Con esta carta
mi querido amigo, trato de recuperar una antigua amistad que por avatares de la
vida quedó arrumbada cuando éramos poco más que unos niños. Te recuerdo sin
embargo con frecuencia, y aunque con la misma frecuencia me digo que eso no
tiene demasiado sentido, hoy he decidido por fin darle la importancia que en mi
vida habitual no quiero reconocer. No sé donde estás, y esta misiva dirigida a
varias direcciones que aún conservo de ti, es un poco como la carta de un
naufrago que ha decidido que ya no le quedan más opciones que tirar la botella
al mar. Me dirás, si acaba llegando a tus manos, que de todas maneras esto no
tiene demasiado sentido, pues con frecuencia la vida es una sucesión de
acaeceres que no tienen nada que ver unos con otros. Seguramente, para ti yo
sea únicamente un vago recuerdo de juventud perdido en la niebla del pasado, y
por lo tanto puedas considerar mi obstinación en encontrarte como un anticipo
de la senectud, donde uno se pone a escarbar tiempo atrás para darle un sentido
a un presente cada vez más vacío. No voy a discutir tal cosa, pues si es algo
habitual al común de los mortales, siendo yo uno más entre ellos, no voy a
zafarme de esa pertenencia, algo que después de todo, no deja de ser bastante
lógico. Cuando te recuerdo, lo que más me llama la atención es tener una imagen
de ti tan vívida, tan clara, tan evidente. No se trata, como podría suponerse,
de un recuerdo difuso del que apenas pudiera destacar algún detalle borroso. Al
contrario, lo que me sorprende y casi me da miedo es el puro hecho de acordarme
de ti con todo detalle. Podría describir tu rostro de entonces con toda
precisión, tu nariz recta de senador romano, tus ojos grandes y claros que
siempre daban a tu mirada un toque burlón, y tu boca que, que quieres que te
diga parecía casi la de una chica, amplia y de labios carnosos que uno a veces
se sentía turbado al mirar aunque enseguida tu risa deshiciera falsas
interpretaciones. Recuerdo también tu piel oscura que nunca me atreví a tocar,
pero con la textura de un melocotón maduro que solo necesita la llegada de unos
dedos para desprenderse del árbol que aún la sujeta. Y tu pelo frondoso,
trigueño, casi rubio con el que con frecuencia jugabas y parecías llamar a los
pájaros sobre tu cabeza de Apolo. Todo esto me tiene muy confuso, y a veces me
pregunto si mi vida sin tu presencia ha sido realmente una vida, porque no
llego a comprender como siendo entonces tan importante para mí, pude dejar que
te marcharas. Claro que como verás, sigo siendo aquel muchacho pretencioso que
ya entonces se creía poseedor de algún secreto capaz de manejar a los demás,
como si ellos no fueran capaces por sí mismos de vivir sus propias vidas. Me
alejé de aquel lugar pretendidamente por otros intereses que luego me llevaron
a lugares lejanos, a mares brumosos por los que de vez en cuando,
inopinadamente, surgía tu presencia, tu voz incluso de aquellos días en los que
todavía todo era posible, y el porvenir sólo era una promesa a la que los que
éramos jóvenes mirábamos desdeñosamente, convencidos de que la vida era eterna.
Recuerdo tus manos con aquella rara habilidad para trenzar figuras por el aire
con las que te entretenías cuando no tenías nada que hacer, o con las que dibujabas
palomas ó arabescos sobre el papel en blanco que luego lanzabas por la ventana
como golondrinas o palomas. Te veo aún alejarte por el parque aquella tarde que te vi por última vez, recortándose
tu silueta sobre el sol del ocaso, alejándote de mí definitivamente, y
adentrándote en un lugar al que ya nunca tuve acceso. Lloré entonces, porque
tuve la sensación que con tu ausencia los días no volverían a ser iguales,
aunque tampoco hubiera sabido precisar que hubiera sucedido si me hubiera
quedado. Es posible que todo sea un sueño, y que como yo ya seas un hombre
viejo que apura el tabaco en los destartalados malecones de un puerto muy
lejano, o que también como yo, añore todavía la piel del niño que ya no es, y
recite amargamente unos versos de Kavafis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario