Por qué aquél
hombre me miraba de aquella manera es algo que ya nunca sabré. Es posible que
llegara a sus oídos que yo no era un cristiano fervoroso, o que supiera que el
principio de autoridad era algo que en un momento dado yo podía poner en
cuestión. Comoquiera que sea, el hecho
es que al poco de conocernos, creí percibir en él una animadversión que no
llegaba a comprender, pero que, no
obstante, trataba de contrarrestar con simpatía e incluso actitudes complacientes,
que, por lo visto, no servían para nada o más bien al contrario, aún le
molestaban más, si uno ha de fiarse de
los gestos y ademanes despectivos que en tales momentos parecían arreciar de su
parte. Estuve a punto de sincerarme y preguntarle llanamente si había algo en
mí que le desagradaba de forma especial, a pesar de mis esfuerzos por
sintonizar con él. Pero era inútil, y no solo eso, sino que mi humillante y
forzada zalamería parecían herirle aún más. Gestos afectuosos, cómplices o benevolentes
con la zafiedad de sus manifestaciones, parecían llevarle a un paroxismo de
agresividad, como si de alguna manera, buscara un enfrentamiento directo que mi
actitud y grado no le permitía.
Era un hombre
fuerte, de complexión atlética, con un cuello robusto que se zambullía de
inmediato en unos hombros que parecían estar a punto de reventar las costuras
de su chaqueta. Movía la cabeza girando los hombros, como si estuviese aquejado
de una especie de tortícolis permanente, lo que al tiempo que le daba un aire
de robot, le imbuía de un hieratismo amenazador: no era solo su cabeza, sino
todo su cuerpo, es decir su ser entero, el que parecía ponerse alerta ante la
menor señal de peligro. Su mirada, un tanto inexpresiva, tras unos vulgares ojos
marrones, sorprendentemente parecía tener algo de risueña, pero no en el
sentido de alegre o confiada, sino apuntando una desconfianza absolutamente
inmune a cualquier maniobra del otro. Era, si puede llamársele así, un ser
blindado, inaccesible, para el que el menor intento de acercamiento suponía una
amenaza, que él debía de inmediato rechazar, como si la mera aproximación
física le provocara un rechazo absoluto. Los días que estaba de guardia
redoblaba las características de su actitud habitual, adquiriendo un aspecto que
no difería mucho del tantas veces representado minotauro, sobre todo en versión
picassiana, en la que a una virilidad desmedida se añade una mirada seductora, impropia
de estos fenómenos griegos e ibéricos. Se paseaba inquieto por el Cuerpo de
Guardia, dispuesto a hacerse con una presa a la menor oportunidad, algo que
solía fomentar con ardides propias de sus años de profesión, que hacían caer en
la trampa a los más ingenuos. Era típico, por ejemplo, el que adoptase una
actitud transigente y benévola, y que de pronto cambiase súbitamente, adquiriendo
una agresividad fuera de contexto, en la que el afectado podía sentirse
amenazado por el hecho de haber cometido una infracción mínima, o incluso
ninguna, pues también era ducho en inventarse agravios totalmente ficticios.
En algunas ocasiones,
sin embargo, observé en él unas puestas
en jarras y contoneos que a mi modo de ver podían calificarse de chocantes, pues
aunque solo fuera durante unos segundos transmitía una imagen muy diferente de
la que pretendía dar. Tenía, según observé con frecuencia en el comedor, unas maneras de mesa realmente exquisitas, no
solo en los gestos con los que
acompañaba la comida, sino incluso en el delicadísimo trato que parecía
mantener con la misma, masticando lenta y ceremoniosamente y paladeando
cualquier insignificancia, como si no quisiera perderse el menor matiz de su
sabor y textura. Su relación con los cubiertos era también de una delicadeza
abrumadora, teniendo en cuenta, además, que se trataba de piezas nada especiales,
virando a vulgares. Su forma de cogerlos y manejarlos podía recordar a un
melómano el empleo sosegado que un director de orquesta hace de la batuta
durante un adagio. Al tomar café no faltaba el famoso paradigma de la cursilería,
con el meñique alzado, momento en el que sabiéndose objeto de posibles chanzas,
miraba a su alrededor con gesto desafiante. Creía representar a un prototipo en
extinción, pues, aunque proveniente de capas sociales inferiores, tuvo desde
niño la convicción de pertenecer a una aristocracia personalista, negada sin
embargo, a su parecer, a otros procedentes
de alta cuna, por mucho que creyeran representarla. Es posible que en algún
momento llegara a pensar que con él podía iniciarse un nuevo linaje, dando
lugar a una estirpe que volvería “a poner las cosas en su sitio”, como solía
repetir, aunque no pudiera precisar con exactitud a qué cosas ni de qué sitio se trataba. En el fondo no era
sino una reivindicación de sí mismo, y su permanente decisión a ocupar el lugar
que le correspondía, que en ningún caso era el de un oficial de segunda
categoría, que es lo que verdaderamente era.
Pero las cosas
raramente suceden como uno prevé, ni siquiera como otros prevén que nos
sucederán, por eso me quedé de piedra, a la vuelta de aquél verano, cuando el jefe
de cocina me dijo que le había visto en Galdácano durante las vacaciones, en
una situación bastante sorprendente, incluso embarazosa. Al insistirle en que
me lo contara, me dijo que, ya de noche, volviendo a la pensión dónde él se
alojaba, vio acercarse bajo la penumbra de las farolas a un grupo de gente
joven, y que al estar ya próximos, reconoció sin duda alguna a don Atilano entre dos mocetones que
parecían llevarlo en volandas entre arrumacos, caídas de ojos y otros ajetreos.
“Me quedé perplejo-continuó-y al volverme para verificar aquella especie de
aparición, no tuve ninguna duda de que era él, que había añadido a sus andares
marciales del cuartel las hechuras de un merengue”. Esta confidencia cobró todavía
mas verosimilitud cuando en los días posteriores nuestro hombre no se presentó,
y se hizo más creíble al saberse que días atrás había solicitado la baja
definitiva del Cuerpo. Esto sí me extrañó, pues por lo menos, podría haber
alegado un estado de salud precario o cualquier otra justificación que le
permitiese seguir percibiendo algún tipo de emolumentos del Estado. Pero tales,
y no otros, fueron los hechos.Ahora quedaba claro que su mirada desafiante y
agresiva no respondía al hecho de que yo no fuera suficientemente cristiano o subestimase el
principio de autoridad, sino a que debía sospechar que sabía algo de su
personalidad oculta, y redoblaba sus
esfuerzos para disimularla, haciendo de este modo uso de un antiguo mecanismo
de defensa, que le llevaba a una sobreactuación improcedente.
Años después me
llego la noticia de su fallecimiento a causa de una cirrosis en su casa natal
de Ribadeo, en Lugo. Parece ser que
durante esos años había montado una cadena de casas de citas por todo el norte
de la península, mientras él se dedicaba a llevar una vida errante, viajando
continuamente por la zona para inspeccionar la marcha del negocio, que era una
red de cierta entidad que sacaban adelante varios encargados elegidos entre su
gente de confianza, algunos incluso antiguos subordinados. Al mismo tiempo, se
desinhibió totalmente e hizo ver orgulloso su condición, optando por el clan de
“los osos”, y paseando orgulloso por las provincias del Norte, siempre
acompañado, pilotando una espectacular Harley Davidson plateada, embutido en
un traje de cuero negro, con o sin chupa,
según las estaciones. Debió llegar un momento, sin embargo, en que le asaltó la
flagrante contradicción entre el “ser” y el “querer ser”, cuando sintió que no
era compatible su vida actual y su antigua pretensión de dar lugar a una nueva
dinastía de hombres superiores, lo que le llevo a un desmesurado consumo de
licores espirituosos de todo tipo, de los que solo apreciaba su cualidad de
llevarle de forma casi inmediata a paraísos que no eran de este mundo, pero en
los que podía conjugar las contradicciones que le asediaban. Su hígado no
resistió y tras un corto periodo, la enfermedad decidió poner fin a tal
dicotomía.
De todo esto
hablé poco tiempo después con Rafael, el Encargado de las Actividades
Culturales de la Unidad, una nueva sección creada recientemente con objeto de
dar una nueva imagen de la institución, para que sus integrantes pudieran
encauzar sus aptitudes intelectuales y artísticas. Se trataba de un hombre
sensible y de gran cultura, de aspecto bonancible por sus modales y cuyo físico
no dejaba lugar a dudas de su afición al buen yantar y el sedentarismo que
requiere la lectura prolongada. Coincidió con Atilano en los últimos tiempos de
este en la unidad, y me contaba que habían tenido varios altercados en los que
se consideró injustamente tratado e incluso vilipendiado, pues había sido
tachado de inepto e incluso insultado. “Usted no es más que un gordo repelente”,
me dijo que le llego a decir, de lo que no quiso informar por el temor que el
otro le infundía, y por ser un espíritu excesivamente sensible para el lugar
donde se ganaba la vida. Rafael me dijo que no le extrañaba el triste final de
Atilano, pues la gente violenta suele ser víctima de descarríos que no pueden
controlar, llevados por su carácter irascible y fácilmente enajenable, siempre
dispuesta al estallido y los cambios bruscos de carácter. En cualquier caso, yo
no quise matizar su opinión sabiendo lo que ya sabía.
Fue entonces
cuando pude conocer a este hombre a quién traté también durante cierto tiempo. Era
una persona sosegada, de gestos lentos y despaciosos y de hablar pausado, no
estoy si seguro si debido a su carácter, o muy influenciado por su enorme humanidad, que
le hacía moverse lenta y torpemente. Su rostro era sin duda un claro ejemplo
del decir popular, pues sin duda era el reflejo de su alma bondadosa. Un tanto
hinchado y coronado por una mata de pelo
grasiento, siempre muy repeinado,
y unos ojos acuosos y bastante saltones de los que llamaba la atención su color
indefinido, casi traslúcidos, que en ocasiones hacían recordar a los de Borges,
fantasía rápidamente desbaratada, pues en ningún otro aspecto se le parecía si
no fuera en su amor a la literatura. Además su acento marcadamente madrileño
desmentía inmediatamente el deje lunfardo y porteño del bonaerense. En ciertas
ocasiones, en algún momento que tenía libre visitaba la biblioteca y me
entretenía charlando con Rafael, que me ponía al corriente de las últimas
novedades literarias, y de esta manera me fueron llegando noticias de su vida. Al
parecer era perito industrial reciclado que hacía tiempo había entrado a formar
parte de la Maestranza, donde pronto se dieron cuenta que de industrial en
sentido estricto tenía poco, y le habían desviado hacia destinos más acordes
con su carácter y aficiones, como el actual. Después del trabajo, se dedicaba a
la venta de libros a domicilio, especialmente de colecciones, una de las cuales,
por cierto, el ”Diccionario Literario Bompiani”, llegó a venderme. Me enteré
así de sus aficiones por la literatura clásica española del Siglo de Oro, y por
los naturalistas franceses Balzac, Zola, etc…De todas formas tuve la sensación
que más que de un lector empedernido, se trataba de un ávido lector de solapas,
lo que hacía que las historias se le acabaran entremezclando y que por ejemplo
metiera a Jean Valjean entre los personajes de Flaubert, etc. Mantuvimos
nuestra relación bastante tiempo y nos vimos de vez en cuando fuera del trabajo,
dónde continuábamos nuestras charlas humanistas, por decirlo de algún modo, pues
era muy poco dado a hacerme partícipe de su vida personal de la sabía poco más
de que era soltero y vivía sólo. Un día inopinadamente, después de unas bromas
me confesó que era virgen, que el sexo
no había tenido para él la mínima importancia, que comprendía que era raro, pero
que las únicas mujeres que habían existido para él eran su madre y la Virgen
María. No me sorprendió. Su devoción y entrega a la iglesia era evidente y
enseguida uno se percataba de ello, era de misa diaria. Lo de las mujeres era
menos evidente, sobre todo al observar, como yo había hecho, las atenciones que
dedicaba a Luisa, su joven ayudante, que tenía en la biblioteca por horas. Poco
después, sin embargo, alguien que le conocía desde hacía tiempo me dijo que la
relación con su madre era algo obsesivo, llegando a la devoción. Al parecer, cuando
falleció, en el momento de ser inhumada en el cementerio tuvo lugar un
incidente que a punto estuvo de agravar el drama. Rafael, por increíble que
parezca, se lanzó entre sollozos a la fosa, originando un revuelo y confusión
inimaginables, pues se hizo una brecha de consideración y hubo de ser evacuado
a las Urgencias de un hospital cercano.
Pero si a alguna
conclusión llegué después de todas aquellas charlas, era la de que Rafael se
consideraba primordialmente un patriota. Aunque yo trataba de introducir en sus
emociones un poco de racionalidad, sin duda llevado por las mías o por mi
ausencia de tales, él tenía tan arraigadas las creencias en determinados
valores, que era inútil mi esfuerzo. Su pasión principal era la bandera, ante
la que mostraba tal adoración, que de una forma espontánea cuando veía reunidos
lo colores de la enseña patria, aunque fuera de una forma totalmente casual, no
podía impedir que se le escapase una lágrima. La aleatoriedad, en estas
ocasiones no tenía sentido para él, y más allá de la reunión casual de los
colores patrios, él se sentía embargado por un sentimiento avasallador que le
hacían reunir en tal visión los valores más profundos que albergaba su corazón:
madre, patria y religión.
Sorprendentemente,
un día me confesó que, aparte de sus creencias de orden superior, se sentía
atraído por otras aficiones de carácter totalmente mundano, como eran el bingo
y los casinos de juego, dónde dejaba buena parte de su sueldo, y que en
ocasiones, le originaban problemas de deudas, empeñando incluso objetos preciosos que guardaba en su casa
como recuerdo de su madre. No podía hacer nada al respecto, y el trato con
curas y psicólogos había resultado inútil, pues ni las admoniciones de los
primeros ni los intimidantes métodos conductistas de los segundos lograban
aliviarle. El juego, con el azar que implica, suponía para él un estímulo equiparable a la
existencia del jamón ibérico, el queso manchego curado y la miel de la
Alcarria, alimentos sin los cuáles consideraba vacío el mero hecho de existir. Porque
este era un aspecto, que, aún no considerado hasta aquí, constituía el pilar
sobre el que se edificaba nuestro triste peregrinar en este mundo. Verle comer,
cosa no sencilla en la medida que solía esconderse por razones que ahora me
resultan claras, era todo un espectáculo, pues contrariamente al difunto Atilano,
en esos momentos dejaba de lado toda inhibición y procedía como un auténtico
Pantagruel. Para empezar, antes del primer plato, se dedicaba al manoseo
indiscriminado de los cubiertos, a los que cambiaba de lugar continuamente, o sobaba
desconsideradamente. Bebía la cerveza que habitualmente tomaba antes de empezar,
sorbiéndola con gran estruendo, presa de una avidez que no había hecho sino
empezar, pues era con el primer plato cuando la representación adquiría
caracteres de epopeya. Con este plato, que siempre elegía de cuchara, mojaba grandes trozos de pan, arrancados de su
ración con una especie de desgarramiento compulsivo, para, a continuación, como
ya pasara con la cerveza, sorberlos con ruido y tragarlos casi sin respirar. Con
el segundo solía ser mas moderado, pues el empleo de cuchillo y tenedor le
imponían ciertas cautelas, aunque no sería la primera vez que utilizase las
manos para sujetar un filete o un pescado para llevárselo a la boca.
Con el desayuno,
se andaba con mayores miramientos, pues siempre utilizaba sacarina que, como prólogo, resultaba alentador, previéndose una ingesta
frugal. Pero tal cosa no resultaba cierta en absoluto, pues aunque desechaba la
margarina, la mantequilla y la
bollería variada, pedía como mínimo una docena de galletas corrientes, y
solía repetir como mínimo con otra media docena. Es decir: se engañaba. Y el lo
sabía pero era incapaz de modificar sus hábitos a pesar de no bajar nunca de
los ciento veinte kilos, pese a ser de estatura media. Esporádicamente se
sometía a algún tipo de régimen que no mantenía más allá de una semana, pues
entraba ipso facto en una grave depresión de la que sólo se recuperaba
volviendo a comer a su antojo. Otras veces se hacía internar en el hospital, del
que salía más delgado, pero macilento, recomenzando de inmediato el ciclo
anterior.
Tal desbarajuste
en sus comidas y en su peso empezó a afectarle al corazón. La última vez que le
vi fue el día en que se fue de baja con dificultades respiratorias. Nunca
volvió. Tiempo después me enteré de que había fallecido a consecuencia de un
infarto en el hospital tras ser recogido de su domicilio por las asistencias
del Samur. Fue demasiado tarde. En su casa, según me contaron, solo encontraron
un miserable camastro en donde dormía y al lado su uniforme sobre una silla. Los armarios vacíos, la
cocina llena de cacharros sucios y una habitación enorme repleta de cajas de
puré vacías. Así debieron transcurrir los últimos días en la vida de mi amigo
Rafael.
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