sábado, 19 de noviembre de 2016

EL CORONEL ENANO



Del coronel enano lo que más llamaba la atención de inmediato era efectivamente su estatura, algo que como bien se comprenderá no es de extrañar, acostumbrados como estamos a los héroes militares de ciertas películas, en las que suelen ser interpretados por galanes ya otoñales pero de planta gallarda y, desde luego, una alzada por encima de la media. Si, sin embargo, se piensa en ello con cierto rigor, se verá que las razones no se encuentran en la supuesta idoneidad para el cargo de los buenos mozos, sino en que suelen quedar mejor desde el punto de vista estético en los desfiles y rituales del gremio, algo muy frecuente en cualquiera de los tres ejércitos (o los cuatro si hablamos de estados Unidos y contamos con los Marines).
El coronel Gutiérrez, repito, sorprendía rápidamente por una altura que no debía llegar al uno sesenta, algo que alejándole de los enanos por un margen suficiente, sí apuntaba cierta tendencia, a lo que colaboraba sin duda una cabeza gruesa y unas piernas zambas que lo emparentaban. Sin embargo, poco después de entrar en contacto con él, uno se sentía impresionado por un carácter que para nada hacía recordar al de un disminuido, sino, bien al contrario, al de una persona imbuida de una seguridad en si mismo sobresaliente, y una inteligencia y aplomo fuera de lo habitual. Se podría pensar de buenas a primeras que su conducta autosuficiente y un tanto engreída, no era sino una táctica para camuflar un complejo muy arraigado en su interior debido a sus hechuras, pero un trato habitual con él pronto alejaba esa idea de la cabeza. Era un tipo con unas cualidades profesionales destacadas, y además, un hombre culto en áreas que dejarían perplejo a quien quisiera solo verlo como un soldado distinguido pero medio analfabeto.
El hecho fue, en cualquier caso, que siendo yo teniente, quiso el azar que coincidiera con aquel hombre, que pasó de buenas a primeras a ser el coronel de mi regimiento. Yo, encuadrado en una de las compañías del segundo batallón de la unidad, no tenía habitualmente ningún contacto con él, a no ser en los momentos en los que, por circunstancias debidas al servicio, su presencia era lo natural, como, por ejemplo, en determinados ejercicios en el campo, o la instrucción de orden cerrado previa a algún acontecimiento que debíamos preparar con días e incluso semanas de antelación. En ellos, el coronel enano solía hacer su aparición de una manera inesperada, algo que en principio yo atribuí a una de las prerrogativas debidas a su categoría, pero de lo que pronto alguien me desengañó, puntualizando que se debía a su tendencia innata a aparecer cuando menos se le esperaba, tratando de esta manera de sorprender a las unidades en algún renuncio, para meter mano de inmediato a sus mandos. Era pues, independientemente de sus escasos centímetros, un tipo de armas tomar, con quien había que andarse con pies de plomo, pues tenía un concepto de la autoridad especialmente basado en el criterio de la cantidad de arrestos impuestos por unidad de tiempo. Con estos antecedentes, y siendo yo en esos momentos un estudiante por libre de sociología, me empeñé durante cierto tiempo en realizar un seguimiento de aquel individuo, en cuyas manos estaba mi vida en aquellos momentos, y si no mi vida, ya que los fusilamientos no eran ya en ese momento la norma, sí mi integridad física y psicológica en buena medida. Aprovechaba los momentos libres que tenía para acercarme al bar de Oficiales o las instalaciones del Mando y Estado Mayor, para acercarme a él con discreción, y observar con el mayor detalle posible su comportamiento.
De esta manera pude darme cuenta de ciertos aspectos, que es posible que pasaran inadvertidos para el resto del Regimiento, pero no para mí, que sin que se diera cuenta, pasé a convertirme en una especie de sombra que le acompañaba subrepticiamente a todas partes. Con independencia de la verificación de su escasa estatura y mal café, saqué algunas conclusiones que creo deberían figurar en cualquier ensayo de malos hábitos de la profesión, o en todo caso, de la ineptitud para el desarrollo consecuente del principio de autoridad (que, en su caso, nada tenía que ver con el “imperativo categórico” de Kant). Con tal motivo, a través del conducto reglamentario, acabé solicitando que como teniente más antiguo y de mayor estatura de la unidad, se me encargara de la instrucción y supervisión de la escuadra de gastadores regimental, lo que se me concedió, y me permitió pasar mucho tiempo en las proximidades de tan original personaje. Una de las primeras cosas que pude confirmar, es que  llevaba alzas, aunque tratara de disimularlas a base de confundir el color negro de la goma de los tacones con el del mismo color del cuero de los zapatos, con lo que me quedó claro que con aquel hombre tuvieron que hacer la vista gorda en el examen de ingreso en la academia, pues resultaba evidente que no daba la talla mínima.
Mi trabajo de campo, si tal puede llamarse a mi estudio sobre el terreno de Gutiérrez, abarcaba un mínimo de una hora diaria, ya que la escuadra de gastadores se ubicaba en las proximidades de su despacho, del que salía con frecuencia a echar un rapapolvos al primero que se le pusiera a tiro, especialmente al 2º Jefe y jefe del Estado Mayor, en mi opinión porque era una persona con mejor aspecto, alto y nada cabezón. Estuve encargado de la escuadra de gastadores durante seis meses, en los que tuve tiempo a llegar a ciertas conclusiones que expongo a continuación.
En mi opinión, el coronel enano padecía una suerte de neurosis obsesiva, que le hacía actuar siguiendo determinados impulsos irrefrenables, y que eran los siguientes: afán desmedido por la limpieza, fijación por la simetría y amor la redundancia, que paso a detallar más ampliamente. Sobre la limpieza, lo primero que hay que reseñar es su aspecto más que pulcro, pulimentado, como si acabara de salir de un lavavajillas con abrillantador, a lo que colaboraba un uniforme siempre impecable, recién planchado, con el que debía tener muchos miramientos al sentarse y levantarse, e incluso al caminar, doblando poco las rodillas, y dando la impresión de estar envarado o padecer de artrosis. Quizás exagero, pero, por otro lado, nadie podrá desdecirme de la impresión sorprendente que causaba su escaso pelo, teñido en tonos caoba e ineludiblemente cargado de brillantina, que aproximaba su aspecto a la de un personaje de  vodevil.
De todas maneras,  con ser importante, no era esto (ni siquiera añadiendo el exquisito cuidado que tenía en llevar los zapatos refulgentes y las uñas con manicura), lo más sobresaliente de su obsesión por la limpieza, sino el hecho de no admitir nada que ni remotamente pudiera recordar a un lugar habitado por seres humanos normales y corrientes. Baste, como ejemplo, el hecho de que el cuartel era pintado una y otra vez sin solución de continuidad, pasando del esmalte a la pintura plástica y el enjalbegado según las zonas de que se tratara, y los suelos barridos cada quince minutos mediante los métodos habituales de escoba y fregona. Y bimensualmente tratados con pulidora y abrillantadora los de loseta, y encerados a fondo los de parquet en las zonas nobles, además de una desinfección y desinfectación trimestrales.
Le molestaba hasta límites difícilmente imaginables, que los útiles y enseres de limpieza no fueran asimismo limpiados exhaustivamente. Por ejemplo, la presencia de más de dos colillas en un cenicero, le costó a un oficial de guardia una reprimenda sangrienta, librándose de un arresto disciplinario por un ataque de tos que tuvo a Gutiérrez convulso durante diez minutos, dado el esfuerzo realizado al gritar al oficial lo inadecuado de su conducta. Puede parecer de nuevo una exageración, pero quizás colabore a dar credibilidad a mi relato el hecho de que el día que me presenté ante él para despedirme, y no serían más de diez minutos los que me mantuvo en su despacho, salió tres veces a los aseos para lavarse las manos (lo noté porque cada vez que volvía se las venía sacudiendo: las toallas, incluso propias, debían inquietarle). Otro de los aspectos que aquel periodo en sus proximidades me permitió certificar, fue, como se dijo más arriba, su inusual tendencia a la sobrevaloración de la simetría, algo que se hacía evidente en su exigencia de que fuéramos rapados casi al cero, y que ni un pelo sobresaliera más que otro por debajo de la gorra, ya fuera en el interior del recinto regimental o en el campo. En cierta ocasión, en plena comida de confraternización con otros ejércitos después de una maniobras conjuntas, ordenó al capitán Peláez que fuera a peinarse de inmediato (se trataba de un tipo agitanado con un pelo fosco y rebelde de difícil doma). En la uniformidad también se hacía evidente su querencia por la simetría, exigiendo a todo el mundo un trato parejo a ambas partes del uniforme, hasta el punto de vigilar que nadie llevara las  estrellas o los galones en la bocamanga o las hombreras, disparejos. Asimismo se sabía que veía con buenos ojos (no podía exigirlo) que nadie llevara distintivos o condecoraciones en un lado del uniforme, y en ese sentido él mismo daba ejemplo, y excepto en actos estrictamente oficiales, jamás se colocaba las medallas o los pasadores que le correspondían. En este sentido, puede afirmarse su tendencia a ver el mundo como un lugar compuesto exclusivamente por líneas rectas. Posiblemente era de la opinión que las curvas lo complican todo y exigen el empleo de una geometría y trigonometría mucho más complicadas. Aunque poco creíble, redujo a escombros parte de la muralla del cuartel, que albergaba una hornacina ovoidal con una escultura de la patrona del cuerpo, y lo convirtió en una especie de casamata rectangular, donde, siendo muy devoto, mandó construir otra hornacina cúbica con la virgen susodicha. Era un ser euclidiano: quizás solo se trataba de eso.
El último aspecto reseñable en el coronel enano era, como dije con anterioridad, su desmedida afición a la redundancia, de la que daré solo unos ejemplos. Como ya se dijo antes, su obsesión por la limpieza, hizo que poco después de tomar el mando, el acuartelamiento se viera invadido por toda una colección de objetos cuyo fin era tratar que todo permaneciera inmaculado, especialmente a base de papeleras y ceniceros. Algo, después de todo lógico en quien pretendía que aquel lugar permaneciera más limpio que una patena, pero que podía empezar a chocar cuando sobre cada uno de tales cachivaches hacía escribir el objeto de su cometido. Es decir, sobre cada una de las papeleras estaba escrita la palabra “papelera”, y en uno de los lados de cada uno de los innumerables ceniceros había un letrerito con la palabra “cenicero”. En resumen: la forma y ubicación del objeto no le parecía suficiente. También mandó instalar un buen número de escupideras, que solo retiró a instancias del Comandante Médico, al decirle que aunque la tuberculosis y las afecciones pulmonares eran aún frecuentes, tal hecho no haría sino empeorar las cosas. Incluso en un momento determinado ( y esto enlaza con el primer punto tratado aquí), ante la llegada de ciertos fondos imprevistos para la unidad, encargó una remesa de maquinas limpia-calzado, que instaló en varios lugares estratégicos cerca de la zona donde formaba el personal franco de servicio para salir a la calle, pero que inesperadamente aparecieron cierto día por la mañana totalmente destrozados, sin que, sorprendentemente, el coronel Gutiérrez reaccionara en absoluto (las malas lenguas dijeron entonces que la empresa que le vendió los aparatos –y encargada de sustituirlos- pertenecía a su cuñado, algo que haría la situación más comprensible).
El coronel enano era, como creo que ha quedado demostrado, un personaje singular, que si bien era difícil de tratar con indiferencia, introdujo en nuestras vidas una capacidad por la que es posible que algunos tengamos que estarle agradecidos, por ejemplo, la de inventarnos estrategias para desaparecer en los momentos en los que nuestra vida corre peligro o presente determinados riesgos que no merece la pena soportar. De todas maneras, el día que ascendí a capitán y fui destinado a una batería de costa en Lugo (sobre esto escribiré otro día), me recibió, como dije más arriba, en su despacho y estuvo bastante cordial conmigo, independientemente de que su discurso se viera con frecuencia interrumpido por su compulsión a lavarse las manos cada tres minutos, o echar un rapapolvos inmisericorde a su segundo jefe. Durante ese tiempo, para mi perplejidad me dijo que estaba perfectamente al corriente del estudio al que le había sometido, y que quería darme las gracias, pues nunca nadie le había hecho tanto caso ni le había hecho sentirse tan importante, algo que me agradecía con independencia de mis conclusiones, porque estas le tenían absolutamente sin cuidado, “dada la vigencia en nuestros días de Napoleón” (sic).  En esos momentos para despedirse me alargó la mano, y pude ver en sus ojos una cierta mirada de complacencia y sorna. Era evidente que el coronel enano pretendía que no le olvidara e intentaba que me llevara un recuerdo diáfano de aquel instante y mi estancia en el regimiento, pues cuando solté su mano era evidente que también la mía estaba chorreando.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario