CHOLO tenía
aquella noche una difícil papeleta. Él era un estilista (“fino estilista
cántabro” decían los carteles publicitarios) y se enfrentaba al CHATO, nuevo
valor regional que venía pegando fuerte, y que había ganado por k.o los pocos
combates que había disputado como profesional. Confiaba en sí mismo, en su
boxeo hecho de fintas y desplantes y en su velocidad de brazos, pero no las
tenía todas consigo para evitar que le llegara uno de los directos de la nueva
figura, al que ya se le conocía como “el huracán de Cantabria”, aunque una
buena parte de los aficionados más estetas que consideraban al boxeo como una
de las bellas artes le llamaran “el enano cabezón”, queriendo de esta manera poner
en evidencia la precariedad de su estilo, carente de la menor técnica. Por otro
lado, el CHOLO sabía que tenía que llegar a tiempo a casa para la cena de
Nochebuena sino quería tener un conflicto familiar grave, pues para sus padres
aquella noche era poco menos que sagrada. Es decir, aunque la velada empezaba a
las seis de la tarde (el suyo era el tercer combate a cinco asaltos), dudaba
poder estar en la estación antes de las nueve para coger el último tren, que en
media hora le dejaría en su pueblo. Las circunstancias le obligaban por lo
tanto a abreviar, bien fuera dejándose noquear a las primeras de cambio (a lo
que no estaba dispuesto), o lanzarse a un ataque poco menos que suicida, dadas
la circunstancias, para abatir de inmediato al mencionado enano. Urdió por lo
tanto una trampa que esperaba que le diese resultado, que consistía, siendo
zurdo, en adoptar desde el primer gong una guardia invertida, es decir, que el
CHATO se sintiera confundido y girara a su alrededor en sentido inverso,
tratando de evitar su zurda, cuando la que de verdad iba a intentar romperle la
cara era la otra, su inesperada mano derecha. Y así fue, al poco de sonar la
campana en el primer asalto y tras una breve fase de tanteo, el fino estilista
cántabro asestó al huracán de Cantabria un directo debajo del arco superciliar
derecho y un gancho al hígado que lo dejó viendo angelitos ante el pateo del
respetable puesto en pie gritando tongo. Pero de tongo nada, y CHOLO pudo
incluso tomarse un chato (mira por donde) de vino en la cantina de la estación
(milagrosamente abierta a esas horas) poco antes de coger el tren. Se sentía
feliz, pues la bolsa aquel día era bastante buena, posiblemente porque los
organizadores de la velada, los hermanos Mallavia, habían querido ser generosos
con los púgiles en aquel día tan señalado, y pensaba darle un buen pellizco a
su madre nada más llegar a casa. La mujer andaba con frecuencia en apuros para
sacar a la familia adelante, pues el patrón, es decir, su padre, no se andaba
con muchas contemplaciones, y le daba lo justo para que no tuviera que recurrir
a las asistencias locales para llegar a fin de mes. Eso es al menos lo que
creía él, que tenía con su progenitor una relación manifiestamente mejorable,
teniendo en cuenta que sus estudios universitarios dejaban mucho que desear. Al
llegar a casa le abrió la puerta Josefa, la criada, una señora de la zona a la
que no pagaban, pero que vivía con ellos a cambio de una habitación y comida,
algo sorprendente, pues por más que le daba vueltas no le parecía compatible
con la idea que tenía de la economía familiar. Pero así era. Al verle, la
doméstica dio un grito que nos alertó a los demás, ya sentados a la mesa y
famélicos a la espera de lo que se avecinaba, grosso modo, sopa de picadillo,
besugo, pollo, gambas y turrón, una verdadera orgía culinaria regada con vino
de Rioja y sidra achampanada a los postres. Al llegar al comedor, todos miramos
de inmediato a mi hermano, y aunque a nosotros nos pareció un héroe
superviviente del campo de batalla, mamá se echó de inmediato a llorar con la
cabeza sobre la mesa (casi la mete en el plato), y papá se levantó furibundo y
salió dando un portazo sin decir una palabra, o mejor dicho diciendo una que es
mejor no reproducir aquí. El CHOLO presentaba en su ojo derecho las huellas
evidentes de haber estado peleando, bien en el ring o en una pelea callejera,
aunque era evidente que mis padres, sabedores de sus aficiones pugilísticas,
enseguida se decantaron por la primera de ambas posibilidades, la más dura. Lo
cierto era que poco antes de la combinación que dio con “el huracán” en la
lona, este le había propinado un golpe de consideración, que él no consideró en
su justa medida, pues el ROJO, su entrenador, la había restañado
momentáneamente poco después, sin que él pudiera considerar sus efectos.
Aprovechando la ausencia momentánea del jefe de la tribu, el boxeador entregó a
mamá ante nuestra presencia un considerable fajo de billetes para la época,
algo que sin embargo no sirvió de nada, pues no tuvo con nosotros el mínimo
detalle, considerando que de alguna manera fuimos testigo de lo acaecido, y en
cualquier caso le considerábamos como nuestro líder carismático, aquel que en
un momento de apuro podía reivindicar el buen nombre de nuestra familia, aunque
fuera a hostias. Poco después, sorprendentemente, papá reapareció en escena,
vestido con un batín casero y unas zapatillas de boxeo (que sin duda había
recuperado del armario de Cholo), y para nuestro asombro se puso a “hacer
sombra” en una esquina del parquet, fingiendo participar en un combate contra
un rival imaginario. Aquel hombre debía estar muy afectado por lo acaecido, y
no se le ocurrió mejor manera de mitigar su pena que ponerse en el lugar de su
hijo, boxeador a pesar suyo, cuando en su fuero interno habría deseado que
fuera ingeniero. ¡Viva la Nochebuena! dijo ante nuestro estupor y el de CHOLO,
que, levantándose de inmediato se acercó a don Luis dispuesto a cruzar guantes.
martes, 24 de diciembre de 2013
COBIJOS
Papá tuvo un
final feliz. Le habíamos internado en una especie de sanatorio/residencia ante
su imposibilidad de vivir solo y la necesidad de ser atendido constantemente.
No le pasaba nada, simplemente era muy mayor (casi llegaba a los cien años), y
con frecuencia se sentía desorientado y era incapaz de valerse por sí mismo. Allí
estaba bien. Pasaba buena parte del día acostado en una ensoñación que le
mantenía distante de cuanto le rodeaba, aunque, por paradójico que pueda
parecer, era consciente de casi todo, y durante las visitas, charlaba con nosotros
de los asuntos que le interesaban, que en cualquier caso se ceñían a su
particular manera de ver las cosas. Se sentía feliz y así nos lo hacía saber
con frecuencia al preguntarle qué tal se encontraba. “Divinamente”, solía
respondernos con una expresión muy suya durante toda la vida, un tanto
sorprendido por la pregunta, como si en su mente no tuviera cabida otra
posibilidad. Era feliz con una felicidad que para sí quisiera incluso un niño,
dando la impresión de haberse despojado del lastre que a veces significa el
mero hecho de estar vivo. Ni un gesto de abandono o amargura en su expresión,
habitante al parecer de un paraíso en el que él creía, y en el que por arte de
magia, ya parecía haber ingresado. El mundo exterior le parecía maravilloso, a
pesar de arrastrar los pies por el suelo con cierta dificultad cuando le
acompañábamos por el pasillo. Luego, en la habitación donde estaba alojado,
mantenía con nosotros conversaciones muy simples, en las que mostraba su
asombro por la fisonomía del sanatorio. La geometría se había convertido para
él en el paradigma del bienestar y la felicidad. Aún recuerdo su regocijo al
comprobar la mera existencia de la pared a un costado de su cama. La tocaba,
casi la acariciaba, dándonos a entender la íntima satisfacción de sentirse
protegido a su lado, como si en aquellos momentos el simple hecho de su existencia
fuera suficiente para hacerle feliz. En algunas ocasiones, sobre la bandeja de
la comida o de la mesa de la habitación, intentaba hacernos ver el orgullo que
sentía por su capacidad de alinear sobre ellas los vasos y los cubiertos, como
si hubiera entrado en una suerte de delirio geométrico, que si a nosotros nos
parecía trivial, para él debía representar la manifestación evidente de la
dicha de estar allí. Ni un gesto de amargura o decepción en su cara: un ángel
centenario, ignorante de la frecuencia de la maldad en este mundo. Murió una
tarde de primavera de un ictus cerebral fulminante, las monjas nos dijeron que
no sufrió en absoluto. De esta manera se fue a un lugar, en el que yo dudo que
pueda ser más feliz que en sus últimos días. La tierra de la sierra de Madrid
le cobija desde entonces. Navega en paz por tus cielos, querido padre. Aquí
estamos nosotros, tus hijos. Te recordamos con cariño y te llevamos en el
hondón, como tú decías.
domingo, 22 de diciembre de 2013
RESURRECCIONES
He resucitado.
Con otro aspecto, como es natural: no hay que alarmar a los presentes. Hacerlo
de otra manera hubiera sido una locura que hubiese hecho que pudiera intervenir
hasta el Papa. Cabría la posibilidad, mira por donde, que fuera un nuevo
Jesucristo, y no está la institución para nuevas bicefalias. Y conste, por otro
lado, que a mí no me importaría hacerlo como un avatar de Mahoma, Lao-Tsé o el
mismísimo Tuthankamon, a ver si nos aclaramos. Pero siendo de Móstoles (es de
lo único que me acuerdo), la cosa hubiera resultado menos natural, aunque
pensándolo bien, sí más divertida. Resucité, pues, como ya he dicho, con toda
la tranquilidad del mundo, y que conste que yo no intervine en absoluto. De
repente me encontré en el cruce de Alcalá con Goya, dudando si entrar en El
Corte Inglés o La Casa del Libro, que debe haber abierto una sucursal por la
zona que yo no conocía. Lo más sorprendente de mi reaparición, que a mi mismo
me ha dejado sorprendido, es que sucedió de forma instantánea e impensada, como
si se tratara de un feto, supongo, que de pronto se siente feliz nadando en la
placenta, y poco después contempla el mundo exterior con una perplejidad de la
que le costará años recuperarse. Finalmente entré en Espasa Calpe, y me puse de
inmediato y de una forma automática a buscar libros en la sección de
espiritualidad. Me atraían de forma irresistible la teosofía, madame Blavatsky,
la magia, el espiritismo y las ciencias ocultas, que, pensándolo bien en mis
circunstancias no tenía nada de sorprendente. No encontré, sin embargo nada
interesante, pero debo confesar que me sentía atraído y hasta asombrado por el
colorido de cuanto me rodeaba, acostumbrado como estaba en esos momentos a los
tonos grises e incluso cenicientos. Salí pues del establecimiento con las manos
vacías y me dirigí de inmediato a un quiosco próximo, donde me compré un
periódico que al parecer se llamaba “El país”. Al intentar leerlo me llevé, sin
embargo, una gran sorpresa, pues no entendía nada, como si estuviera escrito en
un idioma extranjero, lo que me hizo pensar que en la otra vida, antes del
óbito y la resurrección yo debía ser un verdadero analfabeto: sabía hablar,
pero era incapaz de leer en absoluto. Es algo que de todas maneras me extraña,
pues en tal caso no llego a comprender como puedo escribir esto. Misterios del
inframundo, me digo. No quise darle más vueltas y enseguida tiré el periódico a
una papelera. Poco después me metí en el Corte Inglés, del que guardaba un vago
recuerdo, y debo confesar que enseguida sentí una sensación desagradable, con
toda la gente escaleras arriba, escaleras abajo, buscando majaderías para lo
que finalmente resulta ser la vida. Salí pronto empujado además por unos olores
espantosos provenientes de la primera planta donde se venden al parecer unos
perfumes carísimos que tanto las amas de casa como las mujeres de bandera
consideran maravillosos. Ya afuera, tuve claro que a mí, aquello no me gustaba.
Ni Espasa Calpe, ni el Corte Inglés, ni la gente deambulando por la calle, como
si estuvieran en un laberinto y fueran incapaces de encontrar la salida. A lo
mejor se trataba de eso: se sentían perdidos. Tuve claro que me quería ir, que
quería salir de inmediato de aquella vorágine agobiante, que aún vino a hacer
más insoportable la escultura de una cabeza de Goya en una esquina de Alcalá
que hacía evidente, como él mismo dijo ( y dibujó), que “el sueño de la razón
produce monstruos”.
Pero incluso ahora no sé que hacer, porque
después de todo no sé de donde provengo. Miro al cielo y no me recuerda a
ningún lugar conocido, y además no vuelo. Las alcantarillas en el suelo tampoco
me tientan, y no es cuestión de dejarse devorar por las ratas, que a buen
seguro, no tendrían inconveniente en hacerme desaparecer antes de que llegaran
los poceros. Por otro lado, el Metro me angustia. Siempre he sido un tanto claustrofóbico,
y no me gustaría tener una crisis de pánico allá adentro. Bien es cierto que,
puestos a hacer especulaciones, podría lanzarme a la vía justo antes de la
llegada del convoy para salir mañana en los periódicos. Pero, a decir verdad,
no me interesa porque además yo no me enteraría, y en caso de sobrevivir, como
ya ha quedado claro, sería incapaz de encontrar la noticia en los periódicos.
Me queda el tráfico rodado en superficie, los coches de tamaño standard, o esos
monstruos azules que circulan pegados a la acera cargados de viajeros que creen
saber a donde se dirigen ¡qué ingenuos! pero estaría en el mismo caso. No sé
que hacer, pero tengo que regresar. No aguanto más este mundo, eso sí,
luminoso, pero no hecho para mí, acostumbrado en los últimos tiempos a los
grises y las tonalidades ocres. Además, quien sabe si tiempo adelante resucito
de nuevo, y me acerco con otro espíritu a los transeúntes, esa gente tan
simpática y despistada que transita por la calzada. A lo mejor nos acabamos
haciendo amigos. Mientras tanto, ciao.
sábado, 21 de diciembre de 2013
FELICIDADES
Soy feliz. Incluso muy feliz, extraordinariamente feliz. No recuerdo, sin
embargo, ningún acontecimiento especial en los últimos tiempos ni estar
profundamente enamorado. Simplemente soy feliz con una felicidad espontánea,
como un géiser que después de los
primeros borbotones lanza hacia arriba una maravillosa columna de agua y gas
que hace que quienes la vean se sientan alborozados. Algo de este estilo me
sucede. Claro que cabe la posibilidad que sea un maníaco depresivo, un bipolar
como de manera pedante se dice ahora, y me halle en la fase eufórica de la
misma, pero no creo. No recuerdo estar tomando ningún tipo de pastillas ni
llevo una camisa de fuerza. Y si fuera así, por favor, que no me quiten este
trastorno maravilloso, aunque después tenga que bajar a los infiernos. Paseo
por el Retiro con el firme convencimiento de hallarme en el paraíso terrenal,
algo que sin duda le parecerá muy bien al ayuntamiento de la ciudad, a la
monarquía que lo inauguró, y a los madrileños que ya pasean entre sus árboles y
en las proximidades del lago de buena mañana. Aún no son las doce. Siento un
deseo irrefrenable de coger una barca y navegar por la magra extensión del que
en esos momentos me parece sin embargo un océano Atlántico colmado de marsopas,
que no se me escapan que son las otras embarcaciones, que quede claro. Remo
suavemente y en las proximidades del centro exacto del lago miro al cielo y doy
gracias al sol por estar aquí y tenerle a él por testigo, aunque tengo que
refrenar mi impulso de mirarle directamente, que es lo que me apetecería, para
no quedarme ciego. En este punto que ocupo, el centro como ya dije, deben
ocurrir fenómenos que a los humanos nos escapan, absurdamente entretenidos en
otros menesteres triviales y ajenos a la trascendencia de la geometría. Quien
sabe si incluso, en momentos que ignoramos, este lugar se convierte en el ojo
de un huracán que nos pasa desapercibido por levantarse ya casi de madrugada. O
quizás, y con mas propiedad, es el lugar preciso en que se hunde en momentos
que no pueden ser precisados, un maëlstrom que se adentra tierra adentro hasta
el núcleo incandescente del planeta. O más aún, el vórtice de un agujero negro
que nos pondría en contacto con galaxias de otro universo donde los hombres
siempre son felices. Con una felicidad, como la mía, que nada tiene que ver con
el mal funcionamiento de las sinapsis cerebrales o la ausencia de serotonina en
los neuroreceptores de las mismas. Poco importan, después de todo, estas
suposiciones. En el centro geométrico del lago del Buen Retiro de Madrid, me
siento por momentos como un almirante Nelson triunfante en Trafalgar a pesar de
las balas traicioneras, y siento el mar hirviendo bajo la modesta quilla de mi
bote, mientras levanto un remo en señal de victoria. No me importa que las
otras embarcaciones no quieran participar de esta orgía de dicha que me invade,
y se alejen de la mía presurosamente, sin duda atemorizados por la potencia de
fuego de la escuadra británica. Ni me importa que poco después, cuando ya
desnudo del todo enarbolo mi camisa y mis pantalones en la punta del remo, a
modo de la Unión Jack tremolando en aguas de Cádiz, ver acercarse todo avante a
una motora con la enseña de la Cruz Roja. No saben lo que hacen. Allá ellos. Yo
me siento feliz y navego.
martes, 17 de diciembre de 2013
ABUELAS
La abuelita es un caso, y últimamente incluso se está volviendo
desagradable conmigo. Ayer, sin ir más lejos, me ha dicho que me ve muy raro,
pues no es normal que a un chico de mi edad se le esté haciendo tan evidente el
esqueleto. Para seguirle la broma le dije que ese, en todo caso, sería su
problema, pues ya se sabe que con los años los huesos pugnan por salir al
exterior, algo para nada extraño cuando se está tan flaca como ella y ya se
espera la caja de pino. Me contestó que
de eso estaba convencida, pero que en ella no era nada raro dada su edad y el
haber tenido toda su vida de una osamenta más que notable, pero que sí lo era
en mi caso. De hecho, a pesar de que yo intenté zafarme, se me acercó y empezó
a toquetearme por todos lados, diciendo con entusiasmo “lo ves, lo ves”, al
tiempo que quería demostrar a los demás la evidencia de mi extraña fisonomía.
Pues no dice que me encuentre flaco, sino, para ser sincero, todo lo contrario,
incluso obeso, pero que en la cara y las articulaciones mis huesos parecen
haberse rebelado y tratan de salir a la superficie, dando de mí una imagen de
fenómeno de feria. El resto de mis hermanos se ha mantenido en silencio, algo
que también han hecho mis padres un tanto compungidos, aunque mamá finalmente
ha tratado de sonreír con una mueca un tanto histérica, y me ha tocado la cara
señalando mis pómulos al tiempo que exclamaba “Josema siempre ha sido así, un
poco chinito”, y se ha callado. Pero la abuela es testaruda, y ha seguido
insistiendo durante todo el segundo plato, diciendo que debían llevarme al
médico, pues más que especial, me encuentra un caso extraño, de los que no ha
visto ni uno solo en sus noventa años de vida. Llegados a este punto y ante el
silencio de los demás, me he levantado y he ido a mirarme al espejo del cuarto
de baño y después al de cuerpo entero del vestidor de mamá, donde la verdad me
he encontrado tan grotesco como siempre pero no diferente, por lo que he vuelto
a la mesa más tranquilo, habiendo tomado la decisión de hacer una pequeña
dieta, consistente esencialmente en no comer magdalenas ni bollería, algo que
desgraciadamente me entusiasma. Como si hubiera adivinado mis pensamientos,
Elisa, que así se llamaba la madre de mi madre, me ha reconvenido, diciéndome
que no se trataba de dietas ni de otras zarandajas por el estilo, sino de
llevar una vida más sana, hacer algo de ejercicio y prescindir definitivamente de
los tendencias propias de mi edad que, según ella yo llevaba a unos extremos
incompatibles con la salud y la cordura de un adolescente. Mis padres me han
mirado al mismo tiempo, supongo que sospechando que la abuela tenía algo más
que simples referencias de mis vicios ocultos, pero yo les he sostenido la
mirada no dándome por aludido. Mis hermanos han comenzado a reírse por lo bajo
hasta que finalmente han estallado en una carcajada colectiva, a la que se ha
sumado la abuela con una energía impropio de su edad, al tiempo que se
reafirmaba en sus consideraciones anteriores. Finalmente ha sido papá el que ha
salido en mi defensa, y se ha dirigido a la anciana de forma desabrida
recriminándole su actitud y afirmando que ya estaba bien, que Josema siempre
había sido un joven virtuoso, y que nada de lo que estaba diciendo era cierto. “Bastante
tiene ya el chico con suponer que a no tardar mucho se va a quedar ciego”, dijo
poco antes de levantarse sin probar el postre.
sábado, 14 de diciembre de 2013
HURACANES
Abro los ojos y
un huracán penetra por mis pupilas, suponiendo que el viento sea algo más que la
vibración desmedida de unas moléculas de aire. Penetra al mismo tiempo, ayudada
esta vez por las trompas de Eustaquio, la quinta sinfonía de Beethoven que, a
pesar de todo, yo percibo en un tono moderado incluso en sus crescendos más
impetuosos.
Es esta al
parecer una facultad novedosa que se ha originado en mis órganos perceptivos
por mis amaneceres fuera de lugar, cuando a través de la ventana ya puedo
percibir las primeras luces del alba. Soy pues feliz así con una felicidad que
nada tiene que ver con la alegría strictu senso, sino con la íntima
satisfacción de verificar que aún estoy vivo.
No debo pues
pretender otra cosa. Tratar en todo caso de no retener el aliento, y ver que
milagrosamente él solo es capaz de de generarse sin que mi voluntad intervenga
para nada. Y en los momentos en que me asalta la duda, concentrarme en ese
flujo que siéndome ajeno me posee, y sin el cual yo no sería absolutamente
nada. O, como mucho, una piedra.
Recordar de esta
manera que la vida consiste en una sucesión de acaeceres para los que uno debe
de estar someramente preparado. No dudar, cuando flaquee el ánimo que, después
de todo, el asunto consiste, grosso modo, en poner un pié después del otro y
desplazarse. O viceversa. La sencillez de lo verdaderamente importante. La
ausencia momentánea de la silla de ruedas.
Eso es todo, me
digo, cuando finalmente me obligo a cerrar los ojos y el mundo se convierte en
un cuarto oscuro, donde alguien que me resulta ajeno se empeña en encender la
luz. Llega entonces el momento preciso en que el huracán se desvanece y aparece
la brisa. Y Beethoven es un modesto músico callejero que uno contempla, ajeno a
sus sinfonías, con el embeleso con el que se escucha un solo de flauta surgido
la nada.
En resumidas
cuentas.
Aproximadamente
domingo, 8 de diciembre de 2013
PREFERENCIAS
A estas alturas
de la vida ya no tengo ninguna duda de que yo era el preferido de mamá. Para
llegar a tal conclusión me he basado en determinadas situaciones que observadas
desde la distancia me lo han hecho ver con total claridad. Éramos ocho hermanos
distribuidos, si se puede decir así, en dos tandas. La primera de cuatro chicas
a las que los pequeños pronto perdimos de vista porque la menor tenía diez años
más que el mayor de la nuestra, formada por cuatro varones del los que yo era
el tercero. Comprendo que decir solo eso no aclara nada, por lo que a
continuación trataré de explicarlo de la mejor manera de la que sea capaz. No
hablaré de mis hermanas que pronto desaparecieron en Madrid, donde todas
hicieron la carrera de Filosofía y Letras, y además porque tal cosa no añadiría
nada a lo que aquí pretendo, pues, si debo ser sincero, siempre las consideré
como a una especie de tías lejanas que nos visitaban en vacaciones. El grupo de
los pequeños, cuatro, como ya dije, separados casi milimétricamente entre sí
por dos años, estaba formado por Alberto, el mayor, un chico tremendamente
serio al que resultaba difícil sacarle una palabra, Luis, un tipo divertido que
se dedicaba a tomarnos el pelo a los dos pequeños: Jules, el benjamín, entonces
con una mata de pelo que añoró toda su vida, y un tanto llorón, y yo mismo.
Pero la clave, en mi opinión, no estaba en nuestras características, sino en
las de mamá, una señora a la que yo quería mucho, pero que en algunas ocasiones
me parecía mi abuela, porque según más tarde me enteré, yo nací cuando la pobre
ya rondaba los cincuenta (su edad exacta cuando nació Julito, que debe dar
gracias al cielo de estar entre nosotros y en plena forma). El asunto es que
mamá adoraba a los bichos, a todo tipo de bichos, quiero decir, y aunque con
nosotros se dedicó a cultivar a los habituales, no le hacía ascos a un sapo y
ni siquiera a un escarabajo. Y hasta me atrevería a decir que sentía cierta
compasión por los ratones y las cucarachas cuando teníamos que echar DDT a
mansalva cerca de la fresquera para que no nos dejaran sin víveres. Vivíamos en
un chalet con una especie de huerto en la esquina de un jardín enorme, en donde
existía una extraña construcción a la que con cierta imaginación podría
llamarse gallinero. Y era a este lugar donde mamá traía una serie de animales
por turno rotatorio, a partir del uno de Enero: conejos, gallinas y un pavo ya
cerca de las Navidades. El perro (Chili) y una gata (la Negri) formaban parte
de la familia, por lo que a los efectos que aquí se consideran, no los tengo en
consideración. La verdad es que de los cuatro hermanos yo era el único que
acompañaba a mamá en su amor desmedido por los bichos, porque mis tres hermanos
verdaderamente más que disfrutar con ellos, los padecían, aunque no decían nada
a mamá para no disgustarla. Luis, según me contó ya muy mayor descubrió allí
que era alérgico a las plumas, algo que le producía una especie de horror
metafísico, como si aquellos bichos fueran el testimonio vivo de la existencia
del mal en la Tierra, lo que justifica que siempre cerca de la Navidad le
salieran unas ronchas tremendas en la piel de los brazos, que mi madre con una
ingenuidad que hoy pongo en duda, achacaba a los fríos de aquellas fechas.
Julito, ciertamente, los apreciaba y con frecuencia jugaba con ellos en la
medida que unos animales con una masa gris tan reducida son capaces de entender
lo que significa tal hecho. Con los conejos tenía una facultad extraordinaria
que yo acabé aprendiendo y practicando con él. Los cogía de uno en uno y
mediante determinadas manipulaciones en el lomo, lograba que se quedaran quietos,
como hipnotizados y adquiriendo sus cuerpos la forma de un plátano (a
contrapelo de su propia columna vertebral). En cierta ocasión llegamos a
colocar así a los diez que teníamos, tras lo cual avisamos a mamá de que se
habían muerto, algo que la pobre pudo comprobar al gallinero, hasta que viendo
su disgusto, nosotros mismos rompimos el hechizo, del que los conejos se
incorporaron mediante un salto colectivo que hizo que la pobre se llevara un
susto morrocotudo. Por otro lado, y por razones que nos resultaban a todos
incomprensibles, normalmente el gallo solía tomarla con Julio y en algunos
momentos le perseguía a picotazos por todo el jardín, lo que sin duda colaboró
a que tiempo después mi hermano fuera elegido como velocista en el equipo de
atletismo del instituto. Alberto era otra cosa, y los demás manteníamos con él
una relación un tanto distante, no porque no quisiéramos tenerla, sino porque
de alguna manera le temíamos. Era inofensivo y no solía participar en nuestras
actividades. Estaba en un mundo propio del que apenas salía, aunque en algunas
ocasiones se permitía ciertos desahogos con los animales, algo que pudimos
comprobar en un par de ocasiones cuando varios pollitos de pocos días
aparecieron muertos en los ponederos del gallinero, y poco después, una coneja
perfectamente decapitada. Papá y mamá le trataban desde luego de una forma
especial, pero nosotros no nos dimos cuenta de la gravedad del problema hasta
que tiempo después apareció tirado en la cuneta de una carretera próxima
diciendo que era Napoleón. Ya en el psiquiátrico el pobre hombre cambió de
personalidad convirtiéndose en Jesucristo, y perdonando urbi et orbe los
pecados del mundo. Por mi parte debo decir que me sentía afortunado teniendo a
aquellos bichos con los que me entretenía bastante, sobre todo cuando sacaba a
Chili y la Negri que se divertían de lo lindo persiguiéndolos, aunque yo no les
dejaba pasar a mayores. Sólo una vez tuve un sobresalto, y fue cuando ante la
súbita ausencia de toda una camada de conejos le pregunté a mamá donde estaban,
a lo que la mujer, adicta como era a la verdad, me confesó que en buena medida,
me la estaba comiendo en esos precisos momentos. Pasé un mal rato y luego tuve
dolor de barriga y retortijones, pero enseguida pude comprender que sin tal
fin, la presencia de esos animalitos en nuestro planeta no tendría demasiado
sentido: siempre he sido un hombre práctico. Del pavo, mejor ni hablar.
miércoles, 4 de diciembre de 2013
FACILIDADES
-Escribo sin
parar, y eso me preocupa porque dificulta mis relaciones con los demás y supone
un incordio notable en mi vida diaria. Ya sé que la solución sería dejar de
hacerlo, pero no puedo. Tal cosa se ha impuesto a mi voluntad de una manera
compulsiva, de tal manera que en las raras ocasiones en que tengo ganas de
hablar, algo de orden superior se me impone y hace que de inmediato busca la
pluma (todavía existen) en el bolsillo o donde la tenga más a mano. Para
tranquilizarme me digo que posiblemente se deba a mi afán de expresarme con
total propiedad, algo que el hecho de ponerlo por escrito me facilita. Mi
escritura, eso sí, es fluida, y aunque hay quien dice que tiene ciertas
características que la asimilan a la de los médicos, en líneas generales es
fácilmente comprensible, lo que mis interlocutores me agradecen al tiempo que
se muestran sorprendidos por la increíble rapidez con la que lo hago. La
práctica ha hecho que después de unos comienzos renqueantes, en la actualidad
me maneje con todo tipo de grafismos a una velocidad sorprendente. Como dato
significativo, tengo que decir que si en un principio se daba en ella cierto
atropellamiento que hacía que las letras se amontonaran sin orden ni concierto,
ahora soy capaz de escribir los caracteres con el espacio suficiente para que
alguien no advertido dude de mi capacidad para expresarme correctamente por
desconocer las palabras, o que un niño pueda introducir entre ellas algún
dibujo divertido. Seguiremos informando.
-No pienso.
Repito: no pienso nada en absoluto. Claro está que con tal afirmación me
refiero a los instantes en los que por necesidades propias de mi carácter que
no vienen ahora al caso, decido que tal cosa es lo que en esos momentos me
resulta más conveniente. Situaciones que según pasa el tiempo y mi cabeza se
despuebla de pilosidades otrora importantes, son cada vez más frecuentes. En
algunas ocasiones porque se trata de temas que en esos momentos no me interesan,
y en otras como un método suficientemente eficaz para zafarme de relaciones
desequilibrantes. No descarto sin embargo algunos momentos en que los empleo mi
facilidad para desconectar de una forma absolutamente aleatoria, sin venir a
cuento, como un antojo que suele dejar atónito a mi interlocutor, pero que me
demuestra la volubilidad del propio carácter dejado a su libre albedrío. Ayer,
sin ir más lejos, dejé plantado Dionisio vecino del segundo piso y buen amigo
mío, que se disponía a darme unas nociones de física cuántica, algo que me
interesa sobremanera desde que me enteré que en ella las partículas se
comportan como les viene en gana. Fue al incidir en esto cuando le dejé con la
palabra en la boca, pues me sentí totalmente autorizado para actuar a mi
antojo.
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