Al final del
verano quedamos para comer en un restaurante nuevo que, al parecer, tenía un
menú barato y bastante aceptable. Los tres nos solíamos reunir con cierta
regularidad para ponernos al corriente de la vida de cada uno de nosotros,
aunque luego resultara que por nuestra personalidad y gustos personales, acabáramos
hablando de asuntos que no tenían demasiado que ver con ellas. Esto era así
porque cada cual, después de unos prolegómenos bastante previsibles, nos
atrincherábamos en los temas a los que dábamos preferencia en nuestras
aficiones. Julius, después de hacer una mención somera de sus hijos, de quienes
se sentía profundamente orgulloso, solía decantarse por la informática y en general
por cualquier cosa en la que el electromagnetismo estuviera de por medio: ipods,
ipads, tabletas, e-books y la inmensa gama de teléfonos móviles, de los que
hacía colección al poco de salir al mercado. Eso, después de todo era, decía
él, algo de lo que la gente joven ya no puede prescindir, y en ese sentido él
mismo era un hombre maduro veteado de una adolescencia que se resistía a
abandonar. No era ese tema, no obstante, lo que más tiempo le ocupaba, pues era
un aficionado impenitente a la gastronomía y todo lo que la rodea, que en su
opinión tenía un valor semejante. En concreto, de las cuberterías, las vajillas
y todos los aditamentos que hacen que una mesa para comer, en su opinión,
puediera ser considerada como tal. De hecho, profundizando un poco en sus
aficiones, pronto nos dimos cuenta que más que un gourmet como Dios manda,
pendiente del sabor y la textura del condumio, era un amante de las formas, por
lo que al poco de sentarse, ya peroraba de la excelencia o deficiencias del
servicio de mesa, de la que en más de una vez se levantó por no estar de
acuerdo con la calidad de los manteles o el diseño de las cucharas, por poner
un ejemplo. Zeluí, sin embargo, una vez que se sentaba a la mesa, prescindía de
lo que él llamaba “ esas frivolidades”, cuando entre ellos surgía algún
desacuerdo, y enfocaba su discurso hacia el cuidado de la prole (en esos
momentos constituida por sus nietos y biznietos), las matemáticas, y el fútbol,
conceptos que solía unir en algún momento de la conversación mediante algoritmos
simples, que ponían en relación la edad de los niños, la geometría euclidiana,
y la posibilidad de gol por desmarque cerca del área contraria. Yo, por mi
parte, intentaba hacer derivar nuestro encuentro hacia consideraciones de orden
filosófico que, a decir verdad, a ellos les sacaba de sus casillas, pues no
estaban dispuestos a mezclar los salmonetes, las chuletas o el vino tinto con
la dialéctica aristotélica ni los conceptos a priori y a posteriori de Inmanuel
Kant. Cuando percibía su malestar, hacía derivar mi conversación hacia el
tenis, algo del que ellos, sin embargo, tenían una información solo superficial.
Julius porque consideraba que estéticamente era un espectáculo un tanto zafio
con demasiadas carencias (abogaba por canchas más barrocas y por una indumentaria
de los jugadores que pudiese aceptar los
motivos florales). Y Zeluí, por su parte, consideraba que la biomecánica
del golpeo no se atenía a la geometría simple de Thales de Mileto, pues en él
intervenía sobremanera la resistencia al movimiento por la fricción entre la
bola y las cuerdas de la raqueta, algo que el sabio griego no llegó a
considerar, y que hacía de las trayectorias algo “no bello”, cosa a su parecer
inaceptable. Como podrá fácilmente comprenderse, con mucha frecuencia nuestros
encuentros solían terminar como el rosario de la aurora, y cada cual acababa
desentendiéndose de lo que decían los otros, y levantando la voz, valorábamos
nuestros puntos de vista en los temas en los que nos sentíamos implicados, con
lo que, a los postres, nuestra mesa era lo más parecido a un patio de colegio a
la hora del recreo. Aún así, insistíamos en nuestras comidas fraternales,
posiblemente llevados por un prurito esteticista, en el que cada uno trataba de
afianzar la validez de su concepción del mundo. Julius sin informática y Zeluí
sin fútbol, es posible que hiciera tiempo que hubiesen puesto punto final a sus
existencias, por métodos que sin duda harían recordar en su ejecución a sus
querencias favoritas. Yo, por mi parte, debo ser sincero y afirmar que hubiera
obrado de la misma manera, pues sin “el imperativo categórico” o el revés
liftado a una mano, el universo no tendría sentido. Nuestra comida, dados los
antecedentes, prometía ser un encuentro más, en el que cada cual acabaría divagando
sobre sus temas preferidos, algo que, por otro lado, los tres sabíamos de
antemano, puesto que, cada cual, ya antes de sentarse, tenía sus estrategias
bien definidas. Finalmente, lo que debía quedar claro era quien debía pagar por
aquel absurdo, considerando que si bien nuestras aficiones y puntos de vista
eran gratis, el menú, aunque barato, no lo era. Hay que considerar, además, que,
para finalizar, solíamos regar lo ingerido con licores varios para nada
gratuitos, y que con frecuencia el resto de clientes se acercaba y se unía a
nosotros, exponiendo sus opiniones al respecto, y participando de unas copas,
que se añadirían a la nota. La reunión, que solía comenzar en un tono discreto
en el que apenas hacíamos notar nuestra presencia, acababa en una auténtica
algarada, que en alguna ocasión ocasionó el cierre del establecimiento por
escándalo público, pues no sería la primera vez en que las sillas volaran por
lo aires y algún vecino acabara avisando a la policía.
jueves, 29 de agosto de 2013
martes, 27 de agosto de 2013
MAZORCAS
Me adentré en
aquel maizal de la misma manera que podía haberlo hecho en un campo de trigo o
en el mar, si ello hubiera sido posible. Supongo que obedecí a una voz interior
que me impulsaba a ocultarme en algún lugar que me protegiese de un mundo que
me resultaba hostil. Allí pronto sentí el alivio de no sentirme observada, y
tuve el pleno convencimiento que me hallaba en un territorio propio, exclusivamente
mío. Era como regresar a casa después de una larga caminata y sentir de
inmediato la tranquilidad de lo familiar. Cuando me asaltaron estas ideas, no
quise considerarlas racionalmente, sino solo disfrutar de las sensaciones que
me proporcionaba el ambiente a mi alrededor y anduve un buen trecho sin ninguna
dirección, ni siquiera guiándome por el sol que podía percibir sobre mi cabeza
por encima de las plantas de maíz y sus mazorcas, que se me antojaban lámparas
encendidas dándome la bienvenida. Me gustaba sentirme perdida y hasta
desorientada, como si la falta de referencias no fuera nada preocupante, sino una cualidad que desde
ese momento debería incorporar a mi vida ordinaria: gozar del instante como si
se tratara de un mundo nuevo, y yo estuviera estrenando una tierra recién
aparecida poco después de su creación. Un edén a mi medida. Debo confesar, sin
embargo, que después de vueltas y revueltas por aquel mar de maíz, comencé a
sentirme agitada, posiblemente porque el calor del mediodía empezó a apretar, y
mi marcha acelerada hizo que empezase a sudar profusamente. De repente sentí
que me faltaba el aire y me alarmé mucho, a pesar de intentar ser razonable y
suponer que solo era debido al ejercicio que acababa de realizar. Me senté en
un claro e intenté respirar con calma, siguiendo un método que había aprendido
tiempo atrás cuando practicaba pranayama con asiduidad. Recordé entonces a la
gente tan extraña que me acompañaba en aquellas clases de yoga y zen en un
gimnasio cerca de casa. Personas especiales, pero con la mirada un tanto
perdida y el gesto beatífico de quienes verdaderamente no saben lo que se traen entre manos.
Posiblemente debido a estas ensoñaciones me tranquilicé, y me dispuse a salir
del campo de maíz y volver a la monotonía de aquellos días de verano, en los
que las comidas en familia y las visitas a la playa tenían más de rutina que de
otra cosa. Sin embargo, cuando menos me lo esperaba, surgiendo del interior de
la plantación, pasaron a mi lado una serie de individuos en tropel que no me
hicieron ningún caso, y que por lo tanto debían considerar normal o no
significativo encontrar a alguien perdido en aquel lugar. Me sentí aterrorizada,
pero pronto me tranquilicé pues era evidente que no tenían ningún interés en mi
persona. Eran unos personajes muy extraños, y lo más llamativo era sus bigotes
y pelo color panocha, como si de alguna manera estuvieran mimetizados con
aquellas plantas, que empezaban a agostarse. Como siempre he sido muy
fantasiosa, pensé que quizás encarnaban a los espíritus de aquellos campos,
seres míticos de los que hasta entonces no había oído hablar, y que por lo
tanto supondrían un hallazgo del que podía sacar provecho una vez afuera.
Puestos a decir algo, y a riesgo de parecer ridícula, aquella gente me
recordaba vagamente a unos crustáceos gigantes de la familia de las langostas.
Esa sería mi definición de aquellos seres, una vez fuera consultada por su
aspecto en la rueda de prensa que sin duda tendría que dar en cualquier momento
durante los días venideros. Luego debí quedarme dormida un buen rato, pues cuando
tuve de nuevo conciencia me encontraba tirada en el suelo y podía observar
sobre mi cabeza la oscuridad incipiente del atardecer, iluminada aquí y allá
por la luz difusa y amarillenta de las mazorcas, que definitivamente habían
cobrado la utilidad de lámparas que les supuse a poco de entrar en el maizal.
Era por lo tanto tarde para mis costumbres habituales, y en casa deberían estar
preocupados pensando en donde podría haberme metido. Me levanté y me dirigí
rápidamente hacia donde creía que estaba el lindero de la plantación, y después
de un buen rato sin encontrar la salida comencé a preocuparme seriamente. En lo
alto, sobre las hojas de las plantas que se erguían sobre mí como fantasmas,
pronto pude ver a la luna brillando tenuamente entre las nubes, y de vez en cuando,
cruzando contra el cielo bandadas de cuervos
y cornejas en retirada. Me pareció un mal presagió, y para consolarme
pensé que quizás solo se trataba de un mal sueño del que pronto iba a
despertar. Comencé a correr alocadamente en todas direcciones sin resultado
alguno, y enseguida tuve el convencimiento de que no había salida, que el mundo
al que entré algunas horas antes y que me había parecido el paraíso, se había
convertido en un lugar siniestro y cerrado sobre sí mismo del que no había
escapatoria. Pronto llegarían aquellos extraños seres y seguro que esta vez mi
presencia no les pasaría inadvertida. Aquello me estaba pasando por no aceptar
mi vida ordinaria, por ser una fantasiosa que no se conformaba con nada y huía
de la realidad, echando al mundo la culpa de mi infelicidad. Finalmente,
desistí de mi huída y acepté lo que, pronto o tarde, era de alguna era
inevitable. Solo tenía que esperar que el nuevo día llegase y buscar la salida
del laberinto con las primeras luces. Suponer que todo lo que me había sucedido
era una experiencia que tenía que llegar. Cuando cerré los ojos la noche debió
caer sobre mí como un manto oscuro que, sin embargo, según creo recordar, pasé
en una especie de duermevela que no puedo precisar, en los que se alternaba el horror
ante la presencia de unos fantasmas inquietantes y el regocijo de unas
sensaciones hasta ese momento desconocidas. Al amanecer me encontraba en campo
abierto y el sol lucía sin trabas en lo alto. Me levanté con calma y me dirigí
tranquilamente hacia casa sin poder evitar un suspiro.
jueves, 22 de agosto de 2013
INAUGURACIONES
La inauguración
del local tuvo lugar a últimos de Agosto, antes de que los otros
establecimientos reabrieran al finalizar las vacaciones. Esta estrategia le
pareció a Pepe la manera adecuada para
la captación de clientes por el boca a boca antes de que estos volvieran a sus
hábitos rutinarios. Los conocidos fuimos invitados de manera informal, pues
desde un principio quedó claro que la celebración por la apertura iba a ser
modesta y sin ninguna pretensión. De hecho, los asistentes aquella tarde
sofocante de verano no llegamos a las dos docenas, incluidos los dos empleados,
que asistieron al supuesto acto con cara de cierta perplejidad. De los
presentes enseguida me llamó la atención un tipo calvo y entrado en carnes, que
nada más verme al entrar me saludó con efusión, como si fuéramos amigos de toda
la vida. Intenté zafarme dirigiéndome a otras personas, pero su insistencia y
la rotundidad de su presencia me lo impidió, por lo que pronto cedí y me
dediqué a escucharle con la cortesía que se supone en un ser civilizado cuando
no hay más remedio. Decía conocerme de una tarde en cierto lugar (no fui capaz
de recordarlo), y que lo que más le había llamado la atención, era mi facilidad
para expresar de forma simple las ideas más abstractas. Desde entonces le quedó
claro que el mundo no era lo que podía parecer desde un punto de vista
personal, sino lo que era según la interpretación del grupo al que se
pertenecía, dado que este era el generador del lenguaje con el que nos
expresamos. El tipo calvo y fornido no cejaba en su pretensión de que de alguna
manera yo interviniera en su monólogo, y a partir de cierto momento, acompañó sus
afirmaciones con golpes en mi costado que fueron in crescendo según avanzaba la
tarde. Incapaz de darme a la fuga, so pena de ser considerado como un
maleducado, intenté en un principio cubrirme los flancos extendiendo los brazos
a lo largo del cuerpo, lo que hizo que alguien a mi lado me preguntase si me
sentía bien, supongo que por mi aspecto de momia. Busqué con la mirada el apoyo
de alguien próximo que acudiera en mi auxilio y me librara de aquella presencia
invasiva y mareante, pero hasta Pepe, el jefe, me lanzó una ,mirada entre
divertida y lastimera, como si estuviera al corriente de lo que me podía estar
pasando. Se me hizo entonces evidente que aquel individuo debía ser alguien
conocido por su facilidad para pegarse al prójimo y soltarle lo que le viniera
en gana, con lo que me sentí autorizado a realizar un cambio radical de actitud
y que aquel tipo dejara de tomarme por un panolis. En cuanto esta idea se
afianzó en mis meninges, empecé de inmediato a tratarlo de usted procurando
mirarle con insistencia sobre la cabeza, como si verdaderamente estuviera
tratando de contar el número de pelos que le quedaban en la misma o padeciera
de una repentina miopía, algo que pronto surtió efecto, pues empezó a sudar
profusamente. Sin darle tiempo a que reiniciara su errático discurso, le dije
que las cosas no solo no son lo que aparentan, sino que siquiera son los que podrían
ser como referente, ya que de alguna manera están cargadas de un esencialismo
apriorístico, que entroncaba con la teoría platónica de las formas. Una silla
es una silla, eso es evidente, como usted puede bien entender- le dije al
gordo- pero usted nunca podrán sentarse sobre las letras que la señalan, siendo
estas, sin embargo, tanto o más sillas que las que sin duda tiene usted en el
salón de su casa. No sé si me explico, concluí. Aunque parezca poco creíble,
esta enérgica reacción dialéctica fue suficiente para que aquel individuo
alegara un mal difuso debido lo cargado que estaba el ambiente, para irse a
pegar la hebra a otro lugar, momento que Pepe aprovechó para acercarse y tratar de disculparse por la presencia en
el lugar de tipos como aquel, pero “es que me da pena, está muy solo y es
huérfano”, para ausentarse casi de inmediato con una bandeja cargada de canapés
de anchoas, embutidos y queso manchego. Me quedé solo y me sentí de improviso
asaltado por una profunda sensación de melancolía. Juzgaba en mi interior que
quizás había sido cruel con un hombre que, después de todo, únicamente buscaba
el refugio de una palabra amable o una mirada amistosa, por lo que sentí el
impulso inmediato de dirigirme de nuevo a él y decirle que contara conmigo para
cualquier cosa que necesitara. Incluso una ayuda económica si tal fuera el caso.
Supe sin embargo contenerme al ver desde el lugar que ocupaba, que en aquellos
momentos estaba muy alegre entre un grupo de personas que le rodeaban, y que
parecían considerarle el líder, pues, entre ellas, incluso había algunas que
mantenían en su presencia una actitud respetuosa e incluso reverencial. Esta
sensación contradictoria me sumió en un estado de agitación que traté de inmediato
de calmar con dos copas de vino que pude despistar de uno de los camareros que
pasaba con una bandeja por encima del hombro. Reflexioné en el sinsentido de
determinadas concepciones que llegamos a tener de cuanto nos rodea, y lo
expuesto que estamos a errores garrafales, al aceptar como verdaderas las
primeras impresiones. Claro que, reflexioné a continuación, también era posible
que Edelmiro (su nombre me llegó de alguien que se dirigía a él en voz alta),
fuera al mismo tiempo un pobre hombre necesitado de afecto y proximidad, y un
conductor de masas, dotado de una oratoria capaz de levantar a la gente de sus
asientos para vitorearle. Cuando al cabo de una hora larga me despedí de Pepe,
felicitándole por su nueva empresa, él me miró con un gesto un tanto
preocupado, y me dijo “te vas ahora que llegan las gambas y las cigalas de
tronco: te pierdes lo mejor”, para a continuación añadir un tanto
cariacontecido “aunque comprendo que hay circunstancias en la vida que le hacen
dudar a uno de su propia identidad. Si es así, como presumo, quiero que sepas
algo, Julián: estoy contigo”.
martes, 20 de agosto de 2013
INCONTINENCIAS
Lo que más
llamaba la atención de aquella mujer no era su extremada delgadez, sino su
incontinencia verbal. Parecía mentira que en un volumen tan reducido pudiera
generarse la energía necesaria para estar hablando durante horas sin
desfallecer. Daba apuro verla, y quien no la conociera sin duda estaría tentado
de intentar que se callara y que se dedicara, por ejemplo, a contemplar el
paisaje sin abrir la boca. Era agobiante verla pasar de un tema a otro sin
solución de continuidad, y con un brío que para sí quisieran los oradores más
dotados y vehementes. No se limitaba a perorar sobre cualquier asunto que fuera
surgiendo al hilo de la conversación, sino que cuando la implicación de los
demás decaía, ella se inventaba otros sin ton ni son, exigiendo que la
siguieran en sus excursos. No era por lo tanto una presencia recomendable en
cualquier momento del día, por ejemplo, tras un almuerzo bien servido con café
y licor a los postres, o al declinar la tarde, cuando el ánimo de la mayoría se
dispone al descanso nocturno, por lo que no era infrecuente verla sola a esas
horas paseando con cierta agitación por la calle en busca de interlocutores.
Era Eulalia, según se acaba de exponer, una mujer solitaria, aunque haya aquí
que precisar de inmediato que no era una mujer sola. Se quiere decir con esto
que, de hecho, estaba casada con un individuo de quien cabe precisar enseguida
que era todo lo opuesto a ella. De entrada, Fermín era un tipo rubicundo, con
un vientre extremadamente generoso, que cuando paseaban juntos ofrecía un
contraste verdaderamente hiriente de la pareja. Y no solo eso, pues a pesar de
que su aspecto le podía presentar como un sujeto dado a la facundia, era por el
contrario una persona extremadamente seria y de pocas palabras. En las raras
ocasiones que se les veía juntos, ella solía dirigirse a él a voces, esperando
en vano una respuesta o una conversación que de ninguna manera Fermín parecía
dispuesto a entablar. No es por tanto de extrañar que con frecuencia se viera a
Eulalia sola o en compañía de amistades de dudosa clasificación, pero que,
puestos a buscar una aproximación, podrían calificarse como de corazón alegre y
amantes del vino a granel. No es por tanto de extrañar que esta mujer,
acostumbrada a la vida a la intemperie, fuera señalada en la localidad como una
de las pocas integrantes de su sexo dada a las expresiones malsonantes. “Vete a
hacer puñetas” y “porque no me sale de los cojones” eran dos de sus preferidas,
con las que sin duda pretendía establecer un puente con los hombres que solían
acompañarla en sus horas de asueto, que en principio eran prácticamente todas.
Su bebida preferida era el vino peleón, para ella de mayor calidad que los que
tenían “denominación de origen”, pues “la química industrial es lo mejor que
hay para el organismo”, según frase que tenía acuñada como repuesta cuando
alguien le recriminaba su mal gusto, aludiendo sin duda a la cantidad de
porquería que se le añade a la uva fermentada para el infecto clarete que solía
ofrecerse. Aguantaba con estoicismo las ironías y comentarios desabridos que
solían hacerle sobre Fermín, de quien solía decirse que tenía un embarazo de
ocho meses o que pronto tendría mellizos. En ocasiones, sin embargo, esta
mujer, sentía en lo más profundo de sí misma aquel sarcasmo, y ofrecía al
malediciente un par de buenas hostias, aunque de inmediato rompiera a llorar y
se riera a carcajadas alternativamente. De aquel hombre no se sabía gran cosa,
o se sabía todo, pues en cualquier caso su carácter retraído hacía difícil
hacer un juicio auténtico sobre él. Estaba claro que durante muchos años había
trabajado en La Naval, una empresa de construcción de barcos de ámbito
nacional, en la que Fermín ocupaba un cargo administrativo de poca importancia.
Quienes le conocieron allí, tampoco podían añadir mucho más sobre su forma de
ser, pues el hombre solía permanecer durante horas parapetado detrás de su mesa,
sin compartir con sus compañeros los escasos momentos de asueto de los que disponían
durante la jornada. Alguien, sin embargo, aseguraba que sobre su mesa tenía
colocada una foto de Eulalia enmarcada en plata, lo que dice bien a las claras
la dependencia interna que aquel hombre tenía de ella, a pesar de sus magras
carnes. Misterios de la psicología humana que nos hace dependientes a unos de
otros por razones no siempre evidentes, pues por otro lado, Fermín era
totalmente abstemio. Cuando a principios del otoño se pudo observar que la cara
de aquella mujer adquiría una tonalidad amarillenta, se llegó a pensar que
quizás se debía al cambio que la luz experimenta en esa estación al ser menor
el ángulo de incidencia de los rayos solares sobre la superficie de La Tierra,
pero cuando tal tonalidad alcanzó al blanco de los ojos, se hizo evidente que
se trataba de otra cosa. Eulalia apenas duró dos meses aquejada de una cirrosis
galopante, que soportó con estoicismo y hasta cierto orgullo, oyéndosela
exclamar en alguna ocasión antes del óbito “que me quiten lo bailao”. Su
marido, que se mostró inconsolable durante meses, empezó después una vida que
recordaba a la de la difunta, pues a partir de entonces frecuentaba los lugares
donde ella solía ir, en los que trataba de convencer a sus contertulios de las
bondades de aquella mujer, de la que, en su opinión, lo menos importante era lo
enjuto de su fisonomía o las inestabilidad de su carácter, pues en la intimidad
poseía encantos que no era cuestión de publicitar. Su desesperación, sin
embargo, le llevó a arrojarse a la calle desde el balcón de su casa en un
intento de quitarse la vida y acompañarla en el más allá, según más tarde
explicó. Desgraciadamente para sus intenciones, un toldo de buenas dimensiones
de lona endurecida (se dice que fabricado por La Naval para las velas de las
embarcaciones de recreo), le impidió cumplir su objetivo, y en la actualidad,
una vez recuperado, ha vuelto a su vida anterior y raramente se le ve por la
calle, normalmente temprano por la mañana cuando sale a comprar la prensa y el
pan. En cualquier caso, cabe reseñar que el propietario del establecimiento
cuyo toldo salvó la vida a Fermín, ha mandado retirarlo, al no hacerse cargo el
seguro ni Fermín de los gastos Es obvio que cualquier salto futuro desde el
mismo lugar no tendrá un desenlace tan favorable como el anterior, lo que hace
suponer a los vecinos que la pareja pronto se reunirá en un lugar del más allá,
adónde todos irán a parar a poco que pase el tiempo.
lunes, 12 de agosto de 2013
BATRACIOS
Al terminar aquella inesperada
llamada telefónica, le propuse finalmente a Ulpiano vernos una de aquellas
tardes. Habían pasado ya demasiados años para que el encuentro fuera natural,
pero me pareció la forma más adecuada para poner punto final a la conversación.
No sabíamos nada el uno del otro desde
hacía mucho tiempo, y por poco que hubiéramos cambiado era posible que ni
siquiera nos reconociéramos. Poniéndome en el peor de los casos, le advertí,
como quien no quiere la cosa, que yo iría con un sombrero bastante estrafalario.
De inmediato me preguntó su forma, pero le he aseguré que no hacía ninguna falta porque
era verdaderamente especial. Pareció aceptarlo un poco a regañadientes, pero no
me atreví a confesarle que tratar de definirlo en aquellos momentos me
resultaba muy complicado, y que era mejor atenerse a lo dicho y que me hiciera
caso. Él, yo creo que para no ser menos, me dijo que iría con un traje
totalmente verde, una camisa color salmón y unos zapatos a juego, algo que,
puntualizó, solía ser su vestimenta habitual. Esto último, en mi opinión, lo
dijo con segundas para que yo no interpretara que trataba de equipararse en
originalidad. Estoy convencido que me engañaba, lo que hizo que de inmediato
quisiera añadir a mi aspecto algún detalle suplementario. Le avisé, tratando de
ser lo más natural posible, que en mi cara podría observar algunos detalles
desconocidos para él a esas alturas de la vida, especialmente una cicatriz
imponente en una de mis mejillas. Ulpiano contraatacó alegando cierta cojera
que arrastraba desde que años atrás se cayó de bruces al suelo, al no poder
esquivar una loseta mal asentada en la acera, por lo que para reconocerle me
rogaba que permaneciera atento a la deambulación de quienes transitaran por mis
cercanías. Para entonces ya resultaba evidente que estábamos compitiendo para
ver quien de los dos resultaba más imprevisible, planteándose de esta manera
una batalla solapada entre nosotros, como era habitual cuando éramos unos críos
en el instituto. En esos momentos estuve a punto de disculparme y colgar
pensando que la situación podía hacerse desagradable, pues la tirantez que iba
aumentando entre nosotros podía dar al traste con el encuentro. Lo que, si debo
ser sincero, me hubiera tenido sin cuidado, pues verdaderamente aquel tipo y yo
nunca habíamos sido auténticos amigos, sino exclusivamente compañeros de clase
en el bachillerato. Además, ni siquiera nos llevábamos bien entonces y
competíamos por cualquier cosa, especialmente las chicas. Téngase en cuenta que
estábamos en plena adolescencia y nuestro torrente sanguíneo saturado de
hormonas. A pesar de todo, no pude resistirme a añadir algo más a mis
características físicas, añadiendo en ese momento que posiblemente se
sorprendería que con los años mi tez se había oscurecido un tanto por estar
mucho tiempo a la intemperie, y por si eso no fuera suficiente, le dije que lo
que le resultaría inconfundible sería la cara de un individuo, la mía, claro
está, que daba la sensación de estar permanentemente en estado de alerta y con
una punta de agresividad en el gesto. Él, sin embargo, no manifestó ninguna
sorpresa, como si lo que acababa de oír fuera lo previsible, y me dijo que
tales cambios son naturales con la edad y suelen reflejar las experiencias que
uno va dejando atrás. Por su lado, según me contó, él había sufrido un proceso
inverso al mío. De hecho, mucha gente al verle suponía que era de origen
nórdico por la blancura de su piel, y solían felicitarle por conservar el gesto
cándido de un joven que empieza a descubrir el mundo. Resultó claro para mí en
esos instantes que aquel tipo pretendía hacerse pasar por un ser tímido y
benevolente con el fin de desmoralizarme a priori, y que fuera a nuestro
encuentro con la mala conciencia que se le supone a un adulto acanallado y
violento. Era pues indudable que Ulpiano llevaba la delantera en esa fase
previa a nuestro cita, pues se presentaba como una víctima inocente de quien,
se trataba de mí, no podría ser mas que una persona desabrida y violenta. Para
que esto no quedara así, tuve aún tiempo de inventarme una terrible desgracia, el fallecimiento por
atropello de un hijo poliomielítico al cruzar un cruce de vías de tren sin
barrera. Como comprendería, estaba desesperado
y nada podía consolarme en adelante. Permaneció mudo durante unos momentos que
se alargaron hasta el medio minuto, tras lo que, después de pedirme perdón con
una voz entrecortada y apenas audible, comenzó a toser. Al principio de forma
moderada, con una especie de carraspeo que hacía imposible saber de que estaba
hablando, para, a continuación, dar rienda suelta a una tos cavernosa, durante
la cual se pudieron oír algunas voces alarmadas a su alrededor. Cuando se
recuperó al cabo de varios minutos, me dijo que no sabía cuanto sentía que le
hubiera dado “el ataque” en aquellos momentos, pero que esos accesos resultaban
imprevisibles, y además no tenía el “ventolín” a mano. Me informó que desde
hacía una década padecía de enfisema e insuficiencia respiratoria, y que a
pesar del tratamiento intensivo que llevaba, en ocasiones especialmente
emotivas, y el reencuentro con un amigo lo era, no podía evitarlo. Ni una
palabra del falso tren, el falso difunto ni el falso atropello. Las cosas al
llegar a ese punto ya estaban suficientemente claras, en el sentido que la vida
de cada uno le traía al otro sin cuidado, a pesar de lo cual nos despedimos
efusiva y cínicamente hasta el viernes siguiente a las nueve de la tarde en el
restaurante “La rana verde”. Dejé pasar la semana con cierta intranquilidad,
pues a pesar de haber ya tomado la firme decisión de no ir, tenía algunas dudas
sobre la honestidad de mi conducta, ya que, después de todo, había sido yo
quien propuso vernos cuando me llamó por teléfono confundiéndome con un
conocido. A la semana siguiente fui al
restaurante con cierto remordimiento para indagar si él si había acudido: un
traje totalmente verde no es algo que pudiera haber pasado desapercibido al
maître. Pero por difícil que resulte de creer así sucedió, y me tuve que
conformar con una explicación breve y poco creíble. Según aquel tipo, con la
cantidad de clientes que solían venir los viernes a esas horas, resultaba
imposible distinguir a unos de otros, “incluso aunque vinieran vestidos de
bomberos” (sic). Además, añadió, y esa era la razón principal de su ignorancia,
todos los empleados de aquel establecimiento eran daltónicos, y cualquier
afirmación que pudieran hacer en lo tocante a los colores no era digna del
menor crédito. Era inútil pues consultar a los camareros. Pude indagar más,
puntualizando que Ulpiano cojeaba y en ocasiones tosía con cierta violencia,
pero finalmente decidí que no valía la pena y que era mejor conservar un
recuerdo decoroso de él, a pesar de
tener el convencimiento de que su nombre quedaría indeleblemente unido al de un
conocido batracio.
NÚMEROS
Estoy
preocupado, hijo mío ¿por qué iba a decirte otra cosa? Ya sé tu contestación,
pero debo ser sincero y exponerme a tu mal humor. Has sido un hijo ejemplar,
creo que ya te lo he dicho muchas veces, y tú lo sabes, pero te falta paciencia
con este pobre viejo que va siendo tu padre. ¿Te haría feliz que te dijese
“Pepe, estoy estupendamente, no te preocupes por mi”, cuando sabes cuanto me
cuesta por las mañanas echar pie a tierra. Y no te molestes si una vez más
empleo una terminología marinera, ya sé que tu eres de tierra adentro y el agua
te da cierto repelús. Bueno, que me estoy desviando, y no quiero entretenerte,
para que puedas disfrutar del aire libre allá arriba. Sabes que a mi eso de la
escalada a lo que te dedicas no me hace ninguna gracia. No sé que se te ha
perdido en esos espantosos picachos a los que te dedicas a subir. Tengo la
impresión que siempre lo has hecho para llevarme la contraria. Ten mucho
cuidado por favor, no vaya a ser que te rompas la crisma, aunque ahora que lo
pienso quizás es eso lo que pretendes para que no te dé más la tabarra. Perdona
hijo, ya sabes que a veces se me va la cabeza y ya no sé ni lo que digo. El
asunto, como te dije al empezar la carta es que estoy bastante preocupado, y
con esto quiero decir: más preocupado que de costumbre. Duermo bien, eso es
cierto, pero tengo unos despertares extraños. Raros. Impropios de una persona
como yo, que siempre ha mantenido, como bien sabes, la cabeza sobre los hombros
a pesar de los pesares. Últimamente me despierto con números, quiero decir que
me despiertan los números. Ayer sin ir más lejos fue el siete. Sí, el siete,
ese número mitológico en nuestra cultura que son los días de la semana o los
brazos del candelabro judío, y no se cuantas cosas más que seguro que tú sabes.
Yo, Pepe, no soy judío, espero que de eso no dudes. No por nada, sino porque de
haberlo sido, quizás no estarías en este mundo, y no voy a hablarte aquí de
aquella época terrible en la que un señor bajito con bigote le dio por hacer
jabón con ellos. Ya sabes de qué te hablo. Y en cuanto a los días de la semana,
a mí siempre me ha dado igual uno que otro, aunque lógicamente prefiera sábados
y domingos por razones obvias. Recuerda, sin embargo, que nunca he hecho ascos
a los lunes. Siempre fui muy trabajador y entregado a la causa, así que ponerme
de nuevo manos a la obra siempre me pareció algo adecuado para empezar la
semana. Te decía que me despertó el siete, pero no el siete común y corriente
de los que solemos dibujar a base de trazos rectos. No, un siete alambicado,
retorcido, torturado. Un siete, en resumidas cuentas amenazante, como una
especie de hipocampo gigante con muy malas pulgas dispuesto a atacarme. A mí,
pobrecito, que ya no tengo fuerzas ni para espantar a una mosca. Bueno,
exagero, pero si has llegado hasta aquí, estoy seguro que me comprendes. Claro
que no solo se trata de ese número. Días atrás era el tres el que se me
presentaba a primeras horas de la mañana y me conminaba a levantarme y hacerme
de inmediato un café bien cargado. Fíjate tú que antojos: ¡el mítico número
tres agresivo con tu padre porque trataba de remolonear un rato en la cama! De
locos. Claro que me dirás que todo eso me ocurre de una forma bastante natural
porque siempre me han entusiasmado las matemáticas, y sin números no
existirían. Ya sabes que hubo un filósofo, Pitágoras si no me confundo, que
afirmaba que el número era lo principal del universo, el principio y el fin. El
alfa y el omega de san Juan. Para mí, amante, sin embargo, de los conceptos,
que ese hombre estaba un poco chiflado. A pesar de todo creo que tienes razón,
y que estas cosas me suceden por haber estado obsesionado con las matemáticas y
la geometría. Está bien. Lo acepto como un tributo a esa afición desmedida y un
homenaje póstumo a los grandes sabios que han hecho este mundo más inteligible,
digamos Tales de Mileto, Newton, Descartes, Leibniz, Euler o Cantor, por no
mencionar más que a los eximios. Pepe, de todas maneras sigo un poco asustado ¿qué
podría hacer si la situación se complica y empiezo a soñar con los números
primos? ¿O con los irracionales, o pi, o el segmento áureo? Sería un desastre.
Prefiero limitarme a los nueve naturales o en todo caso a figuras geométricas
simples, de geometría plana, por supuesto. Soñar con cuadrados, hexágonos o
rectángulos no estaría mal, aunque me gustaría más soñar con triángulos, una
forma gráfica del número tres, al que ya estoy acostumbrado. Que fueran
equiláteros, isósceles o escalenos, eso me daría igual: en cualquier caso la
Trinidad. Bueno, hijo, acuérdate de tu padre y no te preocupes. De la cabeza
ando muy bien como podrás ver en estas breves líneas, aunque me inquieta esta
invasión nocturna de guarismos y figuras geométricas. Bien pensado, tampoco
está mal que alguien se acuerde de ellas. A veces pienso que en caso contrario
iban a sentirse muy solas. Cuídate. Un abrazo de tu padre.
PS.- Usa casco,
calzado adecuado, cuerda de primera calidad y piolets como Dios manda. Esos
riscos son muy traicioneros
miércoles, 7 de agosto de 2013
OASIS
Detesto este
cuerpo que me impone unas servidumbres para las que no me siento preparado. De
entrada, afirmo que su forma, estructura y funcionamiento no me parecen las más
adecuadas para mis necesidades. Y que aquí no se me venga con la banalidad de
que, después de todo, mi cerebro también forma parte del mismo. No me interesa.
Es evidente que las ideas, que son lo verdaderamente importante, no son entes
materiales a los que se pueda constreñir dentro de un amasijo desagradable de
pasta gris debajo del cráneo (de la blanca más vale ni hablar). No, yo no elegí
este artefacto que me traslada por el espacio, y debo confesar sin más tardanza,
la humillación que me producen las articulaciones. Esos cambios de dirección a
los que son sometidas nuestras extremidades (especialmente las inferiores), que
con demasiada frecuencia nos hacen hincar la rodilla. No, sinceramente. Yo
prefiero una silla de ruedas y una mucama que me pasee a mi antojo a media mañana
para tomar un aperitivo que bien me merezco. Y ciertas tardes en las que el
tiempo apacible invita a ello, a contemplar la puesta del sol, algo adecuado al
lirismo que, sin quererlo expresamente, invade mis neuronas. Temo, sin embargo,
que el servicio doméstico tome conciencia de la humillación que supone tirar de
un pobre viejo de aquí para allá, y acabe reivindicándose en una pendiente,
dejando al artilugio en cuestión al albur de las leyes físicas dominantes, en
concreto, de la fuerza de la gravedad. Si tal cosa ocurriera, mi cuerpo tendrá el
castigo debido a su ineptitud, aunque a pesar de todo, espero que al llegar
abajo, el impacto permita a mi cerebro, ponerle una demanda de homicidio por
imprudencia temeraria.
Hoy la mañana se
despereza lentamente y no augura la alegría del sol y de la playa, únicos
atractivos de este horrible lugar, cuyo principal incentivo es imaginar que un
día no lejano, la piqueta tenga algo que decir en el asunto. Decido por lo
tanto tomármelo con calma y pasear por sus calles desiertas. Sus edificios
antiquísimos recuerdan a las construcciones terrosas de Tombuctú. El
arquitecto, sin duda se inspiró en ellos, pero no pudo desprenderse de su
origen peninsular, y proliferan aleatoriamente, un tipo de torres imitación de
las de la Sagrada Familia en Barcelona, y que incluso recuerdan a los relojes
blandos de Salvador Dalí. Harto de espectros y terracotas, me encamino
finalmente hacia el mar. Sopla un viento cálido, parecido al simún africano,
que me intriga. Cuando llego a la orilla el misterio se hace aún más evidente,
pues el agua se han convertido en arena, y el horizonte se ha poblado de
camellos y palmeras. Seguiré, sin embargo, caminando: los oasis siempre han
sido la promesa del desierto.
domingo, 4 de agosto de 2013
DECLIVES
Después de la playa comimos en un
pequeño restaurante cerca del hotel. Mi hermano suele tener buen gusto en estos
menesteres y no se equivocó. “99 vinos” ofrecía un menú adecuado y a buen
precio para un día festivo, en los que lo natural es solo ofrecer la carta del
establecimiento por razones obvias. Al salir, ya dentro del coche, se me
ocurrió que en las actividades previstas para el día, debíamos incluir alguna
que se saliera de lo habitual. Nos pusimos de acuerdo rápidamente, y en
cuestión de segundos se nos antojó acercarnos a un tipo mayor y un tanto
decrépito que se acercaba por la acera. Nos dirigimos a él, le tapamos la boca
con cinta aislante americana que siempre tengo a mano, y lo metimos en el
vehículo. Una vez repuesto del susto, comenzó a patalear tratando de
agredirnos, pero Juancar le sacudió en la cabeza con la llave inglesa que llevo
en la guantera, y se calló de inmediato. Ya en carretera, tras verificar que
respiraba, le ató las manos a la espalda y le cubrió la cabeza con una bolsa
negra de basura. La situación, posiblemente debido a los vinos de la comida,
nos parecía divertida, y los dos nos echamos a reír como si se tratara del gag
de una película cómica largamente ensayado. Me dirigí enseguida al monte de Los
Lobos por una carretera comarcal de difícil acceso, y en las proximidades de la
cima me desvié por un camino de cabras entre árboles y detuve el coche. Sacamos
a aquel individuo, y sin dirigirnos la palabra le amarramos a un árbol. Tras
asegurarnos que no le resultaría fácil soltarse, le dejamos allí y nos fuimos.
Al poco tiempo se puso a llover a mares, y llegamos a temer que con el agua, la
bolsa que cubría su cabeza se arrugase y tendría problemas para respirar. De
todas formas decidimos no hacer nada porque, aunque nos disgustaría que muriese,
nos parecía que cualquier información que diéramos a la policía para que lo
buscara podría delatarnos. Además, aunque pronto sería de noche, por aquella
zona los lobos ya no eran tan habituales como tiempo atrás. Posiblemente
sobreviviría. De todos modos, los días siguientes leeríamos la prensa para
enterarnos del desenlace. Teníamos nuestra sensibilidad, y a pesar de estar ya
a cientos de kilómetros del lugar, era lo mínimo que podría esperarse de
nosotros.
-Duermo en una habitación del
hotel con una ventana que da sobre el jardín del asilo. Me entretengo viendo a
los viejos cochambrosos moviéndose con dificultad, acompañados por sus
familiares o por algunas enfermeras. Joder, pensar que eso mismo me espera a mí
dentro de poco tiempo, me subleva enormemente. Y no exagero. Ya soy consciente
de que en ocasiones pierdo la memoria de una forma que no es normal, a pesar de
que se diga que cuando uno se hace mayor es lo natural. Además empiezo a tener
dificultades con la cadera y las rodillas por la puta artrosis, y debo tomarme
varias pastillas. Para eso, y para la gota, que esa es otra historia. Al
anochecer, el jardín se va quedando vacío porque debe ser la hora de cenar y se
llevan a los ancianos al comedor, aunque algunos parecen resistirse. Hace una
temperatura ideal, todavía hay sol, y les debe apetecer sentir que todavía
están vivos. Veo que bajo un árbol frondoso, detrás de unos setos, se han olvidado
a un tipo en silla de ruedas que debe tener dificultades para hablar, aunque es
evidente que trata de hacerlo para que no le dejen solo, y agita la cabeza y el
tronco inútilmente tratando de llamar la atención. La escena es lamentable.
Odio a aquel individuo, y cuando me doy cuenta de que me ve y me mira con
desesperación, saco la cabeza por la ventana y soy incapaz de reprimirme. Le
llamo hijo de puta y me meto hacia dentro. Pronto se darán cuenta de su
ausencia y las enfermeras vendrán a buscarle. Me tumbo en la cama y espero.
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