Heriberto García
Piñeira era un hombre que a pesar de heredar un olivar en Jaén, tuvo que
ganarse la vida como buenamente pudo, pues sus padres fueron muy longevos y
apenas le ayudaron estando en vida. Sin duda esa fue la razón por la que después
de hacer el Servicio Militar en la Marina, solicitó el reenganche y continuó en
activo hasta que la herencia se materializó, momento en que pidió la baja y se
dedicó a labores no del todo claras, entre las que el contrabando y el
trapicheo en los muelles no son descartables. Fue entonces cuando conoció a
Rosa una cantante de la Sala de Fiestas Pay- Pay, de la que se enamoriscó
ciegamente, hasta el punto de que después de una temporada tormentosa en la que
abundó el alcohol y las pendencias con los marineros que abarrotaban el local,
acabó naciendo Iván, fruto de los devaneos de su padre en una temporada que
este recuerda con una mezcla de nostalgia y miedo, pues en varias ocasiones
estuvo a punto de que le rebanaran el pescuezo. Rosa era una mujer de buen ver
a la que se disputaban todas las tripulaciones, algo que sin duda está en el
origen de la tragedia de Iván, pues poco después de venir al mundo desapareció
y nunca más se supo de ella. Posiblemente cruzó el charco en alguno de los
barcos que por entonces hacían escala allí, o acabó asentándose en una ciudad
del norte de Europa. Heriberto la buscó durante unos meses en Ámsterdam,
Hamburgo y otros puertos de menor entidad, pero finalmente desistió pensando
que una mujer así, por mucho que le gustara, no merecía la pena, y además, por
aquellas latitudes hacía demasiado frío. Encontrarse con un niño de pecho a su
cargo le desbordó, y desde los primeros tiempos que se vio en tal situación,
buscó con ahínco una mujer que quisiera hacerse cargo del crío, pero todo
resultó inútil, pues incluso las que parecían más maternales acababan echándose
atrás. Es posiblemente por esa dedicación que su padre tuvo que poner en él
desde muy niño, por lo que Iván conserva una imagen muy tierna de él en la edad
adulta, aunque como ya quedó dicho, su presencia continuada le acabara pasando
factura. Una forma de restituirle su entrega cuando le veía alicaído, era
llevársele a cenar a la Venta de Vargas en su ciudad natal, donde trataba de
levantarle la moral a base de palmas, soleás, fandangos y seguiriyas, para
acabar con un fado, pues sabía que en el fondo su padre seguía enamorado de la
mujer que puso tierra (o mar, por en medio), su propia madre, al parecer vasca
de nacimiento, pero conocida por todas las tripulaciones que hacían el sur de
Europa como “la portuguesa”.
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