miércoles, 15 de mayo de 2019

TOMMY


Algunos días voy a Carrefour, ese supermercado francés que se ha instalado en España hace ya bastantes años y que antes se llamaba Pryca, pero que de la noche a la mañana cambió de nombre. El actual es más largo y en ese sentido  supongo que menos eficaz, pero claro, no creo que los propietarios sean imbéciles, y por algo lo habrán hecho. O no, quien sabe, posiblemente no tiene la menor importancia ya que al ser pronunciados en francés vienen a ser parecidos en cuanto a número de sílabas, dos: Car-fur y Pry-ca. Pues como decía al principio, algunos días hago la compra en Carrefour, no por una querencia especial, sino porque lo tengo más a mano, como quien dice a la vuelta de la esquina. Y voy con frecuencia porque como vivo solo y siempre como en casa, casi constantemente necesito alguna cosa para completar el menú. Suelen ser pequeñas cantidades teniendo en cuenta que no me gustan los productos congelados y los frescos debo reponerlos casi a diario porque en el frigorífico se estropean. Eso lo sabe cualquiera en mis circunstancias, así que cada dos por tres me acerco a Carrefour. Y ahora que lo pienso, ese nombre puede que no sea tan banal como pude pensar en principio. Carrefour significa cruce, el lugar donde varias personas coinciden y se cruzan, y quizás  sea una forma un tanto solapada de fomentar el consumo. Estimular al comprador a acudir a ese “cruce” donde va a encontrarse con otros y sus mismas necesidades. Una idiotez, desde luego, pero uno no puede pasarse toda la vida pensando en complicados algoritmos matemáticos  ni en los principios fundamentales de la filosofía analítica olvidando que incluso para ello la supervivencia es fundamental, por lo que quizás mi idea no sea tan estúpida. Cosas de la mente me digo, que piensa lo que le da la gana, y eso sí que es sorprendente, pues con frecuencia suponemos que dirigimos nuestras vidas como queremos, y la verdad es que somos dirigidos por ese extraño artefacto que transportamos debajo del pelo o del sombrero (o de ambos, caso de que se los tenga, claro). O mejor, dentro del cráneo, que de ese no podemos prescindir, salvo caso de traumatismo severo, lógicamente. O sea, que con la disculpa del “cruce”, Carrefour se identifica como un punto de encuentro donde los clientes se reúnen para avituallarse. No está mal la idea, desde luego mejor que Pryca, que era un tanto insípida.
      En cualquier caso, me doy cuenta de que me estoy liando en exceso, pues a mí la verdad es que el nombre del establecimiento me tiene sin cuidado. Claro que digo esto y enseguida tengo ganas de matizarlo y añadir alguna precisión que haga más creíble lo que acabo de decir, pero esta vez sí, soy yo (quien quiera que éste sea) quien toma las riendas y se niega a seguir elucubrando sobre semejantes majaderías. Lo interesante de Carrefour es que actúa como un punto de encuentro en donde nos solemos encontrar los vecinos de vez en cuando, y por mi parte tengo la ocasión de encontrarme con Tommy, un tipo rumano afincado en España hace ya muchos años, y que como antiguamente se decía, vive de la caridad pública. Se sitúa en frente del establecimiento, que es relativamente pequeño, sentado sobre una especie de murete y se pasa allí todo el día, desde las nueve de la mañana a las diez de la noche, motivo que para mí ya lo hace acreedor a algún tipo de reconocimiento. E incluso de recompensa. Permanecer en ese lugar durante tanto tiempo tiene su mérito, más allá de que él mismo no haga lo que se dice prácticamente nada (lo máximo ayudar en algún momento a alguien a llevar la compra hasta el coche). No debe, sin embargo, echarse en saco roto el hecho de su presencia continuada en ese lugar. Debemos ser conscientes de la importancia que tiene para nuestras vidas la existencia de “referencias”: el cajero del banco, el guardia de la esquina, el árbol del paseo, el bar frente al semáforo, etc. Y en nuestro caso la presencia constante de Tommy, sin el cual  este Carrefour no sería lo que es. Es más: sin él es posible que incluso no pocos clientes podrían cambiar de establecimiento. En primer lugar para muchos Tommy ya actúa como un reclamo de Carrefour con toda la tranquilidad que ello conlleva. Es verle, y decirse uno para su interior “ya estoy en Carrefour”, aunque parezca una exageración. Y por otro, no debe olvidarse que para no pocos clientes, Tommy supone la posibilidad de sentirse bien dándole un regalito (limosna suena demasiado antiguo y un tanto peyorativo) y vivir el resto del día con la certeza de ser buena persona. De hecho y en mi opinión, creo que el propio Carrefour debería ser consciente de este proceso y premiar a Tommy con alguno de sus productos u otra forma de compensación.
    En lo que a mí se refiere mi amistad con este hombre se ha ido afirmando a lo largo del tiempo hasta el punto que con frecuencia me desprendo de algún objeto o trasto de casa y se lo regalo. Es cierto que no son nuevos, pero debo también decir que están en buen estado y son perfectamente aprovechables. El año pasado le regalé una televisión estupenda que tenía en mi cuarto pero que no utilizaba, y que según me dijo a él le venía muy bien porque hacía ya mucho tiempo que no la tenía. Así que este aparato se convirtió desde entonces en una referencia ineludible entre nosotros, pues o bien él me informaba sobre su funcionamiento o yo se lo preguntaba. Pero el asunto no se quedaba ahí porque prácticamente a diario al pasar delante de él, fuera yo o no a Carrefour, me comentaba alguna novedad sobre los programas que veía. Le gustaban especialmente los documentales, y de ellos los que trataban de otros lugares del mundo, que en general él consideraba maravillosos. Tenía especial predilección por los puertos de mar y las islas exóticas del sur de Pacífico y del Caribe. “Allí sí que se vive como Dios manda, el sol, la luz, el mar…¡y las mujeres!” me repetía con frecuencia como si fuera una letanía. Llegué a pensar que aquella era una forma de agradecerme el regalo de la televisión y por otra una más o menos sutil de estimularme a que no se detuviera ahí la cosa. Tanto insistió en sus alabanzas a la vida exótica en otras latitudes, que le acabé sugiriendo que quizás le vendría bien ofrecerse a Carrefour como hombre-anuncio, una práctica muy antigua y en desuso, pero quién sabe si operativa de nuevo con su dedicación. En resumidas cuentas se trataría de pasear con un cartelón en el que se anunciase las ventajas de comprar en Carrefour, propiciadas por un paisaje pintado sobre el mismo con la maravilla de los lugares aludidos y con una leyenda del tipo “Carrefour, ventana al mundo” o “Carrefour, la otra maravilla” o algo por el estilo. Él se quedó pensativo, no sé si porque tal iniciativa le sobrepasaba o porque no tenía demasiado claro que no le estuviese tomando el pelo. A día de hoy debo confesar que a pesar de que nuestra amistad se mantiene, sus muestras de entusiasmo y agradecimiento hacia mi persona se han hecho más discretas, como si en su interior aún estuviese columbrando lo adecuado o no de mi propuesta.

Nota de última hora.- Para mi sorpresa y casi conmoción, debo decir que ayer cuando fui una vez más a Carrefour, me encontré a Tommy en la puerta del establecimiento vestido impecablemente con un traje de levita y chistera, y con un cartel sobre el pecho en el que podía leerse con toda claridad “Carrefour, ventana al mundo”. Se dirigió a mí un instante y con una voz alta y bien timbrada exclamó “¡Bienvenido a Carrefour, caballero!”. Y luego casi imperceptiblemente acercando su boca a mi oído: ¡Me han hecho fijo! ¡Me han hecho fijo!

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