lunes, 6 de agosto de 2018

EUCLIDES


En los momentos de mayor inquietud, Germán recurría a una habilidad que había adquirido de niño cuando sus padres instalaron un gallinero en el jardín. Él, que era un chico curioso y le gustaban los experimentos, pronto pudo observar que dichas aves, además de ser incapaces de volar por problemas evolutivos (eso lo supo más tarde), eran también muy sugestionables, bordeando en este aspecto la idiocia. Cuando alguna de ellas se encontraba más agitada de lo habitual, se dio cuenta de que trazando un segmento de recta con tiza en el suelo bajo su pico, el animalito se quedaba hipnotizado por tal aparición súbita y caía en un trance que tenía dos fases. En la primera, se quedaba paralizado con el pico pegado al suelo, y en la segunda, instantes después, se derrumbaba y dormía profundamente durante un buen rato.
Estos conocimientos infantiles le sirvieron ya de adulto para tranquilizarse rápidamente en los momentos en que le asaltaba la inquietud (era un hombre nervioso), recurriendo a lo que él llamaba “terapia euclidiana” en homenaje al sabio griego y su geometría, basada en la línea recta. Para ello, con un bolígrafo dibujaba sobre una hoja en blanco con trazo enérgico y decidido, un segmento, lo que le hacía quedarse inmóvil de inmediato, fija su mirada sobre él, para caer enseguida en un sopor relajante, del que le costaba recuperarse, pero que le ahorraba consumir diazepán y otros tranquilizantes menores. Su casa, por lo tanto, estaba llena de carpetas repletas de folios con segmentos, al lado de los cuales solía escribir el día y la hora del hecho, lo que con el tiempo llegó a constituir una especie de biografía patológica de sus estados de ansiedad. Germán valoraba mucho estos papeles, y a partir de cierto momento también numeró las carpetas donde los guardaba en una especie de homenaje a sí mismo, que pronto ubicó en la biblioteca del salón a lado de los autores clásicos más sobresalientes, sobre todo los griegos, Shakeaspeare y Cervantes.
Digamos para concluir, que este éxito terapéutico de la medicina natural tenía una contrapartida, a la que sin embargo nuestro hombre se sometía de buena gana. Consistía en que para despejarse definitivamente después del trance, tenía que ducharse  con agua fría, lo que solía dejarle aterido y tiritando un rato largo, servidumbre que aceptaba como homenaje a sí mismo y su inventiva. Y a los filósofos presocráticos, a los que admiraba profundamente a partir del propio Euclides y de Pitágoras, con los que de alguna forma entroncaban.

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