Algunos días voy a Carrefour, ese
supermercado francés que se ha instalado en España hace ya bastantes años y que
antes se llamaba Pryca, pero que de la noche a la mañana cambió de nombre. El
actual es más largo y en ese sentido supongo que menos eficaz, pero claro, no creo
que los propietarios sean imbéciles, y por algo lo habrán hecho. O no, quien
sabe, posiblemente no tiene la menor importancia ya que al ser pronunciados en
francés vienen a ser parecidos en cuanto a número de sílabas, dos: Car-fur y Pry-ca.
Pues como decía al principio, algunos días hago la compra en Carrefour, no por
una querencia especial, sino porque lo tengo más a mano, como quien dice a la
vuelta de la esquina. Y voy con frecuencia porque como vivo solo y siempre como
en casa, casi constantemente necesito alguna cosa para completar el menú.
Suelen ser pequeñas cantidades teniendo en cuenta que no me gustan los productos
congelados y los frescos debo reponerlos casi a diario porque en el frigorífico
se estropean. Eso lo sabe cualquiera en mis circunstancias, así que cada dos
por tres me acerco a Carrefour. Y ahora que lo pienso, ese nombre puede que no
sea tan banal como pude pensar en principio. Carrefour significa cruce, el
lugar donde varias personas coinciden y se cruzan, y quizás sea una forma un tanto solapada de fomentar el
consumo. Estimular al comprador a acudir a ese “cruce” donde va a encontrarse
con otros y sus mismas necesidades. Una idiotez, desde luego, pero uno no puede
pasarse toda la vida pensando en complicados algoritmos matemáticos ni en los principios fundamentales de la
filosofía analítica olvidando que incluso para ello la supervivencia es
fundamental, por lo que quizás mi idea no sea tan estúpida. Cosas de la mente
me digo, que piensa lo que le da la gana, y eso sí que es sorprendente, pues
con frecuencia suponemos que dirigimos nuestras vidas como queremos, y la
verdad es que somos dirigidos por ese extraño artefacto que transportamos
debajo del pelo o del sombrero (o de ambos, caso de que se los tenga, claro). O
mejor, dentro del cráneo, que de ese no podemos prescindir, salvo caso de
traumatismo severo, lógicamente. O sea, que con la disculpa del “cruce”,
Carrefour se identifica como un punto de encuentro donde los clientes se reúnen
para avituallarse. No está mal la idea, desde luego mejor que Pryca, que era un
tanto insípida.
En cualquier caso, me doy cuenta de que
me estoy liando en exceso, pues a mí la verdad es que el nombre del
establecimiento me tiene sin cuidado. Claro que digo esto y enseguida tengo
ganas de matizarlo y añadir alguna precisión que haga más creíble lo que acabo
de decir, pero esta vez sí, soy yo (quien quiera que éste sea) quien toma las
riendas y se niega a seguir elucubrando sobre semejantes majaderías. Lo
interesante de Carrefour es que actúa como un punto de encuentro en donde nos
solemos encontrar los vecinos de vez en cuando, y por mi parte tengo la ocasión
de encontrarme con Tommy, un tipo rumano afincado en España hace ya muchos
años, y que como antiguamente se decía, vive de la caridad pública. Se sitúa en
frente del establecimiento, que es relativamente pequeño, sentado sobre una
especie de murete y se pasa allí todo el día, desde las nueve de la mañana a
las diez de la noche, motivo que para mí ya lo hace acreedor a algún tipo de
reconocimiento. E incluso de recompensa. Permanecer en ese lugar durante tanto
tiempo tiene su mérito, más allá de que él mismo no haga lo que se dice prácticamente
nada (lo máximo ayudar en algún momento a alguien a llevar la compra hasta el
coche). No debe, sin embargo, echarse en saco roto el hecho de su presencia
continuada en ese lugar. Debemos ser conscientes de la importancia que tiene
para nuestras vidas la existencia de “referencias”: el cajero del banco, el
guardia de la esquina, el árbol del paseo, el bar frente al semáforo, etc. Y en
nuestro caso la presencia constante de Tommy, sin el cual este Carrefour no sería lo que es. Es más: sin
él es posible que incluso no pocos clientes podrían cambiar de establecimiento.
En primer lugar para muchos Tommy ya actúa como un reclamo de Carrefour con
toda la tranquilidad que ello conlleva. Es verle, y decirse uno para su
interior “ya estoy en Carrefour”, aunque parezca una exageración. Y por otro,
no debe olvidarse que para no pocos clientes, Tommy supone la posibilidad de
sentirse bien dándole un regalito (limosna suena demasiado antiguo y un tanto
peyorativo) y vivir el resto del día con la certeza de ser buena persona. De
hecho y en mi opinión, creo que el propio Carrefour debería ser consciente de
este proceso y premiar a Tommy con alguno de sus productos u otra forma de
compensación.
En lo que a mí se refiere mi amistad con
este hombre se ha ido afirmando a lo largo del tiempo hasta el punto que con
frecuencia me desprendo de algún objeto o trasto de casa y se lo regalo. Es
cierto que no son nuevos, pero debo también decir que están en buen estado y
son perfectamente aprovechables. El año pasado le regalé una televisión
estupenda que tenía en mi cuarto pero que no utilizaba, y que según me dijo a
él le venía muy bien porque hacía ya mucho tiempo que no la tenía. Así que este
aparato se convirtió desde entonces en una referencia ineludible entre
nosotros, pues o bien él me informaba sobre su funcionamiento o yo se lo
preguntaba. Pero el asunto no se quedaba ahí porque prácticamente a diario al
pasar delante de él, fuera yo o no a Carrefour, me comentaba alguna novedad
sobre los programas que veía. Le gustaban especialmente los documentales, y de
ellos los que trataban de otros lugares del mundo, que en general él
consideraba maravillosos. Tenía especial predilección por los puertos de mar y
las islas exóticas del sur de Pacífico y del Caribe. “Allí sí que se vive como
Dios manda, el sol, la luz, el mar…¡y las mujeres!” me repetía con frecuencia
como si fuera una letanía. Llegué a pensar que aquella era una forma de
agradecerme el regalo de la televisión y por otra una más o menos sutil de
estimularme a que no se detuviera ahí la cosa. Tanto insistió en sus alabanzas
a la vida exótica en otras latitudes, que le acabé sugiriendo que quizás le
vendría bien ofrecerse a Carrefour como hombre-anuncio, una práctica muy
antigua y en desuso, pero quién sabe si operativa de nuevo con su dedicación.
En resumidas cuentas se trataría de pasear con un cartelón en el que se
anunciase las ventajas de comprar en Carrefour, propiciadas por un paisaje
pintado sobre el mismo con la maravilla de los lugares aludidos y con una
leyenda del tipo “Carrefour, ventana al mundo” o “Carrefour, la otra maravilla”
o algo por el estilo. Él se quedó pensativo, no sé si porque tal iniciativa le
sobrepasaba o porque no tenía demasiado claro que no le estuviese tomando el
pelo. A día de hoy debo confesar que a pesar de que nuestra amistad se
mantiene, sus muestras de entusiasmo y agradecimiento hacia mi persona se han
hecho más discretas, como si en su interior aún estuviese columbrando lo
adecuado o no de mi propuesta.
Nota de última hora.- Para mi
sorpresa y casi conmoción, debo decir que ayer cuando fui una vez más a
Carrefour, me encontré a Tommy en la puerta del establecimiento vestido
impecablemente con un traje de levita y chistera, y con un cartel sobre el
pecho en el que podía leerse con toda claridad “Carrefour, ventana al mundo”.
Se dirigió a mí un instante y con una voz alta y bien timbrada exclamó
“¡Bienvenido a Carrefour, caballero!”. Y luego casi imperceptiblemente
acercando su boca a mi oído: ¡Me han hecho fijo! ¡Me han hecho fijo!
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