En los momentos
de mayor inquietud, Germán recurría a una habilidad que había adquirido de niño
cuando sus padres instalaron un gallinero en el jardín. Él, que era un chico
curioso y le gustaban los experimentos, pronto pudo observar que dichas aves,
además de ser incapaces de volar por problemas evolutivos (eso lo supo más
tarde), eran también muy sugestionables, bordeando en este aspecto la idiocia.
Cuando alguna de ellas se encontraba más agitada de lo habitual, se dio cuenta
de que trazando un segmento de recta con tiza en el suelo bajo su pico, el
animalito se quedaba hipnotizado por tal aparición súbita y caía en un trance
que tenía dos fases. En la primera, se quedaba paralizado con el pico pegado al
suelo, y en la segunda, instantes después, se derrumbaba y dormía profundamente
durante un buen rato.
Estos
conocimientos infantiles le sirvieron ya de adulto para tranquilizarse
rápidamente en los momentos en que le asaltaba la inquietud (era un hombre
nervioso), recurriendo a lo que él llamaba “terapia euclidiana” en homenaje al
sabio griego y su geometría, basada en la línea recta. Para ello, con un
bolígrafo dibujaba sobre una hoja en blanco con trazo enérgico y decidido, un
segmento, lo que le hacía quedarse inmóvil de inmediato, fija su mirada sobre
él, para caer enseguida en un sopor relajante, del que le costaba recuperarse,
pero que le ahorraba consumir diazepán y otros tranquilizantes menores. Su
casa, por lo tanto, estaba llena de carpetas repletas de folios con segmentos,
al lado de los cuales solía escribir el día y la hora del hecho, lo que con el
tiempo llegó a constituir una especie de biografía patológica de sus estados de
ansiedad. Germán valoraba mucho estos papeles, y a partir de cierto momento
también numeró las carpetas donde los guardaba en una especie de homenaje a sí
mismo, que pronto ubicó en la biblioteca del salón a lado de los autores
clásicos más sobresalientes, sobre todo los griegos, Shakeaspeare y Cervantes.
Digamos para
concluir, que este éxito terapéutico de la medicina natural tenía una
contrapartida, a la que sin embargo nuestro hombre se sometía de buena gana.
Consistía en que para despejarse definitivamente después del trance, tenía que
ducharse con agua fría, lo que solía
dejarle aterido y tiritando un rato largo, servidumbre que aceptaba como
homenaje a sí mismo y su inventiva. Y a los filósofos presocráticos, a los que
admiraba profundamente a partir del propio Euclides y de Pitágoras, con los que
de alguna forma entroncaban.
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