jueves, 18 de abril de 2013

OLIGOS DOS


Contra todo pronóstico, Iván se casó muy joven, aunque a estas alturas ni él mismo tiene claro porqué lo hizo, si llevado por un estro irrefrenable de las post adolescencia, o simple y llanamente para disimular su condición de inveterado solitario. Su esposa es una mujer guapa, morena, con un pelo largo, negro azabache, envidia de no pocas cantaoras y flamencas del lugar, y admiradora ciega de su propio marido, con el que sin embargo apenas se ve, a no ser a las horas de recogida en el domicilio común, pues ambos llevan una vida independiente que según propia confesión, es lo que les mantiene unidos. No obstante, en algunas ocasiones, sobre todo con buen tiempo, se les ve juntos por las balconadas del paseo sobre la bahía, donde, de la mano, contemplan ensimismados las puestas de sol sobre el mar y sueñan con América, hacia la que alguna ocasión pensaron partir, aunque finalmente se mantuvieron fieles a su propia tierra. En esos momentos hay quienes se sorprenden de verlos tan arrobados a su edad, y les piden dejar fotografiarles, pues piensan tenerlos cerca para darles ánimos en los momentos de duda de sus propios matrimonios. En tales ocasiones, Iván, se toca con un gorrito marinero con visera, y a petición de su mujer recita algunos poemas del extinto y famosos poeta local, sobre todo “Marinero en tierra”, instantes en los que Carmen no puede evitar suspirar profundamente. Algunos, sin embargo, piensan que esta actitud de la pareja no es sino una “mise en scène” para los turistas, que en temporada alta se hartan de hacerles fotografías. Iván en esos momentos suele evocar tiempos pasados, en los que frecuentaba el lugar con su padre para pescar róbalos en las inmediaciones de la Caleta, peces de difícil captura allí, pero en los que su progenitor tenía una fe ciega, ya que pensaba que acabarían acudiendo al reclamo de su deseo. Peculiaridades de su idiosincrasia que nunca confesó a su hijo, pensando que con su admiración por las dinastías rusas ya tenía suficiente, y no era cuestión de desnortarle definitivamente. Iván el Oligo tenía, por cierto, otra afición, que él en su fuero interno por razones que nos son ajenas, consideraba más bien un vicio, y era el cine de autor, o como antiguamente se decía de “arte y ensayo”. Para ello asistía devotamente con frecuencia un local ínfimo en las cercanías de Puerta de Tierra, donde se juntaba con algunos intelectuales de ciudad y con otra fauna de difícil definición, aunque corrientemente se les señala como maricas. Son personas con una sensibilidad especial, capaces de captar lo que los estrictamente reproductores no pueden por falta de interés y tiempo, que dedican a labores de otra índole, siendo vistos con frecuencia en las barras de los bares próximos al puerto, o en las zonas donde las casas de citas no son una excepción. Lo que en ocasiones preocupa a este hombre es tener la impresión de que efectivamente “era”, pero de la misma manera “podría no haber sido”, idea que cuando inopinadamente le sorprendía, le hacía dar largos paseos por el Paseo Marítimo mirando al horizonte y pensando en la disolución de la materia. En esos momentos, para salir de tan desazonante situación, se imaginaba a si mismo como el personaje de una obra teatral todavía sin estrenar, lo que le permitía volver a la realidad fácilmente, y terminar pidiendo unas gambas y un vino fino en un garito de mala muerte en las inmediaciones de Cortadura. Continuará 

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