miércoles, 8 de agosto de 2018

LIDERAZGOS


Siempre quise ser jefe. Jefe de algo, de lo que fuera, pero, eso sí, que se notase. No me vale estar en una ventanilla de una Oficina de Correos despachando sellos o enviando giros, ni ser portero de una finca, aunque a pesar de todo, en cualquiera de ambos casos tendría algún margen para ejercer la autoridad que me haya sido conferida para desempeñar esos cargos. De portero, aun humillándome que algún vecino pueda abusar de mí y encargarme tareas indebidas, puedo tomar algunas decisiones que le impliquen, y no tendrá más remedio que obedecerme, como en ciertas tareas colectivas ordenadas por la Comunidad. En la Oficina de Correos, podía ingeniármelas para complicar el pago de los sellos o los giros a los clientes y otras minucias por el estilo, a las que no tendrán otra solución que obedecer.
        Pero yo siempre he querido ser capitán, esa figura paradigmática de las unidades militares, cuyo jefe goza de cierto prestigio y es además un hombre joven, que puede imponer directamente su voluntad a muchos otros a sus órdenes. Claro que no sé muy bien como podría llegar a serlo, porque soy bastante cobarde, lo reconozco, y además me cuesta mucho tomar una decisión, porque evalúo en exceso todas las opciones que se me presentan, en ocasiones de bastante stress o simplemente complicadas. No es infrecuente que me haga pis encima, dando así salida a la tensión interna, pero supongo que tal cosa no es presentable en un oficial arengando a las tropas antes del combate, pues es más que posible que la evidencia en el pantalón, me pondría en una situación bastante humillante. Por otro lado, soy una persona con muchas inquietudes intelectuales, que se pregunta con frecuencia el por qué de las cosas, y no creo que esto sea algo práctico en un lugar dónde, una vez tomada una decisión, no queda otra opción que cumplirla o atenerse a sufrir graves problemas de inmediato. Mi madre, incluso llega a decirme que más que una persona con inquietudes, yo soy una “persona delicada” (de hecho, ella me dice “un ser delicado”) , lo que me acarrearía problemas cuando debiera actuar con rigor o reprender con severidad a un inferior, pues mi tendencia habitual es a ser amable y  ni siquiera a levantar la voz.
Estoy por tanto indeciso, aunque mi padre me anima y dice que me vendrá bien, porque la milicia es una forja de caracteres, y en mi caso está seguro que me daría la seguridad y templanza que necesito. Yo quisiera complacerle, de verdad, y es por eso que, como dije al principio, lo que más deseo es mandar a otros, y que en el comportamiento de estos, se haga visible mi liderazgo por la celeridad con la que cumplen mis órdenes y el empeño que ponen en llevarlas a buen término. No ocultaré que el hecho de lucir un uniforme que me identifique y me distinga, forma también parte de mi deseo. Ese prestigio indudable que me concederá una indumentaria llamativa y unos distintivos, ya sean estrellas o estachas, que suscitan en quien los ve,  el respeto por quien consideran una autoridad en el sentido más auténtico de la palabra. Si a esto se le añade la gorra, el sable y demás artilugios que confiere el grado alcanzado, creo que tendría todo el sentido que una persona timorata como yo, se sintiera orgulloso e investido de una suerte de poder, que por otro lado es muy frecuente en el reino animal, y por lo tanto, natural, a pesar de haya quien se obstina en hacer ver que no son sino elementos de presunción, con la finalidad exclusiva de infundir respeto e incluso miedo. Pero yo, como ya quedo dicho más arriba, soy un adolescente sensible y preocupado por el desarrollo de las capacidades humanas, léase, por ejemplo, la cultura y la educación, y creo por lo tanto que tengo un bagaje suficiente para ser considerado en el futuro, si llego a ser capitán, como un oficial ilustrado, con independencia de que en determinadas ocasiones sea partidario de declarar la guerra al enemigo, y del uso racional de las armas de fuego. Se lo debo sobre todo a mi padre, que sabiendo que yo era un niño quizás excesivamente pegado a las faldas de su madre, enseguida intentó apartar de mi toda veleidad indebida, y trató de imbuirme los valores del boy scout, llevándome a campamentos y marchas con chicos de mi edad, para que adquiriera los valores que un excesivo apego maternal, podía, en su opinión, echar a perder.
También en alguna ocasión me llevó a partidas de caza en el coto de Toledo de un amigo vecino, donde en alguna ocasión disparé, y me acostumbré al ruido de las armas de fuego (incluso en alguna ocasión, cuando le acertaba a una liebre, me decía mirándome a los ojos fijamente: “¿ves que fácil?, imagínate que era un chino”). En algunas sobremesas, les oigo hablar de mí, y ambos, mi padre y mi madre, parecen estar acercando posiciones, pues si él trata de inculcarme los valores típicos de la virilidad, y en ese sentido acercarme al concepto de “soldado”, ella, que es una mujer muy devota, me transmite las del sacerdocio, cuya síntesis viene expresada mejor que por nadie, por el “monje”, con lo que la conjunción de ambas puede, con mi esfuerzo y dedicación, acercarme al concepto joseantoniano de “mitad monje y mitad soldado”. De todas formas, cuando me sincero conmigo mismo algunas tardes en la soledad de mi habitación, llego a confesarme que tengo miedo, y veo esto de ser capitán como algo demasiado violento para un carácter sensible como el mío. No dejo de imaginarme delante de mis soldados temblándome las piernas, mientras se desata mi incontinencia y soy el hazmerreír de mis subordinados. Quiero ser jefe, y lo voy todavía a intentar como dije al principio, si es posible redoblando mis esfuerzos. Tengo, por otro lado, la impresión de que voy a ser prácticamente barbilampiño y me horroriza, por qué no decirlo, tener casi que raparme la cabeza y desprenderme de estos rizos rubios que tanto valora mamá.
¿Y si un día me mandan fusilar a García-Lorca o algunos de esos poetas tan delicados? ¡Menuda faena!

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