Suelen llegar a
última hora. Se trata de una pareja en los cuarenta que viene los fines de
semana poco antes de comer, lo que suelen hacer poco después de entretenerse un
rato con algunas amistades en la barra. Hablan en ese primer momento de lo que
es habitual en cualquier charla de domingo a la hora del aperitivo, oséase,
tópicos más o menos festivos que sirven de prólogo a un almuerzo que se supone
especial, y para el que se retiran poco después. Luego, sin embargo, cuando ya
están solos en la mesa, los temas viran inmediatamente hacia otros de mayor
enjundia, que posiblemente dejarían aturdidos a sus contertulios anteriores. Él
parece exclusivamente preocupado por asuntos relacionados con el trabajo, del
que tiene un concepto poco estimulante, aunque por lo que llego a captar,
piense que, después de todo, es lo único que merece la pena si uno pretende vivir
de una forma medianamente decorosa. Ella, por el contrario, siempre aborda
temas de orden filosófico, y es de la opinión que lo que tomamos como más
importante, es verdaderamente lo accesorio, aquello de lo que prescindiríamos
sin más cautelas a no ser que en ello nos
fuera nuestra supervivencia. A Helena le preocupan los grandes conceptos,
aquellos que en puridad no sirven para nada, pero que en su opinión nos ayudan a
estar en el mundo satisfechos como homínidos superiores y no simples cucarachas,
algo que sin embargo él considera como banal puesto que tiene un concepto
ateleológico de nuestra existencia, y solo le interesa una cuenta corriente
suficientemente holgada. No hay objetivos en la vida humana, dice, y en todo
caso se trataría de llegar a un grado de satisfacción que no nos haga
plantearnos la vida como un inconveniente, lo que, más allá de Cioran,
consideran finalmente aquellos que después de asesinar a su mujer, hijos y
suegra (si estuviera presente), se lanzan desde un quinto piso a la calle,
provocando no solo el estupor de los viandantes, sino un problema que implica a
las urgencias del 112 y a los servicios municipales de limpieza. Esa
satisfacción en el caso de Roberto se la proporcionan, como ya se dijo más
arriba, el trabajo, en el que siempre ha desempeñado cargos bien remunerados,
el vino tinto de reserva con denominación de origen y el queso semicurado,
especialmente los franceses, en los que es un experto. “Primun vivere, deinde
philosopare”, es una máxima que aprendió hace tiempo y que suele soltar a su
mujer cuando esta le trata de indocumentado. De todas maneras, a pesar de esos
arrebatos de mal humor, suele ser muy comedido en las conversaciones que
mantienen y trata de no contrariarla, pues, veleidades gastronómicas aparte, la
contemplación y disfrute de su anatomía,
constituye otra de las pocas cosas que le estimulan, y teme que ella se aleje
en caso de ignorarla. Por ella está dispuesto a aguantar las interminables
reflexiones que esta le hace y que en ocasiones llegan a exasperarle, algo de
lo que intenta resarcirse en momentos y lugares fáciles de imaginar. Además de
un rostro agraciado con un gesto que le vuelve loco, mezcla de mohín de niña
consentida y lascivia de bacante griega, Helena posee los atributos adecuados
para desquiciar a los varones vigorosos, y aquellos en los que la testosterona
aún alcanza los valores mínimos deseables. De sus atributos, destacan, como
suele ser normal en las mujeres agraciadas, los que son reseñables por delante
y por detrás de su anatomía, pero especialmente aquel que los animalitos del
bosque, los domésticos e incluso la inmensa mayoría de los de la selva, adornan
con una cola o rabito más o menos simpático. Y este es precisamente su caso,
pues su visión desde cualquier ángulo o perspectiva arranca en Roberto
profundos suspiros, ante los que nada pueden las razones de comedimiento que en
ocasiones él mismo trata de llevar a su cabeza, para no perderla
definitivamente. Este y no otro es el misterio que hace que este matrimonio
tenga un vínculo tan estrecho, por más que en ocasiones Helena piense que la
devoción que su marido la profesa es debida a su erudición y su amor desaforado
a la lírica, y en general, a los conocimientos de cualquier orden. La comida de
los domingos en Casa Manolo, por lo tanto, y en lo que a mí se me alcanza,
cumple una función moderadora en la que él puede resarcirse de la penitencia
que debe aguantar en otros momentos, y ella se hace la ilusión de que su marido
es, a pesar de los pesares, su alumno más aventajado, ignorando de esta manera
la frecuencia con la que este ha estado a punto de poner tierra de por medio si
no se avecinara una siesta, a la que su mujer transige posiblemente llevada
todavía por los vapores etílicos propios de un menú a la carta. Sé que lo
antedicho debe más a mi imaginación que a una realidad verificada mediante el
método experimental, pero debo de reconocer que con el tiempo he llegado a
implicarme en la contemplación de esta pareja, y la mera fantasía ha hecho que
me sirva de ella para introducir en mi psiquismo un elemento homoestático del
que no puedo prescindir, teniendo en cuenta que soy un soltero empedernido y
entrado en años, que prefiere este tipos de actividades desimplicadas a otras
menos cómodas y más onerosas.
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