miércoles, 3 de abril de 2013

GINÉS


El lugar era agradable, qué duda cabe, y tal cosa hizo que desde el principio se creara entre nosotros el clima apropiado para el reencuentro. No nos veíamos desde varios años atrás, ya ni me acuerdo cuantos, pero antes de continuar debo decir antes que Ginés era un tipo especial, para que voy a andarme con subterfugios, y cuando me llamó hace poco para vernos aprovechando su estancia aquí, estuve a punto de buscar una disculpa, pues con él nunca tuve las cosas demasiado claras. Recibí su llamada desde un teléfono no identificado, y aunque tal cosa me sorprendió en un principio, supuse sin darle más vueltas que lo hacía desde una cabina o cualquier local de copas de los que él solía frecuentar entonces, sobre todo teniendo en cuenta que era poco menos de medianoche. Una vez repuesto de la impresión que me causó su irrupción en mi vida mucho después de haber dejado de tener noticias suyas, me alegré de contactar de nuevo con un compañero de carrera perdido hacía mil años. Quedamos, como suele ser habitual en estas ocasiones, en un restaurante de medio pelo, que no nos supusiera un dispendio a ninguno de los dos, teniendo en cuenta que después del tiempo transcurrido ni siquiera teníamos claro que llegásemos a reconocernos. No fue, sin embargo, así, y el día acordado, no tuvimos ningún problema para saludarnos en la Ballena Azul, un local tipo snack apto para todos los bolsillos, pero sobre todo para aquellos que, tal como parecía ser nuestro caso, no estaban muy sobrados de recursos. La verdad es que Ginés no había cambiado mucho, y la policía, valga este excurso, lo habría reconocido sin demasiadas dificultades caso de achacársele un crimen acaecido en nuestra época de estudiantes de último curso de Filosofía y Letras en la Complutense, algo no tan improbable teniendo en cuenta que por entonces despareció Rosarito, una compañera de la que nunca más se supo, y que por entonces tenía con él unas relaciones algo más que superficiales. Historias. Ginés se mostró muy simpático en los primeros momentos, haciéndome creer que verdaderamente le hacía ilusión verme después de tanto tiempo, considerando que por entonces, según sorprendentemente me contó casi a modo de bienvenida, ambos manteníamos opiniones divergentes sobre la influencia de Sartre y Camus en la cultura francesa. Él era decididamente comunista y prosoviético, mientras que yo era más crítico con esa postura, y abogaba por la consideración individualista del ser humano, en el que para estar de acuerdo con el infortunado magrebí, pensaba que el problema consistía en si uno debía o no volarse la tapa de los sesos, dada la fatalidad que a todos nos aguarda por buenas notas que hayamos sacado en nuestras vidas, o por buen comportamiento que hayamos observado durante las mismas. En cualquier caso habíamos mantenido entonces charlas y discusiones muy animadas al respecto, hasta el momento en que yo me decanté por el arte pop y Andy Warhol, y me desentendí de la filosofía y la literatura. No me extenderé, sin embargo, por otra diferencia que ya entonces se hizo evidente, y era su tendencia a consumir vodka y vino tinto de todas las categorías, del gran reserva al peleón, y mi dedicación exclusiva a los cócteles y el wiskhy, algo que dado los antecedentes iba “de soi”. Pronto, sin embargo, y para entrar en materia, o al menos yo lo supuse así en aquellos momentos, me empezó a contar su vida aquellos años en los que habíamos pasado sin tener noticias el uno del otro. Al parecer la suya hasta el momento era lo más parecido a un drama, pues después de casarse al poco de terminar los estudios, su mujer tuvo pronto que ser operada, y en última instancia, para salvarla, hubo que practicarle un ano artificial a la altura de la cadera, pero que aún así, le hizo padre poco después de dos mellizas, una que pronto atrapó una poliomielitis aguda y sufría en la actualidad una cojera que la mantenía en casa sin posibilidad de trabajar, a pesar de ser doctora en Ciencias Físicas, y la otra que falleció poco después de unas fiebres tifoideas. Yo intenté contarle la mía, un poco por contrarrestar tal alud de desgracias, pero apenas pude balbucear algo más que mi modesta operación de hernia discal, que como podía ver, me tenía un tanto jiboso a pesar del tiempo transcurrido. Lo que me sorprendió de su actitud, según me iba contando sus dificultades, es que parecía hacerlo con cierto entusiasmo, como si más que sufrir unas desgracias terribles, tales hechos le sirvieran de estímulo para vivir con más ganas. Fue por entonces cuando empecé a apreciar que la mirada de Ginés se desviaba de la mía, y se dirigía a algún punto sin concretar a uno de los lados de mi cabeza, dando la impresión de tal manera que no tenía totalmente claro donde me encontraba yo realmente. Tal hecho, que en principio atribuí a cierto pudor de su parte al haberme bombardeado con todas sus penalidades, como si fuera una forma de disculparse por ello, al cabo de un cuarto de hora me desconcertó totalmente, pues tenía la impresión de que, a pesar del relato torrencial de todos los acaecimientos de su vida, yo no estaba allí, y verdaderamente se dirigía a otra persona a mi lado o a una audiencia invisible, lo que al cabo del rato, empezó a molestarme sobremanera. Tratando de paliar esta sensación tan desagradable, comencé a mover mi silla para ocupar el espacio donde él parecía mirar, algo que sin embargo no llegué a conseguir a pesar de haberla desplazado casi medio metro a lo largo de la mesa, pues enseguida Ginés dirigió su mirada hacia el otro lado de mi cabeza. La situación comenzó a hacerse tensa, pues en esos momentos me asaltó la duda de si me estaría tomando el pelo, o se trataba de algún tipo de dolencia que no se atrevía a confesar. Me disculpé un momento, y bajé a los Servicios para evaluar la situación, donde estuve cavilando sobre lo que sucedía, tratando de hacerme una idea general, pues lo que había comenzado con visos de normalidad, se estaba convirtiendo en una especie de vodevil. Decidí que lo más aconsejable sería el tomar una medida drástica, que hiciera que Ginés tuviera que reaccionar de una forma evidente que pusiera las cosas en claro. Me reintegré pues a la mesa, pero con la variante añadida de sentarme a su lado en un ángulo inferior a los noventa grados, de tal manera que para hablarme tuviera que girar la cabeza (algo que yo, en lo que me concernía, ya tenía asumido) en la proporción adecuada para no dirigirse al vacío. Su reacción fue desplazar su silla justo enfrente de mí sin ningún comentario, para, de inmediato, seguir actuando de la misma manera, es decir, mirando a unos centímetros al lado de mi cabeza. La situación, pues, se estaba volviendo bastante insoportable, y para tranquilizarme llegué a pensar que quizás Ginés, al igual que el resto de su familia, estaba aquejado por algún tipo de enfermedad, en este caso una rara afección ocular, algo que sin embargo no me tranquilizó, pues incluso habiendo leído las sorprendentes historias que cuenta en sus libros el doctor Oliver Sacks de quien yo era un ferviente lector, la situación no era fácil de soportar. En esos momentos ya solo me quedaba una solución drástica, de la que Ginés no podría zafarse, y era sentarme a su lado, como si fuéramos una pareja de novios, maduros, eso sí, pero dispuesta a iniciar los arrumacos de los primeros tiempos del galanteo. Me costó, pero lo acabé haciendo como la única forma de romper aquel absurdo, ya que aunque a él le ocurriera alguna de las desgracias que le estaba suponiendo, no llegaba a entender porqué no me hacía partícipe de la misma. Me senté pues a su lado, y en principio tampoco pareció sorprenderse, continuando nuestra charla durante unos minutos como si nada. Yo ya estaba dispuesto a aceptar que lo que le pasaba a aquel tipo tenía más que ver con la cabeza que con la vista, pero lo que sucedió a continuación me hizo ver bien a las claras lo equivocado que estaba (o quizás, no). De repente, cuando me disponía a soportar estoicamente lo que me quedaba hasta la despedida, me miró fijamente a los ojos por primera vez, y me dijo “no te agites, cariño”, para a continuación, levantarse de un salto y salir pitando en dirección a la puerta. Me sentí perplejo y vejado, y tuve el impulso inmediato de seguirle y partirle la cara, pero de inmediato recordé que aquel desgraciado, además de un caradura, era campeón universitario de los cien metros lisos. Afortunadamente, el almuerzo, a pesar de sus vodkas, no me salió demasiado caro.

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