Pienso en “cielo” y “lluvia”, por ejemplo, y
comprendo con toda precisión su significado y sentido, pero soy incapaz de ver
entre ambos conceptos ninguna relación. Y lo mismo me sucede con “piedra” y
“tierra” o “madre” e “hijo”, por no mencionar otros. Las palabras acuden a mi
mente como unidades inconexas, meteoritos desprendidos de los espacios
siderales obedeciendo a una gravedad desconocida. Diamantes sin carbono, por
raro que parezca.
Cuando juego al tenis (y lo mismo me sucede con
otras actividades) llevo hasta su límite al paradigma del caballo y su jinete
(o del arquero y la flecha) y me identifico con la raqueta hasta límites que
sin duda bordean lo patológico, pues no sería la primera vez que, finalizado el
partido, trato de meterme en su funda.
La desamortización de Mendizábal siempre me tuvo
sin cuidado, algo sin embargo sorprendente sabiendo mis aficiones a los
registros del catastro y al mero hecho de considerarme un fervoroso cristiano.
Debo pues revisar los que hasta hoy he considerado mis puntos de referencia y
mis valores esenciales. Quizás soy un ser más etéreo de lo que me creía, y
habite más cerca del aire y las nubes que de la tierra. Y del espíritu del Tao.
Sé que utiliza gafas con la finalidad de hacer
creer a los demás que tienes problemas con la vista y que tratas de corregirlos
con tal artilugio. Pero a mí no me engaña, pues pronto pude darme cuenta de que,
en realidad, ella solo es capaz de mirar hacia adentro de sí misma, siendo por
tanto únicamente consciente de su córnea, iris, cristalino, pupila y retina. Y
a duras penas de la corteza prefrontal de su cerebro.
Su introversión habitual es una artimaña con la
que trata de ocultar una vida licenciosa que oculta a los demás. Pocos sabemos
que apenas anochecido el día, sale de casa y frecuenta tugurios y lupanares
remotos, en los que es conocido por todo lo contrario. La putas se lo rifan y
rodeado de una turba de admiradores se explaya sobre las virtudes de la
extroversión y de lo que vulgarmente se conoce como “darle a la sin hueso”.
Miro las gafas sobre la mesa con la melancolía con
la que se ve lo que una vez fue propio y ya no nos pertenece. Ese dolor agudo
que a veces nos embarga cuando evocamos momentos de nuestro pasado que ya no
volverán, y en los que fuimos felices. Sin embargo, pudiera suceder que las
gafas sean otra cosa y desprovisto de ellas lo que veo sobre la mesa sea algo
muy diferente. Tal vez un tubo de aspirinas o una pluma estilográfica. Es esta
una cualidad que los hipermétropes y los présbitas debiéramos considerar y
quien sabe si tener a gala.
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