aquella podía ser una ocasión adecuada, porque en el interior no se veía prácticamente nada a pesar del día soleado del que disfrutábamos afuera, así que ya dentro supuse que efectivamente salir debía ser una experiencia gozosa, porque aunque allí se gozaba de porque cierta tranquilidad, la verdad es que el ambiente era demasiado lúgubre como para suponerse en el seno materno. Además hacía un frío helador, y la gente trataba de calentarse abrazándose a si misma o juntándose unos con otros para proporcionarse cierto calor. Cuando acabaron los oficios religiosos, los asistentes se reunieron en el pasillo central y se encaminaron a toda prisa hacia la puerta de salida que se abrió de par en par para aliviar la avalancha. A pesar de que en esos momentos el órgano interpretaba una preciosa música de Bach, la gente no tuvo paciencia o prefirió salvar el pellejo, y desde el exterior debió tenerse en aquellos momentos la impresión de estar asistiendo a un parto un tanto precipitado.