Del coronel
enano lo que más llamaba la atención de inmediato era efectivamente su
estatura, algo que como bien se comprenderá no es de extrañar, acostumbrados
como estamos a los héroes militares de ciertas películas, en las que suelen ser
interpretados por galanes ya otoñales pero de planta gallarda y, desde luego,
una alzada por encima de la media. Si, sin embargo, se piensa en ello con
cierto rigor, se verá que las razones no se encuentran en la supuesta idoneidad
para el cargo de los buenos mozos, sino en que suelen quedar mejor desde el
punto de vista estético en los desfiles y rituales del gremio, algo muy
frecuente en cualquiera de los tres ejércitos (o los cuatro si hablamos de
estados Unidos y contamos con los Marines).
El coronel Gutiérrez,
repito, sorprendía rápidamente por una altura que no debía llegar al uno
sesenta, algo que alejándole de los enanos por un margen suficiente, sí
apuntaba cierta tendencia, a lo que colaboraba sin duda una cabeza gruesa y
unas piernas zambas que lo emparentaban. Sin embargo, poco después de entrar en
contacto con él, uno se sentía impresionado por un carácter que para nada hacía
recordar al de un disminuido, sino, bien al contrario, al de una persona
imbuida de una seguridad en si mismo sobresaliente, y una inteligencia y aplomo
fuera de lo habitual. Se podría pensar de buenas a primeras que su conducta
autosuficiente y un tanto engreída, no era sino una táctica para camuflar un
complejo muy arraigado en su interior debido a sus hechuras, pero un trato
habitual con él pronto alejaba esa idea de la cabeza. Era un tipo con unas
cualidades profesionales destacadas, y además, un hombre culto en áreas que
dejarían perplejo a quien quisiera solo verlo como un soldado distinguido pero
medio analfabeto.
El hecho fue, en
cualquier caso, que siendo yo teniente, quiso el azar que coincidiera con aquel
hombre, que pasó de buenas a primeras a ser el coronel de mi regimiento. Yo,
encuadrado en una de las compañías del segundo batallón de la unidad, no tenía
habitualmente ningún contacto con él, a no ser en los momentos en los que, por
circunstancias debidas al servicio, su presencia era lo natural, como, por
ejemplo, en determinados ejercicios en el campo, o la instrucción de orden
cerrado previa a algún acontecimiento que debíamos preparar con días e incluso
semanas de antelación. En ellos, el coronel enano solía hacer su aparición de
una manera inesperada, algo que en principio yo atribuí a una de las
prerrogativas debidas a su categoría, pero de lo que pronto alguien me
desengañó, puntualizando que se debía a su tendencia innata a aparecer cuando
menos se le esperaba, tratando de esta manera de sorprender a las unidades en
algún renuncio, para meter mano de inmediato a sus mandos. Era pues,
independientemente de sus escasos centímetros, un tipo de armas tomar, con
quien había que andarse con pies de plomo, pues tenía un concepto de la
autoridad especialmente basado en el criterio de la cantidad de arrestos
impuestos por unidad de tiempo. Con estos antecedentes, y siendo yo en esos
momentos un estudiante por libre de sociología, me empeñé durante cierto tiempo
en realizar un seguimiento de aquel individuo, en cuyas manos estaba mi vida en
aquellos momentos, y si no mi vida, ya que los fusilamientos no eran ya en ese
momento la norma, sí mi integridad física y psicológica en buena medida.
Aprovechaba los momentos libres que tenía para acercarme al bar de Oficiales o
las instalaciones del Mando y Estado Mayor, para acercarme a él con discreción,
y observar con el mayor detalle posible su comportamiento.
De esta manera
pude darme cuenta de ciertos aspectos, que es posible que pasaran inadvertidos
para el resto del Regimiento, pero no para mí, que sin que se diera cuenta,
pasé a convertirme en una especie de sombra que le acompañaba subrepticiamente
a todas partes. Con independencia de la verificación de su escasa estatura y
mal café, saqué algunas conclusiones que creo deberían figurar en cualquier
ensayo de malos hábitos de la profesión, o en todo caso, de la ineptitud para
el desarrollo consecuente del principio de autoridad (que, en su caso, nada
tenía que ver con el “imperativo categórico” de Kant). Con tal motivo, a través
del conducto reglamentario, acabé solicitando que como teniente más antiguo y
de mayor estatura de la unidad, se me encargara de la instrucción y supervisión
de la escuadra de gastadores regimental, lo que se me concedió, y me permitió
pasar mucho tiempo en las proximidades de tan original personaje. Una de las
primeras cosas que pude confirmar, es que llevaba alzas, aunque tratara de disimularlas
a base de confundir el color negro de la goma de los tacones con el del mismo
color del cuero de los zapatos, con lo que me quedó claro que con aquel hombre
tuvieron que hacer la vista gorda en el examen de ingreso en la academia, pues
resultaba evidente que no daba la talla mínima.
Mi trabajo de campo,
si tal puede llamarse a mi estudio sobre el terreno de Gutiérrez, abarcaba un
mínimo de una hora diaria, ya que la escuadra de gastadores se ubicaba en las
proximidades de su despacho, del que salía con frecuencia a echar un rapapolvos
al primero que se le pusiera a tiro, especialmente al 2º Jefe y jefe del Estado
Mayor, en mi opinión porque era una persona con mejor aspecto, alto y nada
cabezón. Estuve encargado de la escuadra de gastadores durante seis meses, en
los que tuve tiempo a llegar a ciertas conclusiones que expongo a continuación.
En mi opinión,
el coronel enano padecía una suerte de neurosis obsesiva, que le hacía actuar
siguiendo determinados impulsos irrefrenables, y que eran los siguientes: afán
desmedido por la limpieza, fijación por la simetría y amor la redundancia, que
paso a detallar más ampliamente. Sobre la limpieza, lo primero que hay que
reseñar es su aspecto más que pulcro, pulimentado, como si acabara de salir de
un lavavajillas con abrillantador, a lo que colaboraba un uniforme siempre
impecable, recién planchado, con el que debía tener muchos miramientos al
sentarse y levantarse, e incluso al caminar, doblando poco las rodillas, y
dando la impresión de estar envarado o padecer de artrosis. Quizás exagero,
pero, por otro lado, nadie podrá desdecirme de la impresión sorprendente que
causaba su escaso pelo, teñido en tonos caoba e ineludiblemente cargado de
brillantina, que aproximaba su aspecto a la de un personaje de vodevil.
De todas maneras,
con ser importante, no era esto (ni
siquiera añadiendo el exquisito cuidado que tenía en llevar los zapatos
refulgentes y las uñas con manicura), lo más sobresaliente de su obsesión por
la limpieza, sino el hecho de no admitir nada que ni remotamente pudiera
recordar a un lugar habitado por seres humanos normales y corrientes. Baste,
como ejemplo, el hecho de que el cuartel era pintado una y otra vez sin
solución de continuidad, pasando del esmalte a la pintura plástica y el
enjalbegado según las zonas de que se tratara, y los suelos barridos cada
quince minutos mediante los métodos habituales de escoba y fregona. Y
bimensualmente tratados con pulidora y abrillantadora los de loseta, y encerados
a fondo los de parquet en las zonas nobles, además de una desinfección y
desinfectación trimestrales.
Le molestaba
hasta límites difícilmente imaginables, que los útiles y enseres de limpieza no
fueran asimismo limpiados exhaustivamente. Por ejemplo, la presencia de más de
dos colillas en un cenicero, le costó a un oficial de guardia una reprimenda
sangrienta, librándose de un arresto disciplinario por un ataque de tos que
tuvo a Gutiérrez convulso durante diez minutos, dado el esfuerzo realizado al
gritar al oficial lo inadecuado de su conducta. Puede parecer de nuevo una
exageración, pero quizás colabore a dar credibilidad a mi relato el hecho de
que el día que me presenté ante él para despedirme, y no serían más de diez
minutos los que me mantuvo en su despacho, salió tres veces a los aseos para
lavarse las manos (lo noté porque cada vez que volvía se las venía sacudiendo:
las toallas, incluso propias, debían inquietarle). Otro de los aspectos que
aquel periodo en sus proximidades me permitió certificar, fue, como se dijo más
arriba, su inusual tendencia a la sobrevaloración de la simetría, algo que se
hacía evidente en su exigencia de que fuéramos rapados casi al cero, y que ni
un pelo sobresaliera más que otro por debajo de la gorra, ya fuera en el interior
del recinto regimental o en el campo. En cierta ocasión, en plena comida de
confraternización con otros ejércitos después de una maniobras conjuntas,
ordenó al capitán Peláez que fuera a peinarse de inmediato (se trataba de un
tipo agitanado con un pelo fosco y rebelde de difícil doma). En la uniformidad
también se hacía evidente su querencia por la simetría, exigiendo a todo el
mundo un trato parejo a ambas partes del uniforme, hasta el punto de vigilar
que nadie llevara las estrellas o los
galones en la bocamanga o las hombreras, disparejos. Asimismo se sabía que veía
con buenos ojos (no podía exigirlo) que nadie llevara distintivos o
condecoraciones en un lado del uniforme, y en ese sentido él mismo daba ejemplo,
y excepto en actos estrictamente oficiales, jamás se colocaba las medallas o
los pasadores que le correspondían. En este sentido, puede afirmarse su
tendencia a ver el mundo como un lugar compuesto exclusivamente por líneas
rectas. Posiblemente era de la opinión que las curvas lo complican todo y
exigen el empleo de una geometría y trigonometría mucho más complicadas. Aunque
poco creíble, redujo a escombros parte de la muralla del cuartel, que albergaba
una hornacina ovoidal con una escultura de la patrona del cuerpo, y lo
convirtió en una especie de casamata rectangular, donde, siendo muy devoto,
mandó construir otra hornacina cúbica con la virgen susodicha. Era un ser
euclidiano: quizás solo se trataba de eso.
El último
aspecto reseñable en el coronel enano era, como dije con anterioridad, su
desmedida afición a la redundancia, de la que daré solo unos ejemplos. Como ya
se dijo antes, su obsesión por la limpieza, hizo que poco después de tomar el
mando, el acuartelamiento se viera invadido por toda una colección de objetos
cuyo fin era tratar que todo permaneciera inmaculado, especialmente a base de
papeleras y ceniceros. Algo, después de todo lógico en quien pretendía que
aquel lugar permaneciera más limpio que una patena, pero que podía empezar a
chocar cuando sobre cada uno de tales cachivaches hacía escribir el objeto de
su cometido. Es decir, sobre cada una de las papeleras estaba escrita la
palabra “papelera”, y en uno de los lados de cada uno de los innumerables
ceniceros había un letrerito con la palabra “cenicero”. En resumen: la forma y
ubicación del objeto no le parecía suficiente. También mandó instalar un buen
número de escupideras, que solo retiró a instancias del Comandante Médico, al
decirle que aunque la tuberculosis y las afecciones pulmonares eran aún
frecuentes, tal hecho no haría sino empeorar las cosas. Incluso en un momento
determinado ( y esto enlaza con el primer punto tratado aquí), ante la llegada
de ciertos fondos imprevistos para la unidad, encargó una remesa de maquinas
limpia-calzado, que instaló en varios lugares estratégicos cerca de la zona
donde formaba el personal franco de servicio para salir a la calle, pero que
inesperadamente aparecieron cierto día por la mañana totalmente destrozados,
sin que, sorprendentemente, el coronel Gutiérrez reaccionara en absoluto (las
malas lenguas dijeron entonces que la empresa que le vendió los aparatos –y
encargada de sustituirlos- pertenecía a su cuñado, algo que haría la situación
más comprensible).
El coronel enano
era, como creo que ha quedado demostrado, un personaje singular, que si bien
era difícil de tratar con indiferencia, introdujo en nuestras vidas una
capacidad por la que es posible que algunos tengamos que estarle agradecidos,
por ejemplo, la de inventarnos estrategias para desaparecer en los momentos en
los que nuestra vida corre peligro o presente determinados riesgos que no
merece la pena soportar. De todas maneras, el día que ascendí a capitán y fui
destinado a una batería de costa en Lugo (sobre esto escribiré otro día), me
recibió, como dije más arriba, en su despacho y estuvo bastante cordial
conmigo, independientemente de que su discurso se viera con frecuencia
interrumpido por su compulsión a lavarse las manos cada tres minutos, o echar
un rapapolvos inmisericorde a su segundo jefe. Durante ese tiempo, para mi
perplejidad me dijo que estaba perfectamente al corriente del estudio al que le
había sometido, y que quería darme las gracias, pues nunca nadie le había hecho
tanto caso ni le había hecho sentirse tan importante, algo que me agradecía con
independencia de mis conclusiones, porque estas le tenían absolutamente sin
cuidado, “dada la vigencia en nuestros días de Napoleón” (sic). En esos momentos para despedirse me alargó la
mano, y pude ver en sus ojos una cierta mirada de complacencia y sorna. Era evidente
que el coronel enano pretendía que no le olvidara e intentaba que me llevara un
recuerdo diáfano de aquel instante y mi estancia en el regimiento, pues cuando
solté su mano era evidente que también la mía estaba chorreando.
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