sábado, 25 de mayo de 2019

TIEMPOS

Cuando inesperadamente me llamó, sentí una alegría que poco antes ni siquiera hubiese imaginado. Sabíamos el uno del otro por terceros, y ocasionalmente por algún encuentro imprevisto por nuestra profesión, que de vez en cuando nos hacía coincidir en congresos ó simposios, aunque nos teníamos bastante bien localizados a través de internet, donde de vez en cuando nos comunicábamos, siempre para comentar temas intrascendentes. Sorprendentemente, a mi alegría inicial, siguió una extraña sensación de desagrado, como si en el fondo de mi mismo, me planteara el por qué de su visita. La verdad es que no tenía mucho que contarle, y lo que él pudiera decirme, no me interesaba demasiado. Pasaba por una temporada en la que me sentía bastante desanimado, como si nada tuviera demasiado sentido, lo que para mí hacía poco atrayente el encuentro. Nos citamos en “El Titanic”, un restaurante de moda en la calle Velazquez, que yo ya conocía de otra vez, cuando alguien me invitó  poco después de su inauguración. No me gustaba mucho porque su forma alargada tipo tranvía, ó efectivamente de buque, lo hacía incómodo, aunque la decoración a base de metales, de cobre oxidado especialmente, resultaba original. Por otro lado, su cocina me había parecido en aquella ocasión bastante mediocre. Llegué antes que él, pues sabiendo su diseño, me quería sentar con la espalda contra la pared, permanecer largo rato frente a alguien con quien además no se está en principio demasiado cómodo, y tener que verle todo el tiempo ó encararse sólo con la pared, siempre se me había hecho muy molesto. Aunque había barra a la entrada del local, le esperé en la mesa para evitar lo dicho anteriormente, así que cuando llegó, ya no tuvo opción para elegir asiento. Lo hizo con cierto retraso y se justificó por el tráfico, algo absolutamente normal en estas ocasiones, aunque tratándose de finales de Julio en Madrid, no resultaba demasiado creíble. Después de saludarnos con una seriedad chocante para quienes hacía años que no se veían, comenzamos a hablar de temas intranscendentes ó de actualidad, algo un tanto raro en todo caso, pues pasado ya un buen rato, elegido el vino y tras los entremeses, ni siquiera habíamos mencionado a nuestras familias. En realidad no habíamos hablado nada de tipo personal, lo que no dejaba de ser llamativo, aunque pronto tuve la impresión que ambos lo evitábamos, como si en el fondo estuviéramos de acuerdo en que no era necesario, y tuviéramos la impresión de no estar allí, sino en los remotos tiempos de nuestra juventud, cuando teníamos toda la vida por delante, y en los que llegamos a compartir muchos momentos emocionantes, sobre todo viajes y aventuras, que por alguna razón nos obstinábamos en mantener ocultos, como si fuera algo indebido ó doloroso en aquellos instantes. Al poco de empezar a comer, fui consciente que ambos habíamos experimentado una especie de bajón, y en ocasiones nos dirigíamos el uno al otro con un tono cansino, que hacía difícil que nos entendiéramos, lo que nos obligaba continuamente a repetir lo que acabábamos de decir, algo que evidentemente nos incomodaba, sobre todo teniendo en cuenta que estaba claro que lo que decía el otro nos tenía sin cuidado. Paulatinamente ambos caímos en un sopor que llegado el segundo plato, ya apenas tratábamos de disimular, aunque desde luego actuábamos con educación y procurábamos mantener las formas. El mero hecho de comer, entiéndase masticar, parecía un tema un tanto complicado, y reteníamos la comida durante un buen rato en la boca antes de decidirnos a tragarla. En algunas ocasiones, uno de los dos parecía consciente de lo extraño de la situación, y trataba de reaccionar enérgicamente, subiendo la voz hasta límites fuera de lo normal, que hacía que los clientes de la mesa de al lado nos miraran con irritación. A esto había que añadirle que, así como las viandas se nos hacían difíciles de ingerir, el vino entraba en nuestros gaznates con suma facilidad, por lo que a media comida, ya llevábamos botella y media de Cune Reserva en nuestro torrente sanguíneo, y a nuestro estado de comunicación sui géneris, se añadieron hipidos y frases enrevesadas de difícil comprensión, por lo que aún antes de los postres, en nuestro diálogo, que ya resultaba incomprensible, tratábamos de  introducir detalles de nuestra vida particular, que se limitaba a una serie de sonidos incongruentes, aderezados con otros de origen no vocal. Con frecuencia recurríamos a golpear la mesa con los nudillos, cambiar sonoramente de posición, ó en algunas ocasiones a entrechocar los cubiertos con cierta euforia, dentro del marasmo en que nos estábamos adentrando. Ya a esas alturas del almuerzo era evidente que los vecinos de las mesas próximas estaban incómodos, y nos miraban requiriendo más compostura, pero al terminar la segunda botella, estaba claro que nuestra capacidad para satisfacerles estaba bajo mínimos. Por otro lado, había que reconocer que si bien  el tono de nuestra comunicación era original, no era en exceso estridente, y cada cual para sus adentros, aplaudía su coraje para perseverar en tal actitud. El maître, muy en su sitio, nos preguntó si deseábamos algo, como una forma elegante de decirnos que por favor, nos moderáramos, algo que como por arte de magia, ambos aceptamos, guardando a partir de ese momento un silencio absoluto, en el que solo esporádicamente destacaba cierta gesticulación, especialmente por parte de nuestras manos. Ojos y boca también colaboraban con una mímica especial, pues con frecuencia los cerrábamos ó fruncíamos por razones que aún hoy no llego a comprender. A los postres, Adrián empezó a dar síntomas de que le pasaba algo que no podía entender, pues parecía moverse al mismo tiempo que yo, como si fuera mi reflejo en un espejo. Le pregunté como buenamente pude si le pasaba algo, a lo que me contestó en perfecto castellano que “absolutamente nada, sino que el metal plateado a tu espalda me devuelve mi imagen, y dado que la tengo fobia, me muevo como tú, para evitarla”. La comida terminó poco después de los cafés, y nos despedimos allí mismo. Adrián se negó a salir conmigo a la calle, pues después de casi dos horas frente, tenía una necesidad perentoria de desidentificarse de mí, por lo que le dejé en la barra tomándose una copa Drambuie, al que al parecer era muy aficionado. No volvimos a vernos, ni a llamarnos, ni siquiera a coincidir en actividades laborales, pero, todavía hoy, cada vez que me miro en el espejo, tengo la impresión de ver su cara, por lo que hace tiempo que decidí afeitarme sentado en el sofá del salón, tal fobia le cogí en el almuerzo del “Titanic” de Velázquez.

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