Tengo un cuerpo, y en ese sentido se puede decir
que soy propietario. No tengo una casa ni un coche que sean verdaderamente
míos, pues vivo de alquiler y estoy pagando el vehículo. Pero mi cuerpo es
ciertamente mío siempre que mis sentidos que, por cierto, le pertenecen, no me
engañen. Por ejemplo, en la cara tengo una boca de la que me sirvo para comer,
beber y para decir lo que se me ocurre, que esa es otra, pues la verdad es que
soy muy reservado y no la abro con frecuencia. Además, en la cara tengo otros
parajes a los que puedo acceder fácilmente con la mano, pero de los que no voy
aquí a dar noticia pues todo el mundo tiene constancia de ello, sobre los que
me lean, que como mínimo han de tener ojos para ello. Pero mi cuerpo, esta
propiedad que me traslada de un sitio a otro (o no, según sean sus aptitudes),
tiene otros lugares que podrían considerarse interesantes en función de quien
los valore. A mí, en principio, no me sobra ninguno, aunque debo confesar que
no todos tienen la misma importancia y que, a decir verdad, en determinadas
ocasiones sería capaz de prescindir de alguno de ellos, si tal cosa fuera
posible y no me produjera trastornos indeseables. Al parecer, desde el punto de
vista de la supervivencia, que según dicen los entendidos es la primera función
que tienen los seres vivos con objeto de seguir vivos, de esta propiedad de la
que vengo hablando, llamada cuerpo, no sobra nada y todas sus funciones son
imprescindibles..
A decir verdad, siendo en mi opinión cierto lo que
hasta ahora se ha dicho, si debo hablar con propiedad, lo que yo, y creo que la
gran mayoría de mis semejantes considera realmente como cuerpo, es lo que con
más precisión llamamos tronco. Unos brazos o unas piernas sueltos por ahí,
aunque nos den pistas de la persona que fuimos, no nos identifican de la misma
manera. Es muy posible que esto sea así porque es en ese lugar donde está el
corazón, esa válvula incesante que nos mantiene con vida, los pulmones que nos
permiten respirar, y las tripas, ese conjunto grimoso de órganos que llenan el
abdomen y el vientre, sobre los que no entraremos en detalles, pero de los que
cualquiera con un mínimo de interés puede enterarse ojeando un libro de
anatomía (aquí, la mano, al menos para el no experto, resultaría más problemática
teniendo en cuenta que dichos órganos son muy diferentes de los ojos, a los que
se aludió más arriba). Claro que posiblemente se trate preferentemente de una
cuestión de volumen y ubicación como parte central del organismo, justificando
la habitual expresión de “tronco” como parte definitoria de cualquier lugar o
teoría. Es impensable que un inspector de policía que encuentre unas piernas
entre unos matorrales, cuando está realizando una inspección en la zona donde
se sospecha que ha acometido un asesinato, diga “he encontrado un cuerpo”, cosa
que posiblemente sí haría si lo que encuentra es un tronco. Este, en resumidas
cuentas, es el pivote sobre el que se articulan las demás partes del organismo,
y más concretamente las extremidades superiores e inferiores, de las que todo
el mundo tiene una somera idea.
Ya sé que llegados aquí, habrá quienes echen de
menos algo que he dejado intencionadamente para el final. Se trata de la
cabeza, un órgano que no es tal, pero que alberga al que sin duda lo es por
antonomasia, el cerebro, cuyo funcionamiento hace que todos los demás puedan
funcionar adecuadamente, y sin cuyo concurso un brazo no haría lo que
normalmente hace, ni lo harían el hígado, los riñones ni los pies, puestos a
decir una mínima parte de los implicados (es decir: de todos). Se sabe que esto
es así porque algunas situaciones azarosas de la vida han demostrado que cuando
ese órgano ha sufrido un percance,
algunas cosas que hacía eso que hemos llamado cuerpo, deja de hacerlas, lo hace
de manera deficiente o hace otras que no le corresponden. También se sabe por
la experiencia de muchos miles de años, y porque, si sufrimos un percance ajeno
a nuestra voluntad o nos clavamos un destornillador en cualquiera de sus partes,
nuestra situación se complicaría hasta límites difíciles de imaginar. O no
tanto, dado que un cerebro en buenas condiciones, tiene una capacidad de
fantasía que para sí quisieran los dromedarios o las zarigüeyas, por mencionar
solo a dos animales muy distintos (aunque ambos mamíferos). El cerebro como
bien saben aquellos que lo tienen, es un órgano singular en doble sentido, el
primero porque es el más complejo y por lo tanto único, y el segundo porque no
está duplicado en absoluto. No tenemos dos cerebros, algo que no podría decirse
de los ojos, las orejas, las manos o los pies, sin ir más lejos. Claro que
algunos miembros de nuestra especie en determinadas ocasiones aseguran ser dos, y lógicamente tres, con el
psiquiatra que les atienda. Es poco frecuente, pero sucede, y que conste que no
estamos hablando de ventrílocuos En otras ocasiones puede suceder lo contrario,
y dos personas perfectamente diferenciadas en cuanto a su morfología aparente,
pueden presentarse como una sola, llevados por una empatía que también puede
encaminarles a medio plazo a una casa de salud.
Soy pues feliz con mi cuerpo, que me permite
actuar con una cantidad prácticamente infinita de variantes, lo que, siendo profundamente
aficionado al circo (sobre todo trapecistas y payasos), me mantiene en un
estado de euforia permanente, algo que, al menos que a mí se me alcance, no les
sucede a los dromedarios ni a las zarigüeyas mencionados más arriba. Del alma,
artefacto que al parecer me acompaña, hablaremos el día que la encuentre. Debe
estar al caer. Estoy en ello.
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