sábado, 28 de julio de 2018

MISIVAS


Con esta carta mi querido amigo, trato de recuperar una antigua amistad que por avatares de la vida quedó arrumbada cuando éramos poco más que unos niños. Te recuerdo sin embargo con frecuencia, y aunque con la misma frecuencia me digo que eso no tiene demasiado sentido, hoy he decidido por fin darle la importancia que en mi vida habitual no quiero reconocer. No sé donde estás, y esta misiva dirigida a varias direcciones que aún conservo de ti, es un poco como la carta de un naufrago que ha decidido que ya no le quedan más opciones que tirar la botella al mar. Me dirás, si acaba llegando a tus manos, que de todas maneras esto no tiene demasiado sentido, pues con frecuencia la vida es una sucesión de acaeceres que no tienen nada que ver unos con otros. Seguramente, para ti yo sea únicamente un vago recuerdo de juventud perdido en la niebla del pasado, y por lo tanto puedas considerar mi obstinación en encontrarte como un anticipo de la senectud, donde uno se pone a escarbar tiempo atrás para darle un sentido a un presente cada vez más vacío. No voy a discutir tal cosa, pues si es algo habitual al común de los mortales, siendo yo uno más entre ellos, no voy a zafarme de esa pertenencia, algo que después de todo, no deja de ser bastante lógico. Cuando te recuerdo, lo que más me llama la atención es tener una imagen de ti tan vívida, tan clara, tan evidente. No se trata, como podría suponerse, de un recuerdo difuso del que apenas pudiera destacar algún detalle borroso. Al contrario, lo que me sorprende y casi me da miedo es el puro hecho de acordarme de ti con todo detalle. Podría describir tu rostro de entonces con toda precisión, tu nariz recta de senador romano, tus ojos grandes y claros que siempre daban a tu mirada un toque burlón, y tu boca que, que quieres que te diga parecía casi la de una chica, amplia y de labios carnosos que uno a veces se sentía turbado al mirar aunque enseguida tu risa deshiciera falsas interpretaciones. Recuerdo también tu piel oscura que nunca me atreví a tocar, pero con la textura de un melocotón maduro que solo necesita la llegada de unos dedos para desprenderse del árbol que aún la sujeta. Y tu pelo frondoso, trigueño, casi rubio con el que con frecuencia jugabas y parecías llamar a los pájaros sobre tu cabeza de Apolo. Todo esto me tiene muy confuso, y a veces me pregunto si mi vida sin tu presencia ha sido realmente una vida, porque no llego a comprender como siendo entonces tan importante para mí, pude dejar que te marcharas. Claro que como verás, sigo siendo aquel muchacho pretencioso que ya entonces se creía poseedor de algún secreto capaz de manejar a los demás, como si ellos no fueran capaces por sí mismos de vivir sus propias vidas. Me alejé de aquel lugar pretendidamente por otros intereses que luego me llevaron a lugares lejanos, a mares brumosos por los que de vez en cuando, inopinadamente, surgía tu presencia, tu voz incluso de aquellos días en los que todavía todo era posible, y el porvenir sólo era una promesa a la que los que éramos jóvenes mirábamos desdeñosamente, convencidos de que la vida era eterna. Recuerdo tus manos con aquella rara habilidad para trenzar figuras por el aire con las que te entretenías cuando no tenías nada que hacer, o con las que dibujabas palomas ó arabescos sobre el papel en blanco que luego lanzabas por la ventana como golondrinas o palomas. Te veo aún alejarte por el parque aquella  tarde que te vi por última vez, recortándose tu silueta sobre el sol del ocaso, alejándote de mí definitivamente, y adentrándote en un lugar al que ya nunca tuve acceso. Lloré entonces, porque tuve la sensación que con tu ausencia los días no volverían a ser iguales, aunque tampoco hubiera sabido precisar que hubiera sucedido si me hubiera quedado. Es posible que todo sea un sueño, y que como yo ya seas un hombre viejo que apura el tabaco en los destartalados malecones de un puerto muy lejano, o que también como yo, añore todavía la piel del niño que ya no es, y recite amargamente unos versos de Kavafis.

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