jueves, 29 de agosto de 2013

CUBERTERÍAS


Al final del verano quedamos para comer en un restaurante nuevo que, al parecer, tenía un menú barato y bastante aceptable. Los tres nos solíamos reunir con cierta regularidad para ponernos al corriente de la vida de cada uno de nosotros, aunque luego resultara que por nuestra personalidad y gustos personales, acabáramos hablando de asuntos que no tenían demasiado que ver con ellas. Esto era así porque cada cual, después de unos prolegómenos bastante previsibles, nos atrincherábamos en los temas a los que dábamos preferencia en nuestras aficiones. Julius, después de hacer una mención somera de sus hijos, de quienes se sentía profundamente orgulloso, solía decantarse por la informática y en general por cualquier cosa en la que el electromagnetismo estuviera de por medio: ipods, ipads, tabletas, e-books y la inmensa gama de teléfonos móviles, de los que hacía colección al poco de salir al mercado. Eso, después de todo era, decía él, algo de lo que la gente joven ya no puede prescindir, y en ese sentido él mismo era un hombre maduro veteado de una adolescencia que se resistía a abandonar. No era ese tema, no obstante, lo que más tiempo le ocupaba, pues era un aficionado impenitente a la gastronomía y todo lo que la rodea, que en su opinión tenía un valor semejante. En concreto, de las cuberterías, las vajillas y todos los aditamentos que hacen que una mesa para comer, en su opinión, puediera ser considerada como tal. De hecho, profundizando un poco en sus aficiones, pronto nos dimos cuenta que más que un gourmet como Dios manda, pendiente del sabor y la textura del condumio, era un amante de las formas, por lo que al poco de sentarse, ya peroraba de la excelencia o deficiencias del servicio de mesa, de la que en más de una vez se levantó por no estar de acuerdo con la calidad de los manteles o el diseño de las cucharas, por poner un ejemplo. Zeluí, sin embargo, una vez que se sentaba a la mesa, prescindía de lo que él llamaba “ esas frivolidades”, cuando entre ellos surgía algún desacuerdo, y enfocaba su discurso hacia el cuidado de la prole (en esos momentos constituida por sus nietos y biznietos), las matemáticas, y el fútbol, conceptos que solía unir en algún momento de la conversación mediante algoritmos simples, que ponían en relación la edad de los niños, la geometría euclidiana, y la posibilidad de gol por desmarque cerca del área contraria. Yo, por mi parte, intentaba hacer derivar nuestro encuentro hacia consideraciones de orden filosófico que, a decir verdad, a ellos les sacaba de sus casillas, pues no estaban dispuestos a mezclar los salmonetes, las chuletas o el vino tinto con la dialéctica aristotélica ni los conceptos a priori y a posteriori de Inmanuel Kant. Cuando percibía su malestar, hacía derivar mi conversación hacia el tenis, algo del que ellos, sin embargo, tenían una información solo superficial. Julius porque consideraba que estéticamente era un espectáculo un tanto zafio con demasiadas carencias (abogaba por canchas más barrocas y por una indumentaria de los jugadores que pudiese aceptar los  motivos florales). Y Zeluí, por su parte, consideraba que la biomecánica del golpeo no se atenía a la geometría simple de Thales de Mileto, pues en él intervenía sobremanera la resistencia al movimiento por la fricción entre la bola y las cuerdas de la raqueta, algo que el sabio griego no llegó a considerar, y que hacía de las trayectorias algo “no bello”, cosa a su parecer inaceptable. Como podrá fácilmente comprenderse, con mucha frecuencia nuestros encuentros solían terminar como el rosario de la aurora, y cada cual acababa desentendiéndose de lo que decían los otros, y levantando la voz, valorábamos nuestros puntos de vista en los temas en los que nos sentíamos implicados, con lo que, a los postres, nuestra mesa era lo más parecido a un patio de colegio a la hora del recreo. Aún así, insistíamos en nuestras comidas fraternales, posiblemente llevados por un prurito esteticista, en el que cada uno trataba de afianzar la validez de su concepción del mundo. Julius sin informática y Zeluí sin fútbol, es posible que hiciera tiempo que hubiesen puesto punto final a sus existencias, por métodos que sin duda harían recordar en su ejecución a sus querencias favoritas. Yo, por mi parte, debo ser sincero y afirmar que hubiera obrado de la misma manera, pues sin “el imperativo categórico” o el revés liftado a una mano, el universo no tendría sentido. Nuestra comida, dados los antecedentes, prometía ser un encuentro más, en el que cada cual acabaría divagando sobre sus temas preferidos, algo que, por otro lado, los tres sabíamos de antemano, puesto que, cada cual, ya antes de sentarse, tenía sus estrategias bien definidas. Finalmente, lo que debía quedar claro era quien debía pagar por aquel absurdo, considerando que si bien nuestras aficiones y puntos de vista eran gratis, el menú, aunque barato, no lo era. Hay que considerar, además, que, para finalizar, solíamos regar lo ingerido con licores varios para nada gratuitos, y que con frecuencia el resto de clientes se acercaba y se unía a nosotros, exponiendo sus opiniones al respecto, y participando de unas copas, que se añadirían a la nota. La reunión, que solía comenzar en un tono discreto en el que apenas hacíamos notar nuestra presencia, acababa en una auténtica algarada, que en alguna ocasión ocasionó el cierre del establecimiento por escándalo público, pues no sería la primera vez en que las sillas volaran por lo aires y algún vecino acabara avisando a la policía.

martes, 27 de agosto de 2013

MAZORCAS


Me adentré en aquel maizal de la misma manera que podía haberlo hecho en un campo de trigo o en el mar, si ello hubiera sido posible. Supongo que obedecí a una voz interior que me impulsaba a ocultarme en algún lugar que me protegiese de un mundo que me resultaba hostil. Allí pronto sentí el alivio de no sentirme observada, y tuve el pleno convencimiento que me hallaba en un territorio propio, exclusivamente mío. Era como regresar a casa después de una larga caminata y sentir de inmediato la tranquilidad de lo familiar. Cuando me asaltaron estas ideas, no quise considerarlas racionalmente, sino solo disfrutar de las sensaciones que me proporcionaba el ambiente a mi alrededor y anduve un buen trecho sin ninguna dirección, ni siquiera guiándome por el sol que podía percibir sobre mi cabeza por encima de las plantas de maíz y sus mazorcas, que se me antojaban lámparas encendidas dándome la bienvenida. Me gustaba sentirme perdida y hasta desorientada, como si la falta de referencias no fuera  nada preocupante, sino una cualidad que desde ese momento debería incorporar a mi vida ordinaria: gozar del instante como si se tratara de un mundo nuevo, y yo estuviera estrenando una tierra recién aparecida poco después de su creación. Un edén a mi medida. Debo confesar, sin embargo, que después de vueltas y revueltas por aquel mar de maíz, comencé a sentirme agitada, posiblemente porque el calor del mediodía empezó a apretar, y mi marcha acelerada hizo que empezase a sudar profusamente. De repente sentí que me faltaba el aire y me alarmé mucho, a pesar de intentar ser razonable y suponer que solo era debido al ejercicio que acababa de realizar. Me senté en un claro e intenté respirar con calma, siguiendo un método que había aprendido tiempo atrás cuando practicaba pranayama con asiduidad. Recordé entonces a la gente tan extraña que me acompañaba en aquellas clases de yoga y zen en un gimnasio cerca de casa. Personas especiales, pero con la mirada un tanto perdida y el gesto beatífico de quienes verdaderamente  no saben lo que se traen entre manos. Posiblemente debido a estas ensoñaciones me tranquilicé, y me dispuse a salir del campo de maíz y volver a la monotonía de aquellos días de verano, en los que las comidas en familia y las visitas a la playa tenían más de rutina que de otra cosa. Sin embargo, cuando menos me lo esperaba, surgiendo del interior de la plantación, pasaron a mi lado una serie de individuos en tropel que no me hicieron ningún caso, y que por lo tanto debían considerar normal o no significativo encontrar a alguien perdido en aquel lugar. Me sentí aterrorizada, pero pronto me tranquilicé pues era evidente que no tenían ningún interés en mi persona. Eran unos personajes muy extraños, y lo más llamativo era sus bigotes y pelo color panocha, como si de alguna manera estuvieran mimetizados con aquellas plantas, que empezaban a agostarse. Como siempre he sido muy fantasiosa, pensé que quizás encarnaban a los espíritus de aquellos campos, seres míticos de los que hasta entonces no había oído hablar, y que por lo tanto supondrían un hallazgo del que podía sacar provecho una vez afuera. Puestos a decir algo, y a riesgo de parecer ridícula, aquella gente me recordaba vagamente a unos crustáceos gigantes de la familia de las langostas. Esa sería mi definición de aquellos seres, una vez fuera consultada por su aspecto en la rueda de prensa que sin duda tendría que dar en cualquier momento durante los días venideros. Luego debí quedarme dormida un buen rato, pues cuando tuve de nuevo conciencia me encontraba tirada en el suelo y podía observar sobre mi cabeza la oscuridad incipiente del atardecer, iluminada aquí y allá por la luz difusa y amarillenta de las mazorcas, que definitivamente habían cobrado la utilidad de lámparas que les supuse a poco de entrar en el maizal. Era por lo tanto tarde para mis costumbres habituales, y en casa deberían estar preocupados pensando en donde podría haberme metido. Me levanté y me dirigí rápidamente hacia donde creía que estaba el lindero de la plantación, y después de un buen rato sin encontrar la salida comencé a preocuparme seriamente. En lo alto, sobre las hojas de las plantas que se erguían sobre mí como fantasmas, pronto pude ver a la luna brillando tenuamente entre las nubes, y de vez en cuando, cruzando contra el cielo bandadas de cuervos  y cornejas en retirada. Me pareció un mal presagió, y para consolarme pensé que quizás solo se trataba de un mal sueño del que pronto iba a despertar. Comencé a correr alocadamente en todas direcciones sin resultado alguno, y enseguida tuve el convencimiento de que no había salida, que el mundo al que entré algunas horas antes y que me había parecido el paraíso, se había convertido en un lugar siniestro y cerrado sobre sí mismo del que no había escapatoria. Pronto llegarían aquellos extraños seres y seguro que esta vez mi presencia no les pasaría inadvertida. Aquello me estaba pasando por no aceptar mi vida ordinaria, por ser una fantasiosa que no se conformaba con nada y huía de la realidad, echando al mundo la culpa de mi infelicidad. Finalmente, desistí de mi huída y acepté lo que, pronto o tarde, era de alguna era inevitable. Solo tenía que esperar que el nuevo día llegase y buscar la salida del laberinto con las primeras luces. Suponer que todo lo que me había sucedido era una experiencia que tenía que llegar. Cuando cerré los ojos la noche debió caer sobre mí como un manto oscuro que, sin embargo, según creo recordar, pasé en una especie de duermevela que no puedo precisar, en los que se alternaba el horror ante la presencia de unos fantasmas inquietantes y el regocijo de unas sensaciones hasta ese momento desconocidas. Al amanecer me encontraba en campo abierto y el sol lucía sin trabas en lo alto. Me levanté con calma y me dirigí tranquilamente hacia casa sin poder evitar un suspiro.

jueves, 22 de agosto de 2013

INAUGURACIONES


La inauguración del local tuvo lugar a últimos de Agosto, antes de que los otros establecimientos reabrieran al finalizar las vacaciones. Esta estrategia le pareció a Pepe  la manera adecuada para la captación de clientes por el boca a boca antes de que estos volvieran a sus hábitos rutinarios. Los conocidos fuimos invitados de manera informal, pues desde un principio quedó claro que la celebración por la apertura iba a ser modesta y sin ninguna pretensión. De hecho, los asistentes aquella tarde sofocante de verano no llegamos a las dos docenas, incluidos los dos empleados, que asistieron al supuesto acto con cara de cierta perplejidad. De los presentes enseguida me llamó la atención un tipo calvo y entrado en carnes, que nada más verme al entrar me saludó con efusión, como si fuéramos amigos de toda la vida. Intenté zafarme dirigiéndome a otras personas, pero su insistencia y la rotundidad de su presencia me lo impidió, por lo que pronto cedí y me dediqué a escucharle con la cortesía que se supone en un ser civilizado cuando no hay más remedio. Decía conocerme de una tarde en cierto lugar (no fui capaz de recordarlo), y que lo que más le había llamado la atención, era mi facilidad para expresar de forma simple las ideas más abstractas. Desde entonces le quedó claro que el mundo no era lo que podía parecer desde un punto de vista personal, sino lo que era según la interpretación del grupo al que se pertenecía, dado que este era el generador del lenguaje con el que nos expresamos. El tipo calvo y fornido no cejaba en su pretensión de que de alguna manera yo interviniera en su monólogo, y a partir de cierto momento, acompañó sus afirmaciones con golpes en mi costado que fueron in crescendo según avanzaba la tarde. Incapaz de darme a la fuga, so pena de ser considerado como un maleducado, intenté en un principio cubrirme los flancos extendiendo los brazos a lo largo del cuerpo, lo que hizo que alguien a mi lado me preguntase si me sentía bien, supongo que por mi aspecto de momia. Busqué con la mirada el apoyo de alguien próximo que acudiera en mi auxilio y me librara de aquella presencia invasiva y mareante, pero hasta Pepe, el jefe, me lanzó una ,mirada entre divertida y lastimera, como si estuviera al corriente de lo que me podía estar pasando. Se me hizo entonces evidente que aquel individuo debía ser alguien conocido por su facilidad para pegarse al prójimo y soltarle lo que le viniera en gana, con lo que me sentí autorizado a realizar un cambio radical de actitud y que aquel tipo dejara de tomarme por un panolis. En cuanto esta idea se afianzó en mis meninges, empecé de inmediato a tratarlo de usted procurando mirarle con insistencia sobre la cabeza, como si verdaderamente estuviera tratando de contar el número de pelos que le quedaban en la misma o padeciera de una repentina miopía, algo que pronto surtió efecto, pues empezó a sudar profusamente. Sin darle tiempo a que reiniciara su errático discurso, le dije que las cosas no solo no son lo que aparentan, sino que siquiera son los que podrían ser como referente, ya que de alguna manera están cargadas de un esencialismo apriorístico, que entroncaba con la teoría platónica de las formas. Una silla es una silla, eso es evidente, como usted puede bien entender- le dije al gordo- pero usted nunca podrán sentarse sobre las letras que la señalan, siendo estas, sin embargo, tanto o más sillas que las que sin duda tiene usted en el salón de su casa. No sé si me explico, concluí. Aunque parezca poco creíble, esta enérgica reacción dialéctica fue suficiente para que aquel individuo alegara un mal difuso debido lo cargado que estaba el ambiente, para irse a pegar la hebra a otro lugar, momento que Pepe aprovechó para acercarse  y tratar de disculparse por la presencia en el lugar de tipos como aquel, pero “es que me da pena, está muy solo y es huérfano”, para ausentarse casi de inmediato con una bandeja cargada de canapés de anchoas, embutidos y queso manchego. Me quedé solo y me sentí de improviso asaltado por una profunda sensación de melancolía. Juzgaba en mi interior que quizás había sido cruel con un hombre que, después de todo, únicamente buscaba el refugio de una palabra amable o una mirada amistosa, por lo que sentí el impulso inmediato de dirigirme de nuevo a él y decirle que contara conmigo para cualquier cosa que necesitara. Incluso una ayuda económica si tal fuera el caso. Supe sin embargo contenerme al ver desde el lugar que ocupaba, que en aquellos momentos estaba muy alegre entre un grupo de personas que le rodeaban, y que parecían considerarle el líder, pues, entre ellas, incluso había algunas que mantenían en su presencia una actitud respetuosa e incluso reverencial. Esta sensación contradictoria me sumió en un estado de agitación que traté de inmediato de calmar con dos copas de vino que pude despistar de uno de los camareros que pasaba con una bandeja por encima del hombro. Reflexioné en el sinsentido de determinadas concepciones que llegamos a tener de cuanto nos rodea, y lo expuesto que estamos a errores garrafales, al aceptar como verdaderas las primeras impresiones. Claro que, reflexioné a continuación, también era posible que Edelmiro (su nombre me llegó de alguien que se dirigía a él en voz alta), fuera al mismo tiempo un pobre hombre necesitado de afecto y proximidad, y un conductor de masas, dotado de una oratoria capaz de levantar a la gente de sus asientos para vitorearle. Cuando al cabo de una hora larga me despedí de Pepe, felicitándole por su nueva empresa, él me miró con un gesto un tanto preocupado, y me dijo “te vas ahora que llegan las gambas y las cigalas de tronco: te pierdes lo mejor”, para a continuación añadir un tanto cariacontecido “aunque comprendo que hay circunstancias en la vida que le hacen dudar a uno de su propia identidad. Si es así, como presumo, quiero que sepas algo, Julián: estoy contigo”.

martes, 20 de agosto de 2013

INCONTINENCIAS


Lo que más llamaba la atención de aquella mujer no era su extremada delgadez, sino su incontinencia verbal. Parecía mentira que en un volumen tan reducido pudiera generarse la energía necesaria para estar hablando durante horas sin desfallecer. Daba apuro verla, y quien no la conociera sin duda estaría tentado de intentar que se callara y que se dedicara, por ejemplo, a contemplar el paisaje sin abrir la boca. Era agobiante verla pasar de un tema a otro sin solución de continuidad, y con un brío que para sí quisieran los oradores más dotados y vehementes. No se limitaba a perorar sobre cualquier asunto que fuera surgiendo al hilo de la conversación, sino que cuando la implicación de los demás decaía, ella se inventaba otros sin ton ni son, exigiendo que la siguieran en sus excursos. No era por lo tanto una presencia recomendable en cualquier momento del día, por ejemplo, tras un almuerzo bien servido con café y licor a los postres, o al declinar la tarde, cuando el ánimo de la mayoría se dispone al descanso nocturno, por lo que no era infrecuente verla sola a esas horas paseando con cierta agitación por la calle en busca de interlocutores. Era Eulalia, según se acaba de exponer, una mujer solitaria, aunque haya aquí que precisar de inmediato que no era una mujer sola. Se quiere decir con esto que, de hecho, estaba casada con un individuo de quien cabe precisar enseguida que era todo lo opuesto a ella. De entrada, Fermín era un tipo rubicundo, con un vientre extremadamente generoso, que cuando paseaban juntos ofrecía un contraste verdaderamente hiriente de la pareja. Y no solo eso, pues a pesar de que su aspecto le podía presentar como un sujeto dado a la facundia, era por el contrario una persona extremadamente seria y de pocas palabras. En las raras ocasiones que se les veía juntos, ella solía dirigirse a él a voces, esperando en vano una respuesta o una conversación que de ninguna manera Fermín parecía dispuesto a entablar. No es por tanto de extrañar que con frecuencia se viera a Eulalia sola o en compañía de amistades de dudosa clasificación, pero que, puestos a buscar una aproximación, podrían calificarse como de corazón alegre y amantes del vino a granel. No es por tanto de extrañar que esta mujer, acostumbrada a la vida a la intemperie, fuera señalada en la localidad como una de las pocas integrantes de su sexo dada a las expresiones malsonantes. “Vete a hacer puñetas” y “porque no me sale de los cojones” eran dos de sus preferidas, con las que sin duda pretendía establecer un puente con los hombres que solían acompañarla en sus horas de asueto, que en principio eran prácticamente todas. Su bebida preferida era el vino peleón, para ella de mayor calidad que los que tenían “denominación de origen”, pues “la química industrial es lo mejor que hay para el organismo”, según frase que tenía acuñada como repuesta cuando alguien le recriminaba su mal gusto, aludiendo sin duda a la cantidad de porquería que se le añade a la uva fermentada para el infecto clarete que solía ofrecerse. Aguantaba con estoicismo las ironías y comentarios desabridos que solían hacerle sobre Fermín, de quien solía decirse que tenía un embarazo de ocho meses o que pronto tendría mellizos. En ocasiones, sin embargo, esta mujer, sentía en lo más profundo de sí misma aquel sarcasmo, y ofrecía al malediciente un par de buenas hostias, aunque de inmediato rompiera a llorar y se riera a carcajadas alternativamente. De aquel hombre no se sabía gran cosa, o se sabía todo, pues en cualquier caso su carácter retraído hacía difícil hacer un juicio auténtico sobre él. Estaba claro que durante muchos años había trabajado en La Naval, una empresa de construcción de barcos de ámbito nacional, en la que Fermín ocupaba un cargo administrativo de poca importancia. Quienes le conocieron allí, tampoco podían añadir mucho más sobre su forma de ser, pues el hombre solía permanecer durante horas parapetado detrás de su mesa, sin compartir con sus compañeros los escasos momentos de asueto de los que disponían durante la jornada. Alguien, sin embargo, aseguraba que sobre su mesa tenía colocada una foto de Eulalia enmarcada en plata, lo que dice bien a las claras la dependencia interna que aquel hombre tenía de ella, a pesar de sus magras carnes. Misterios de la psicología humana que nos hace dependientes a unos de otros por razones no siempre evidentes, pues por otro lado, Fermín era totalmente abstemio. Cuando a principios del otoño se pudo observar que la cara de aquella mujer adquiría una tonalidad amarillenta, se llegó a pensar que quizás se debía al cambio que la luz experimenta en esa estación al ser menor el ángulo de incidencia de los rayos solares sobre la superficie de La Tierra, pero cuando tal tonalidad alcanzó al blanco de los ojos, se hizo evidente que se trataba de otra cosa. Eulalia apenas duró dos meses aquejada de una cirrosis galopante, que soportó con estoicismo y hasta cierto orgullo, oyéndosela exclamar en alguna ocasión antes del óbito “que me quiten lo bailao”. Su marido, que se mostró inconsolable durante meses, empezó después una vida que recordaba a la de la difunta, pues a partir de entonces frecuentaba los lugares donde ella solía ir, en los que trataba de convencer a sus contertulios de las bondades de aquella mujer, de la que, en su opinión, lo menos importante era lo enjuto de su fisonomía o las inestabilidad de su carácter, pues en la intimidad poseía encantos que no era cuestión de publicitar. Su desesperación, sin embargo, le llevó a arrojarse a la calle desde el balcón de su casa en un intento de quitarse la vida y acompañarla en el más allá, según más tarde explicó. Desgraciadamente para sus intenciones, un toldo de buenas dimensiones de lona endurecida (se dice que fabricado por La Naval para las velas de las embarcaciones de recreo), le impidió cumplir su objetivo, y en la actualidad, una vez recuperado, ha vuelto a su vida anterior y raramente se le ve por la calle, normalmente temprano por la mañana cuando sale a comprar la prensa y el pan. En cualquier caso, cabe reseñar que el propietario del establecimiento cuyo toldo salvó la vida a Fermín, ha mandado retirarlo, al no hacerse cargo el seguro ni Fermín de los gastos Es obvio que cualquier salto futuro desde el mismo lugar no tendrá un desenlace tan favorable como el anterior, lo que hace suponer a los vecinos que la pareja pronto se reunirá en un lugar del más allá, adónde todos irán a parar a poco que pase el tiempo.

lunes, 12 de agosto de 2013

BATRACIOS


 Al terminar aquella inesperada llamada telefónica, le propuse finalmente a Ulpiano vernos una de aquellas tardes. Habían pasado ya demasiados años para que el encuentro fuera natural, pero me pareció la forma más adecuada para poner punto final a la conversación.  No sabíamos nada el uno del otro desde hacía mucho tiempo, y por poco que hubiéramos cambiado era posible que ni siquiera nos reconociéramos. Poniéndome en el peor de los casos, le advertí, como quien no quiere la cosa, que yo iría con un sombrero bastante estrafalario. De inmediato me preguntó su forma, pero le  he aseguré que no hacía ninguna falta porque era verdaderamente especial. Pareció aceptarlo un poco a regañadientes, pero no me atreví a confesarle que tratar de definirlo en aquellos momentos me resultaba muy complicado, y que era mejor atenerse a lo dicho y que me hiciera caso. Él, yo creo que para no ser menos, me dijo que iría con un traje totalmente verde, una camisa color salmón y unos zapatos a juego, algo que, puntualizó, solía ser su vestimenta habitual. Esto último, en mi opinión, lo dijo con segundas para que yo no interpretara que trataba de equipararse en originalidad. Estoy convencido que me engañaba, lo que hizo que de inmediato quisiera añadir a mi aspecto algún detalle suplementario. Le avisé, tratando de ser lo más natural posible, que en mi cara podría observar algunos detalles desconocidos para él a esas alturas de la vida, especialmente una cicatriz imponente en una de mis mejillas. Ulpiano contraatacó alegando cierta cojera que arrastraba desde que años atrás se cayó de bruces al suelo, al no poder esquivar una loseta mal asentada en la acera, por lo que para reconocerle me rogaba que permaneciera atento a la deambulación de quienes transitaran por mis cercanías. Para entonces ya resultaba evidente que estábamos compitiendo para ver quien de los dos resultaba más imprevisible, planteándose de esta manera una batalla solapada entre nosotros, como era habitual cuando éramos unos críos en el instituto. En esos momentos estuve a punto de disculparme y colgar pensando que la situación podía hacerse desagradable, pues la tirantez que iba aumentando entre nosotros podía dar al traste con el encuentro. Lo que, si debo ser sincero, me hubiera tenido sin cuidado, pues verdaderamente aquel tipo y yo nunca habíamos sido auténticos amigos, sino exclusivamente compañeros de clase en el bachillerato. Además, ni siquiera nos llevábamos bien entonces y competíamos por cualquier cosa, especialmente las chicas. Téngase en cuenta que estábamos en plena adolescencia y nuestro torrente sanguíneo saturado de hormonas. A pesar de todo, no pude resistirme a añadir algo más a mis características físicas, añadiendo en ese momento que posiblemente se sorprendería que con los años mi tez se había oscurecido un tanto por estar mucho tiempo a la intemperie, y por si eso no fuera suficiente, le dije que lo que le resultaría inconfundible sería la cara de un individuo, la mía, claro está, que daba la sensación de estar permanentemente en estado de alerta y con una punta de agresividad en el gesto. Él, sin embargo, no manifestó ninguna sorpresa, como si lo que acababa de oír fuera lo previsible, y me dijo que tales cambios son naturales con la edad y suelen reflejar las experiencias que uno va dejando atrás. Por su lado, según me contó, él había sufrido un proceso inverso al mío. De hecho, mucha gente al verle suponía que era de origen nórdico por la blancura de su piel, y solían felicitarle por conservar el gesto cándido de un joven que empieza a descubrir el mundo. Resultó claro para mí en esos instantes que aquel tipo pretendía hacerse pasar por un ser tímido y benevolente con el fin de desmoralizarme a priori, y que fuera a nuestro encuentro con la mala conciencia que se le supone a un adulto acanallado y violento. Era pues indudable que Ulpiano llevaba la delantera en esa fase previa a nuestro cita, pues se presentaba como una víctima inocente de quien, se trataba de mí, no podría ser mas que una persona desabrida y violenta. Para que esto no quedara así, tuve aún tiempo de inventarme una  terrible desgracia, el fallecimiento por atropello de un hijo poliomielítico al cruzar un cruce de vías de tren sin barrera. Como  comprendería, estaba desesperado y nada podía consolarme en adelante. Permaneció mudo durante unos momentos que se alargaron hasta el medio minuto, tras lo que, después de pedirme perdón con una voz entrecortada y apenas audible, comenzó a toser. Al principio de forma moderada, con una especie de carraspeo que hacía imposible saber de que estaba hablando, para, a continuación, dar rienda suelta a una tos cavernosa, durante la cual se pudieron oír algunas voces alarmadas a su alrededor. Cuando se recuperó al cabo de varios minutos, me dijo que no sabía cuanto sentía que le hubiera dado “el ataque” en aquellos momentos, pero que esos accesos resultaban imprevisibles, y además no tenía el “ventolín” a mano. Me informó que desde hacía una década padecía de enfisema e insuficiencia respiratoria, y que a pesar del tratamiento intensivo que llevaba, en ocasiones especialmente emotivas, y el reencuentro con un amigo lo era, no podía evitarlo. Ni una palabra del falso tren, el falso difunto ni el falso atropello. Las cosas al llegar a ese punto ya estaban suficientemente claras, en el sentido que la vida de cada uno le traía al otro sin cuidado, a pesar de lo cual nos despedimos efusiva y cínicamente hasta el viernes siguiente a las nueve de la tarde en el restaurante “La rana verde”. Dejé pasar la semana con cierta intranquilidad, pues a pesar de haber ya tomado la firme decisión de no ir, tenía algunas dudas sobre la honestidad de mi conducta, ya que, después de todo, había sido yo quien propuso vernos cuando me llamó por teléfono confundiéndome con un conocido.  A la semana siguiente fui al restaurante con cierto remordimiento para indagar si él si había acudido: un traje totalmente verde no es algo que pudiera haber pasado desapercibido al maître. Pero por difícil que resulte de creer así sucedió, y me tuve que conformar con una explicación breve y poco creíble. Según aquel tipo, con la cantidad de clientes que solían venir los viernes a esas horas, resultaba imposible distinguir a unos de otros, “incluso aunque vinieran vestidos de bomberos” (sic). Además, añadió, y esa era la razón principal de su ignorancia, todos los empleados de aquel establecimiento eran daltónicos, y cualquier afirmación que pudieran hacer en lo tocante a los colores no era digna del menor crédito. Era inútil pues consultar a los camareros. Pude indagar más, puntualizando que Ulpiano cojeaba y en ocasiones tosía con cierta violencia, pero finalmente decidí que no valía la pena y que era mejor conservar un recuerdo decoroso de él,  a pesar de tener el convencimiento de que su nombre quedaría indeleblemente unido al de un conocido batracio.

NÚMEROS


Estoy preocupado, hijo mío ¿por qué iba a decirte otra cosa? Ya sé tu contestación, pero debo ser sincero y exponerme a tu mal humor. Has sido un hijo ejemplar, creo que ya te lo he dicho muchas veces, y tú lo sabes, pero te falta paciencia con este pobre viejo que va siendo tu padre. ¿Te haría feliz que te dijese “Pepe, estoy estupendamente, no te preocupes por mi”, cuando sabes cuanto me cuesta por las mañanas echar pie a tierra. Y no te molestes si una vez más empleo una terminología marinera, ya sé que tu eres de tierra adentro y el agua te da cierto repelús. Bueno, que me estoy desviando, y no quiero entretenerte, para que puedas disfrutar del aire libre allá arriba. Sabes que a mi eso de la escalada a lo que te dedicas no me hace ninguna gracia. No sé que se te ha perdido en esos espantosos picachos a los que te dedicas a subir. Tengo la impresión que siempre lo has hecho para llevarme la contraria. Ten mucho cuidado por favor, no vaya a ser que te rompas la crisma, aunque ahora que lo pienso quizás es eso lo que pretendes para que no te dé más la tabarra. Perdona hijo, ya sabes que a veces se me va la cabeza y ya no sé ni lo que digo. El asunto, como te dije al empezar la carta es que estoy bastante preocupado, y con esto quiero decir: más preocupado que de costumbre. Duermo bien, eso es cierto, pero tengo unos despertares extraños. Raros. Impropios de una persona como yo, que siempre ha mantenido, como bien sabes, la cabeza sobre los hombros a pesar de los pesares. Últimamente me despierto con números, quiero decir que me despiertan los números. Ayer sin ir más lejos fue el siete. Sí, el siete, ese número mitológico en nuestra cultura que son los días de la semana o los brazos del candelabro judío, y no se cuantas cosas más que seguro que tú sabes. Yo, Pepe, no soy judío, espero que de eso no dudes. No por nada, sino porque de haberlo sido, quizás no estarías en este mundo, y no voy a hablarte aquí de aquella época terrible en la que un señor bajito con bigote le dio por hacer jabón con ellos. Ya sabes de qué te hablo. Y en cuanto a los días de la semana, a mí siempre me ha dado igual uno que otro, aunque lógicamente prefiera sábados y domingos por razones obvias. Recuerda, sin embargo, que nunca he hecho ascos a los lunes. Siempre fui muy trabajador y entregado a la causa, así que ponerme de nuevo manos a la obra siempre me pareció algo adecuado para empezar la semana. Te decía que me despertó el siete, pero no el siete común y corriente de los que solemos dibujar a base de trazos rectos. No, un siete alambicado, retorcido, torturado. Un siete, en resumidas cuentas amenazante, como una especie de hipocampo gigante con muy malas pulgas dispuesto a atacarme. A mí, pobrecito, que ya no tengo fuerzas ni para espantar a una mosca. Bueno, exagero, pero si has llegado hasta aquí, estoy seguro que me comprendes. Claro que no solo se trata de ese número. Días atrás era el tres el que se me presentaba a primeras horas de la mañana y me conminaba a levantarme y hacerme de inmediato un café bien cargado. Fíjate tú que antojos: ¡el mítico número tres agresivo con tu padre porque trataba de remolonear un rato en la cama! De locos. Claro que me dirás que todo eso me ocurre de una forma bastante natural porque siempre me han entusiasmado las matemáticas, y sin números no existirían. Ya sabes que hubo un filósofo, Pitágoras si no me confundo, que afirmaba que el número era lo principal del universo, el principio y el fin. El alfa y el omega de san Juan. Para mí, amante, sin embargo, de los conceptos, que ese hombre estaba un poco chiflado. A pesar de todo creo que tienes razón, y que estas cosas me suceden por haber estado obsesionado con las matemáticas y la geometría. Está bien. Lo acepto como un tributo a esa afición desmedida y un homenaje póstumo a los grandes sabios que han hecho este mundo más inteligible, digamos Tales de Mileto, Newton, Descartes, Leibniz, Euler o Cantor, por no mencionar más que a los eximios. Pepe, de todas maneras sigo un poco asustado ¿qué podría hacer si la situación se complica y empiezo a soñar con los números primos? ¿O con los irracionales, o pi, o el segmento áureo? Sería un desastre. Prefiero limitarme a los nueve naturales o en todo caso a figuras geométricas simples, de geometría plana, por supuesto. Soñar con cuadrados, hexágonos o rectángulos no estaría mal, aunque me gustaría más soñar con triángulos, una forma gráfica del número tres, al que ya estoy acostumbrado. Que fueran equiláteros, isósceles o escalenos, eso me daría igual: en cualquier caso la Trinidad. Bueno, hijo, acuérdate de tu padre y no te preocupes. De la cabeza ando muy bien como podrás ver en estas breves líneas, aunque me inquieta esta invasión nocturna de guarismos y figuras geométricas. Bien pensado, tampoco está mal que alguien se acuerde de ellas. A veces pienso que en caso contrario iban a sentirse muy solas. Cuídate. Un abrazo de tu padre.

 

PS.- Usa casco, calzado adecuado, cuerda de primera calidad y piolets como Dios manda. Esos riscos son muy traicioneros

miércoles, 7 de agosto de 2013

OASIS


Detesto este cuerpo que me impone unas servidumbres para las que no me siento preparado. De entrada, afirmo que su forma, estructura y funcionamiento no me parecen las más adecuadas para mis necesidades. Y que aquí no se me venga con la banalidad de que, después de todo, mi cerebro también forma parte del mismo. No me interesa. Es evidente que las ideas, que son lo verdaderamente importante, no son entes materiales a los que se pueda constreñir dentro de un amasijo desagradable de pasta gris debajo del cráneo (de la blanca más vale ni hablar). No, yo no elegí este artefacto que me traslada por el espacio, y debo confesar sin más tardanza, la humillación que me producen las articulaciones. Esos cambios de dirección a los que son sometidas nuestras extremidades (especialmente las inferiores), que con demasiada frecuencia nos hacen hincar la rodilla. No, sinceramente. Yo prefiero una silla de ruedas y una mucama que me pasee a mi antojo a media mañana para tomar un aperitivo que bien me merezco. Y ciertas tardes en las que el tiempo apacible invita a ello, a contemplar la puesta del sol, algo adecuado al lirismo que, sin quererlo expresamente, invade mis neuronas. Temo, sin embargo, que el servicio doméstico tome conciencia de la humillación que supone tirar de un pobre viejo de aquí para allá, y acabe reivindicándose en una pendiente, dejando al artilugio en cuestión al albur de las leyes físicas dominantes, en concreto, de la fuerza de la gravedad. Si tal cosa ocurriera, mi cuerpo tendrá el castigo debido a su ineptitud, aunque a pesar de todo, espero que al llegar abajo, el impacto permita a mi cerebro, ponerle una demanda de homicidio por imprudencia temeraria.

 

Hoy la mañana se despereza lentamente y no augura la alegría del sol y de la playa, únicos atractivos de este horrible lugar, cuyo principal incentivo es imaginar que un día no lejano, la piqueta tenga algo que decir en el asunto. Decido por lo tanto tomármelo con calma y pasear por sus calles desiertas. Sus edificios antiquísimos recuerdan a las construcciones terrosas de Tombuctú. El arquitecto, sin duda se inspiró en ellos, pero no pudo desprenderse de su origen peninsular, y proliferan aleatoriamente, un tipo de torres imitación de las de la Sagrada Familia en Barcelona, y que incluso recuerdan a los relojes blandos de Salvador Dalí. Harto de espectros y terracotas, me encamino finalmente hacia el mar. Sopla un viento cálido, parecido al simún africano, que me intriga. Cuando llego a la orilla el misterio se hace aún más evidente, pues el agua se han convertido en arena, y el horizonte se ha poblado de camellos y palmeras. Seguiré, sin embargo, caminando: los oasis siempre han sido la promesa del desierto.

domingo, 4 de agosto de 2013

DECLIVES


Después de la playa comimos en un pequeño restaurante cerca del hotel. Mi hermano suele tener buen gusto en estos menesteres y no se equivocó. “99 vinos” ofrecía un menú adecuado y a buen precio para un día festivo, en los que lo natural es solo ofrecer la carta del establecimiento por razones obvias. Al salir, ya dentro del coche, se me ocurrió que en las actividades previstas para el día, debíamos incluir alguna que se saliera de lo habitual. Nos pusimos de acuerdo rápidamente, y en cuestión de segundos se nos antojó acercarnos a un tipo mayor y un tanto decrépito que se acercaba por la acera. Nos dirigimos a él, le tapamos la boca con cinta aislante americana que siempre tengo a mano, y lo metimos en el vehículo. Una vez repuesto del susto, comenzó a patalear tratando de agredirnos, pero Juancar le sacudió en la cabeza con la llave inglesa que llevo en la guantera, y se calló de inmediato. Ya en carretera, tras verificar que respiraba, le ató las manos a la espalda y le cubrió la cabeza con una bolsa negra de basura. La situación, posiblemente debido a los vinos de la comida, nos parecía divertida, y los dos nos echamos a reír como si se tratara del gag de una película cómica largamente ensayado. Me dirigí enseguida al monte de Los Lobos por una carretera comarcal de difícil acceso, y en las proximidades de la cima me desvié por un camino de cabras entre árboles y detuve el coche. Sacamos a aquel individuo, y sin dirigirnos la palabra le amarramos a un árbol. Tras asegurarnos que no le resultaría fácil soltarse, le dejamos allí y nos fuimos. Al poco tiempo se puso a llover a mares, y llegamos a temer que con el agua, la bolsa que cubría su cabeza se arrugase y tendría problemas para respirar. De todas formas decidimos no hacer nada porque, aunque nos disgustaría que muriese, nos parecía que cualquier información que diéramos a la policía para que lo buscara podría delatarnos. Además, aunque pronto sería de noche, por aquella zona los lobos ya no eran tan habituales como tiempo atrás. Posiblemente sobreviviría. De todos modos, los días siguientes leeríamos la prensa para enterarnos del desenlace. Teníamos nuestra sensibilidad, y a pesar de estar ya a cientos de kilómetros del lugar, era lo mínimo que podría esperarse de nosotros.
 
-Duermo en una habitación del hotel con una ventana que da sobre el jardín del asilo. Me entretengo viendo a los viejos cochambrosos moviéndose con dificultad, acompañados por sus familiares o por algunas enfermeras. Joder, pensar que eso mismo me espera a mí dentro de poco tiempo, me subleva enormemente. Y no exagero. Ya soy consciente de que en ocasiones pierdo la memoria de una forma que no es normal, a pesar de que se diga que cuando uno se hace mayor es lo natural. Además empiezo a tener dificultades con la cadera y las rodillas por la puta artrosis, y debo tomarme varias pastillas. Para eso, y para la gota, que esa es otra historia. Al anochecer, el jardín se va quedando vacío porque debe ser la hora de cenar y se llevan a los ancianos al comedor, aunque algunos parecen resistirse. Hace una temperatura ideal, todavía hay sol, y les debe apetecer sentir que todavía están vivos. Veo que bajo un árbol frondoso, detrás de unos setos, se han olvidado a un tipo en silla de ruedas que debe tener dificultades para hablar, aunque es evidente que trata de hacerlo para que no le dejen solo, y agita la cabeza y el tronco inútilmente tratando de llamar la atención. La escena es lamentable. Odio a aquel individuo, y cuando me doy cuenta de que me ve y me mira con desesperación, saco la cabeza por la ventana y soy incapaz de reprimirme. Le llamo hijo de puta y me meto hacia dentro. Pronto se darán cuenta de su ausencia y las enfermeras vendrán a buscarle. Me tumbo en la cama y espero.