Cuando inesperadamente me llamó, sentí una alegría que poco antes ni
siquiera hubiese imaginado. Sabíamos el uno del otro por terceros, y
ocasionalmente por algún encuentro imprevisto por nuestra profesión, que de vez
en cuando nos hacía coincidir en congresos ó simposios, aunque nos teníamos
bastante bien localizados a través de internet, donde de vez en cuando nos
comunicábamos, siempre para comentar temas intrascendentes. Sorprendentemente,
a mi alegría inicial, siguió una extraña sensación de desagrado, como si en el
fondo de mi mismo, me planteara el por qué de su visita. La verdad es que no
tenía mucho que contarle, y lo que él pudiera decirme, no me interesaba
demasiado. Pasaba por una temporada en la que me sentía bastante desanimado,
como si nada tuviera demasiado sentido, lo que para mí hacía poco atrayente el
encuentro. Nos citamos en “El Titanic”, un restaurante de moda en la calle Velazquez,
que yo ya conocía de otra vez, cuando alguien me invitó poco después de su inauguración. No me
gustaba mucho porque su forma alargada tipo tranvía, ó efectivamente de buque,
lo hacía incómodo, aunque la decoración a base de metales, de cobre oxidado
especialmente, resultaba original. Por otro lado, su cocina me había parecido
en aquella ocasión bastante mediocre. Llegué antes que él, pues sabiendo su
diseño, me quería sentar con la espalda contra la pared, permanecer largo rato
frente a alguien con quien además no se está en principio demasiado cómodo, y
tener que verle todo el tiempo ó encararse sólo con la pared, siempre se me
había hecho muy molesto. Aunque había barra a la entrada del local, le esperé
en la mesa para evitar lo dicho anteriormente, así que cuando llegó, ya no tuvo
opción para elegir asiento. Lo hizo con cierto retraso y se justificó por el
tráfico, algo absolutamente normal en estas ocasiones, aunque tratándose de
finales de Julio en Madrid, no resultaba demasiado creíble. Después de
saludarnos con una seriedad chocante para quienes hacía años que no se veían,
comenzamos a hablar de temas intranscendentes ó de actualidad, algo un tanto
raro en todo caso, pues pasado ya un buen rato, elegido el vino y tras los
entremeses, ni siquiera habíamos mencionado a nuestras familias. En realidad no
habíamos hablado nada de tipo personal, lo que no dejaba de ser llamativo,
aunque pronto tuve la impresión que ambos lo evitábamos, como si en el fondo
estuviéramos de acuerdo en que no era necesario, y tuviéramos la impresión de
no estar allí, sino en los remotos tiempos de nuestra juventud, cuando teníamos
toda la vida por delante, y en los que llegamos a compartir muchos momentos
emocionantes, sobre todo viajes y aventuras, que por alguna razón nos
obstinábamos en mantener ocultos, como si fuera algo indebido ó doloroso en
aquellos instantes. Al poco de empezar a comer, fui consciente que ambos
habíamos experimentado una especie de bajón, y en ocasiones nos dirigíamos el
uno al otro con un tono cansino, que hacía difícil que nos entendiéramos, lo que
nos obligaba continuamente a repetir lo que acabábamos de decir, algo que
evidentemente nos incomodaba, sobre todo teniendo en cuenta que estaba claro
que lo que decía el otro nos tenía sin cuidado. Paulatinamente ambos caímos en
un sopor que llegado el segundo plato, ya apenas tratábamos de disimular,
aunque desde luego actuábamos con educación y procurábamos mantener las formas.
El mero hecho de comer, entiéndase masticar, parecía un tema un tanto
complicado, y reteníamos la comida durante un buen rato en la boca antes de
decidirnos a tragarla. En algunas ocasiones, uno de los dos parecía consciente
de lo extraño de la situación, y trataba de reaccionar enérgicamente, subiendo
la voz hasta límites fuera de lo normal, que hacía que los clientes de la mesa
de al lado nos miraran con irritación. A esto había que añadirle que, así como
las viandas se nos hacían difíciles de ingerir, el vino entraba en nuestros gaznates
con suma facilidad, por lo que a media comida, ya llevábamos botella y media de
Cune Reserva en nuestro torrente sanguíneo, y a nuestro estado de comunicación
sui géneris, se añadieron hipidos y frases enrevesadas de difícil comprensión,
por lo que aún antes de los postres, en nuestro diálogo, que ya resultaba
incomprensible, tratábamos de introducir
detalles de nuestra vida particular, que se limitaba a una serie de sonidos
incongruentes, aderezados con otros de origen no vocal. Con frecuencia recurríamos
a golpear la mesa con los nudillos, cambiar sonoramente de posición, ó en
algunas ocasiones a entrechocar los cubiertos con cierta euforia, dentro del
marasmo en que nos estábamos adentrando. Ya a esas alturas del almuerzo era
evidente que los vecinos de las mesas próximas estaban incómodos, y nos miraban
requiriendo más compostura, pero al terminar la segunda botella, estaba claro
que nuestra capacidad para satisfacerles estaba bajo mínimos. Por otro lado,
había que reconocer que si bien el tono
de nuestra comunicación era original, no era en exceso estridente, y cada cual
para sus adentros, aplaudía su coraje para perseverar en tal actitud. El
maître, muy en su sitio, nos preguntó si deseábamos algo, como una forma elegante
de decirnos que por favor, nos moderáramos, algo que como por arte de magia,
ambos aceptamos, guardando a partir de ese momento un silencio absoluto, en el
que solo esporádicamente destacaba cierta gesticulación, especialmente por
parte de nuestras manos. Ojos y boca también colaboraban con una mímica
especial, pues con frecuencia los cerrábamos ó fruncíamos por razones que aún
hoy no llego a comprender. A los postres, Adrián empezó a dar síntomas de que
le pasaba algo que no podía entender, pues parecía moverse al mismo tiempo que
yo, como si fuera mi reflejo en un espejo. Le pregunté como buenamente pude si
le pasaba algo, a lo que me contestó en perfecto castellano que “absolutamente
nada, sino que el metal plateado a tu espalda me devuelve mi imagen, y dado que
la tengo fobia, me muevo como tú, para evitarla”. La comida terminó poco
después de los cafés, y nos despedimos allí mismo. Adrián se negó a salir
conmigo a la calle, pues después de casi dos horas frente, tenía una necesidad
perentoria de desidentificarse de mí, por lo que le dejé en la barra tomándose
una copa Drambuie, al que al parecer era muy aficionado. No volvimos a vernos,
ni a llamarnos, ni siquiera a coincidir en actividades laborales, pero, todavía
hoy, cada vez que me miro en el espejo, tengo la impresión de ver su cara, por lo
que hace tiempo que decidí afeitarme sentado en el sofá del salón, tal fobia le
cogí en el almuerzo del “Titanic” de Velázquez.
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