Mamá es
especial, qué duda cabe. E incluso puedo decir que lo cierto es que no solo lo
sea algunas veces, sino siempre. Sin ir más lejos, recuerdo que cuando cumplió
cincuenta años (yo tenía entonces alrededor de veinte y papá ya había
fallecido) decidió que a partir de ese momento iba a desplazarse a todos sitios
en silla de ruedas (por el interior de nuestra casa también, ojo). Como soy
hija única y no teníamos dinero para contratar a una mucama, yo tuve que hacerme
cargo de la situación que tal hecho
originó. Es decir: ser la esclava de mamá a todas horas. Y cuando digo toda
quiero decir toda, no casi toda,
porque de la noche a la mañana comenzó a comportarse como una verdadera impedida. Y además con múltiples
achaques que se inventaba de un día para
otro. Como es natural, tuve que abandonar mis estudios en la universidad e
incluso a mis amistades, que no soportaron demasiado tiempo venir a casa para
verme, porque habitualmente acaba empleándolas en alguna de las miles de faenas
que mamá me ordenaba. De hecho, me había confeccionado una especie de hoja de ruta, que yo debía cumplir
escrupulosamente si no quería quedarme sin la paga para atender mínimamente a mis necesidades alimenticias y de
aseo.
Como bien puede suponerse, los ratos
menos agradable son aquellos en los que mamá tiene que hacer sus cosas, y no creo que aquí tenga que
ser más explícita, pues creo que están en la mente de todos. Además, tengo el
convencimiento de que realmente no necesita realmente ir al baño tantas veces al día. E incluso alguna que otra vez por
la noche, para lo cual ha hecho instalar un chivato en mi mesilla, y me llama
cada vez que se le antoja venga o no a cuento, sin considerar la hora que sea. Y
por si me despisto o me hago la remolona, también ha instalado un timbre, ante
el cual no hay disculpa posible teniendo en cuenta que no soy sorda.
Algunas tardes cuando se
cansa de la televisión, tengo que leerla ciertas novelas románticas de su época,
historias de matrimonios frustrados e hijos problemáticos principalmente, de las
que con frecuencia comenta cómo le recuerdan a su propia vida y a la mía en
particular: ambas un fracaso total. Y la muy desgraciada, y perdona que aquí me
explaye un poco, ha terminado tratándome como a una verdadera esclava: haz esto,
haz lo otro, ven para aquí, vete para allá. Un sin vivir que solo soporto por
el amor que le tengo desde niña, precisamente desde el día de la Primera
Comunión, en el que prometí ser buena durante toda mi vida, especialmente con
mis papás. Y cuando digo papás, que
no se me malinterprete, pues yo a mi padre apenas le conocí. Era un tipo que
sí, que vivía con nosotras, pero que nos trataba como a unas extrañas. A mamá de usted y a mí prácticamente no me dirigía
la palabra, y si lo hacía era para
llamarme “la niña”, sin más. Al parecer, para él yo no tenía un nombre que me identificara.
Claro que aquí debo sincerarme y decir que la caída que tuvo desde el balcón de
casa que le costó la vida fue bastante menos casual de lo que pareció. Creo que
me explico.
Mamá nunca abandonó la sillita, y seguramente por eso la verdad
es que ahora está bastante deteriorada. Su inmovilidad voluntaria ha acabado
produciéndola una verdadera parálisis, agravando las consecuencias en los cuidados que debo prodigarla.
Afortunadamente no descarto que el día menos
pensado acabe teniendo una desgracia parecida a la de papá. El balcón sigue estando en perfecta
condiciones, pero nunca se sabe.