Hay tardes, sin embargo, en las que Iván cree sentir en sí un amago de
pternofilia (alergia a las plumas), y después de dar de merendar con cierta
precipitación a los pájaros, se refugia en una de las librerías de la zona, en
la que es conocido de muchos años atrás por sus hábitos, que sigue a pies
juntillas, como si se tratara de una secuencia inamovible. De entrada, da las
buenas tardes y permanece unos instantes en el umbral de la puerta hasta que
tiene la certeza de haber sido visto y su saludo contestado con cualquiera de
las fórmulas de rigor, aunque agradece que los empleados sean algo menos
escuetos que él mismo, y se adornen con algún giro lisonjero que le disponga a
efectuar alguna compra. A continuación pasa revista rápidamente a las
novedades, que por otro lado no son tan frecuentes, teniendo en cuenta que las
reciben dos veces al mes por problemas con la distribuidora. Una vez que ha
comprobado que nada le interesa (otra cosa sería sorprendente), pide la
escalera de mano para acceder a las estanterías superiores, donde desde hace
años se amontonan los libros que supuestamente le interesan. Se trata de libros
de filosofía, sobre todo francesa, de quienes siempre destaca a Sartre y a
Descartes. Sobre este último no cesa de repetir, una vez en las alturas, que no
solo era un matemático eminente, sino el
primer filósofo en definir al ser humano integrado por dos entidades, la
física-o res extensa- y la espiritual o mental –o res cogitans-. El propietario
de la librería suele estar al quite, y desde abajo hace un gesto de
asentimiento que no por conocido, Iván deja de agradecer. En otras ocasiones,
trata de sorprender a los profesionales del lugar y les interroga sobre
aspectos menos conocidos del mundo intelectual francés, como el movimiento
situacionista, Merleau-Ponty y el estructuralismo del antropólogo Levi-Straus,
que no tiene nada que ver con los anteriores, pero que supone les impresiona. A
punto ya de irse, normalmente con las manos vacías, suele hacer un pequeño
excurso sobre “El principito”, “un librito insignificante y bastante ñoño del
que se han vendido millones de ejemplares”, suele decir con aire escéptico,
cuando lo cierto era que lo verdaderamente valioso de su autor –Saint Exupery-
era su peripecia vital como piloto en una línea de correo aéreo en Argentina,
narrada en “Vuelo de noche”. Normalmente este solía ser el último argumento
esgrimido en el interior de la librería, tras lo cual, se procedía a su cierre.
En ciertas ocasiones, concretamente los días en que después de las palomas se
metía en un bar contiguo y se tonificaba con no menos de dos pacharanes, no
quería salir del local, y solía extenderse con consideraciones sobre la
reconstrucción de Derrida y una apología cerrada de “En busca del tiempo
perdido”, lo mejor que se ha escrito nunca “si no consideramos La Regenta de
Clarín”, decía. Cuando finalmente los empleados lograban que saliera
(levantando por cierto la reja que ya habían echado), a Iván solo le quedaba el
consuelo de volver a casa y contemplar con asombro los iconos que había ido
coleccionando a lo largo de su existencia, que en tales circunstancias solían
recordarle a la Virgen de Montserrat, La Moreneta.
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