El lugar era
agradable, qué duda cabe, y tal cosa hizo que desde el principio se creara
entre nosotros el clima apropiado para el reencuentro. No nos veíamos desde
varios años atrás, ya ni me acuerdo cuantos, pero antes de continuar debo decir
antes que Ginés era un tipo especial, para que voy a andarme con subterfugios,
y cuando me llamó hace poco para vernos aprovechando su estancia aquí, estuve a
punto de buscar una disculpa, pues con él nunca tuve las cosas demasiado claras.
Recibí su llamada desde un teléfono no identificado, y aunque tal cosa me
sorprendió en un principio, supuse sin darle más vueltas que lo hacía desde una
cabina o cualquier local de copas de los que él solía frecuentar entonces,
sobre todo teniendo en cuenta que era poco menos de medianoche. Una vez
repuesto de la impresión que me causó su irrupción en mi vida mucho después de
haber dejado de tener noticias suyas, me alegré de contactar de nuevo con un
compañero de carrera perdido hacía mil años. Quedamos, como suele ser habitual
en estas ocasiones, en un restaurante de medio pelo, que no nos supusiera un
dispendio a ninguno de los dos, teniendo en cuenta que después del tiempo
transcurrido ni siquiera teníamos claro que llegásemos a reconocernos. No fue,
sin embargo, así, y el día acordado, no tuvimos ningún problema para saludarnos
en la Ballena Azul, un local tipo snack apto para todos los bolsillos, pero
sobre todo para aquellos que, tal como parecía ser nuestro caso, no estaban muy
sobrados de recursos. La verdad es que Ginés no había cambiado mucho, y la
policía, valga este excurso, lo habría reconocido sin demasiadas dificultades
caso de achacársele un crimen acaecido en nuestra época de estudiantes de
último curso de Filosofía y Letras en la Complutense, algo no tan improbable
teniendo en cuenta que por entonces despareció Rosarito, una compañera de la
que nunca más se supo, y que por entonces tenía con él unas relaciones algo más
que superficiales. Historias. Ginés se mostró muy simpático en los primeros
momentos, haciéndome creer que verdaderamente le hacía ilusión verme después de
tanto tiempo, considerando que por entonces, según sorprendentemente me contó
casi a modo de bienvenida, ambos manteníamos opiniones divergentes sobre la
influencia de Sartre y Camus en la cultura francesa. Él era decididamente
comunista y prosoviético, mientras que yo era más crítico con esa postura, y
abogaba por la consideración individualista del ser humano, en el que para
estar de acuerdo con el infortunado magrebí, pensaba que el problema consistía
en si uno debía o no volarse la tapa de los sesos, dada la fatalidad que a
todos nos aguarda por buenas notas que hayamos sacado en nuestras vidas, o por
buen comportamiento que hayamos observado durante las mismas. En cualquier caso
habíamos mantenido entonces charlas y discusiones muy animadas al respecto,
hasta el momento en que yo me decanté por el arte pop y Andy Warhol, y me
desentendí de la filosofía y la literatura. No me extenderé, sin embargo, por
otra diferencia que ya entonces se hizo evidente, y era su tendencia a consumir
vodka y vino tinto de todas las categorías, del gran reserva al peleón, y mi
dedicación exclusiva a los cócteles y el wiskhy, algo que dado los antecedentes
iba “de soi”. Pronto, sin embargo, y para entrar en materia, o al menos yo lo
supuse así en aquellos momentos, me empezó a contar su vida aquellos años en
los que habíamos pasado sin tener noticias el uno del otro. Al parecer la suya
hasta el momento era lo más parecido a un drama, pues después de casarse al
poco de terminar los estudios, su mujer tuvo pronto que ser operada, y en
última instancia, para salvarla, hubo que practicarle un ano artificial a la
altura de la cadera, pero que aún así, le hizo padre poco después de dos
mellizas, una que pronto atrapó una poliomielitis aguda y sufría en la
actualidad una cojera que la mantenía en casa sin posibilidad de trabajar, a
pesar de ser doctora en Ciencias Físicas, y la otra que falleció poco después
de unas fiebres tifoideas. Yo intenté contarle la mía, un poco por contrarrestar
tal alud de desgracias, pero apenas pude balbucear algo más que mi modesta
operación de hernia discal, que como podía ver, me tenía un tanto jiboso a
pesar del tiempo transcurrido. Lo que me sorprendió de su actitud, según me iba
contando sus dificultades, es que parecía hacerlo con cierto entusiasmo, como
si más que sufrir unas desgracias terribles, tales hechos le sirvieran de
estímulo para vivir con más ganas. Fue por entonces cuando empecé a apreciar
que la mirada de Ginés se desviaba de la mía, y se dirigía a algún punto sin
concretar a uno de los lados de mi cabeza, dando la impresión de tal manera que
no tenía totalmente claro donde me encontraba yo realmente. Tal hecho, que en
principio atribuí a cierto pudor de su parte al haberme bombardeado con todas
sus penalidades, como si fuera una forma de disculparse por ello, al cabo de un
cuarto de hora me desconcertó totalmente, pues tenía la impresión de que, a
pesar del relato torrencial de todos los acaecimientos de su vida, yo no estaba
allí, y verdaderamente se dirigía a otra persona a mi lado o a una audiencia
invisible, lo que al cabo del rato, empezó a molestarme sobremanera. Tratando
de paliar esta sensación tan desagradable, comencé a mover mi silla para ocupar
el espacio donde él parecía mirar, algo que sin embargo no llegué a conseguir a
pesar de haberla desplazado casi medio metro a lo largo de la mesa, pues
enseguida Ginés dirigió su mirada hacia el otro lado de mi cabeza. La situación
comenzó a hacerse tensa, pues en esos momentos me asaltó la duda de si me
estaría tomando el pelo, o se trataba de algún tipo de dolencia que no se atrevía
a confesar. Me disculpé un momento, y bajé a los Servicios para evaluar la
situación, donde estuve cavilando sobre lo que sucedía, tratando de hacerme una
idea general, pues lo que había comenzado con visos de normalidad, se estaba
convirtiendo en una especie de vodevil. Decidí que lo más aconsejable sería el
tomar una medida drástica, que hiciera que Ginés tuviera que reaccionar de una
forma evidente que pusiera las cosas en claro. Me reintegré pues a la mesa,
pero con la variante añadida de sentarme a su lado en un ángulo inferior a los
noventa grados, de tal manera que para hablarme tuviera que girar la cabeza (algo
que yo, en lo que me concernía, ya tenía asumido) en la proporción adecuada
para no dirigirse al vacío. Su reacción fue desplazar su silla justo enfrente
de mí sin ningún comentario, para, de inmediato, seguir actuando de la misma
manera, es decir, mirando a unos centímetros al lado de mi cabeza. La
situación, pues, se estaba volviendo bastante insoportable, y para
tranquilizarme llegué a pensar que quizás Ginés, al igual que el resto de su
familia, estaba aquejado por algún tipo de enfermedad, en este caso una rara
afección ocular, algo que sin embargo no me tranquilizó, pues incluso habiendo
leído las sorprendentes historias que cuenta en sus libros el doctor Oliver
Sacks de quien yo era un ferviente lector, la situación no era fácil de
soportar. En esos momentos ya solo me quedaba una solución drástica, de la que
Ginés no podría zafarse, y era sentarme a su lado, como si fuéramos una pareja
de novios, maduros, eso sí, pero dispuesta a iniciar los arrumacos de los
primeros tiempos del galanteo. Me costó, pero lo acabé haciendo como la única
forma de romper aquel absurdo, ya que aunque a él le ocurriera alguna de las
desgracias que le estaba suponiendo, no llegaba a entender porqué no me hacía
partícipe de la misma. Me senté pues a su lado, y en principio tampoco pareció
sorprenderse, continuando nuestra charla durante unos minutos como si nada. Yo
ya estaba dispuesto a aceptar que lo que le pasaba a aquel tipo tenía más que
ver con la cabeza que con la vista, pero lo que sucedió a continuación me hizo
ver bien a las claras lo equivocado que estaba (o quizás, no). De repente,
cuando me disponía a soportar estoicamente lo que me quedaba hasta la
despedida, me miró fijamente a los ojos por primera vez, y me dijo “no te
agites, cariño”, para a continuación, levantarse de un salto y salir pitando en
dirección a la puerta. Me sentí perplejo y vejado, y tuve el impulso inmediato
de seguirle y partirle la cara, pero de inmediato recordé que aquel desgraciado,
además de un caradura, era campeón universitario de los cien metros lisos.
Afortunadamente, el almuerzo, a pesar de sus vodkas, no me salió demasiado caro.
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