Contra todo
pronóstico, Iván se casó muy joven, aunque a estas alturas ni él mismo tiene
claro porqué lo hizo, si llevado por un estro irrefrenable de las post
adolescencia, o simple y llanamente para disimular su condición de inveterado
solitario. Su esposa es una mujer guapa, morena, con un pelo largo, negro
azabache, envidia de no pocas cantaoras y flamencas del lugar, y admiradora
ciega de su propio marido, con el que sin embargo apenas se ve, a no ser a las
horas de recogida en el domicilio común, pues ambos llevan una vida
independiente que según propia confesión, es lo que les mantiene unidos. No
obstante, en algunas ocasiones, sobre todo con buen tiempo, se les ve juntos
por las balconadas del paseo sobre la bahía, donde, de la mano, contemplan
ensimismados las puestas de sol sobre el mar y sueñan con América, hacia la que
alguna ocasión pensaron partir, aunque finalmente se mantuvieron fieles a su
propia tierra. En esos momentos hay quienes se sorprenden de verlos tan
arrobados a su edad, y les piden dejar fotografiarles, pues piensan tenerlos
cerca para darles ánimos en los momentos de duda de sus propios matrimonios. En
tales ocasiones, Iván, se toca con un gorrito marinero con visera, y a petición
de su mujer recita algunos poemas del extinto y famosos poeta local, sobre todo
“Marinero en tierra”, instantes en los que Carmen no puede evitar suspirar
profundamente. Algunos, sin embargo, piensan que esta actitud de la pareja no
es sino una “mise en scène” para los turistas, que en temporada alta se hartan
de hacerles fotografías. Iván en esos momentos suele evocar tiempos pasados, en
los que frecuentaba el lugar con su padre para pescar róbalos en las
inmediaciones de la Caleta, peces de difícil captura allí, pero en los que su
progenitor tenía una fe ciega, ya que pensaba que acabarían acudiendo al
reclamo de su deseo. Peculiaridades de su idiosincrasia que nunca confesó a su
hijo, pensando que con su admiración por las dinastías rusas ya tenía
suficiente, y no era cuestión de desnortarle definitivamente. Iván el Oligo
tenía, por cierto, otra afición, que él en su fuero interno por razones que nos
son ajenas, consideraba más bien un vicio, y era el cine de autor, o como
antiguamente se decía de “arte y ensayo”. Para ello asistía devotamente con
frecuencia un local ínfimo en las cercanías de Puerta de Tierra, donde se
juntaba con algunos intelectuales de ciudad y con otra fauna de difícil
definición, aunque corrientemente se les señala como maricas. Son personas con
una sensibilidad especial, capaces de captar lo que los estrictamente
reproductores no pueden por falta de interés y tiempo, que dedican a labores de
otra índole, siendo vistos con frecuencia en las barras de los bares próximos
al puerto, o en las zonas donde las casas de citas no son una excepción. Lo que
en ocasiones preocupa a este hombre es tener la impresión de que efectivamente
“era”, pero de la misma manera “podría no haber sido”, idea que cuando
inopinadamente le sorprendía, le hacía dar largos paseos por el Paseo Marítimo
mirando al horizonte y pensando en la disolución de la materia. En esos
momentos, para salir de tan desazonante situación, se imaginaba a si mismo como
el personaje de una obra teatral todavía sin estrenar, lo que le permitía
volver a la realidad fácilmente, y terminar pidiendo unas gambas y un vino fino
en un garito de mala muerte en las inmediaciones de Cortadura. Continuará
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