sábado, 19 de noviembre de 2016

ATILANO Y RAFAEL



Por qué aquél hombre me miraba de aquella manera es algo que ya nunca sabré. Es posible que llegara a sus oídos que yo no era un cristiano fervoroso, o que supiera que el principio de autoridad era algo que en un momento dado yo podía poner en cuestión. Comoquiera que sea, el  hecho es que al poco de conocernos, creí percibir en él una animadversión que no llegaba a comprender, pero que,  no obstante, trataba de contrarrestar con simpatía e incluso actitudes complacientes, que, por lo visto, no servían para nada o más bien al contrario, aún le molestaban más,  si uno ha de fiarse de los gestos y ademanes despectivos que en tales momentos parecían arreciar de su parte. Estuve a punto de sincerarme y preguntarle llanamente si había algo en mí que le desagradaba de forma especial, a pesar de mis esfuerzos por sintonizar con él. Pero era inútil, y no solo eso, sino que mi humillante y forzada zalamería parecían herirle aún más. Gestos afectuosos, cómplices o benevolentes con la zafiedad de sus manifestaciones, parecían llevarle a un paroxismo de agresividad, como si de alguna manera, buscara un enfrentamiento directo que mi actitud y grado no le permitía.
Era un hombre fuerte, de complexión atlética, con un cuello robusto que se zambullía de inmediato en unos hombros que parecían estar a punto de reventar las costuras de su chaqueta. Movía la cabeza girando los hombros, como si estuviese aquejado de una especie de tortícolis permanente, lo que al tiempo que le daba un aire de robot, le imbuía de un hieratismo amenazador: no era solo su cabeza, sino todo su cuerpo, es decir su ser entero, el que parecía ponerse alerta ante la menor señal de peligro. Su mirada, un tanto inexpresiva, tras unos vulgares ojos marrones, sorprendentemente parecía tener algo de risueña, pero no en el sentido de alegre o confiada, sino apuntando una desconfianza absolutamente inmune a cualquier maniobra del otro. Era, si puede llamársele así, un ser blindado, inaccesible, para el que el menor intento de acercamiento suponía una amenaza, que él debía de inmediato rechazar, como si la mera aproximación física le provocara un rechazo absoluto. Los días que estaba de guardia redoblaba las características de su actitud habitual, adquiriendo un aspecto que no difería mucho del tantas veces representado minotauro, sobre todo en versión picassiana, en la que a una virilidad desmedida se añade una mirada seductora, impropia de estos fenómenos griegos e ibéricos. Se paseaba inquieto por el Cuerpo de Guardia, dispuesto a hacerse con una presa a la menor oportunidad, algo que solía fomentar con ardides propias de sus años de profesión, que hacían caer en la trampa a los más ingenuos. Era típico, por ejemplo, el que adoptase una actitud transigente y benévola, y que de pronto cambiase súbitamente, adquiriendo una agresividad fuera de contexto, en la que el afectado podía sentirse amenazado por el hecho de haber cometido una infracción mínima, o incluso ninguna, pues también era ducho en inventarse agravios totalmente ficticios.  
En algunas ocasiones, sin embargo,  observé en él unas puestas en jarras y contoneos que a mi modo de ver podían calificarse de chocantes, pues aunque solo fuera durante unos segundos transmitía una imagen muy diferente de la que pretendía dar. Tenía, según observé con frecuencia en el comedor,  unas maneras de mesa realmente exquisitas, no solo en los gestos  con los que acompañaba la comida, sino incluso en el delicadísimo trato que parecía mantener con la misma, masticando lenta y ceremoniosamente y paladeando cualquier insignificancia, como si no quisiera perderse el menor matiz de su sabor y textura. Su relación con los cubiertos era también de una delicadeza abrumadora, teniendo en cuenta, además, que se trataba de piezas nada especiales, virando a vulgares. Su forma de cogerlos y manejarlos podía recordar a un melómano el empleo sosegado que un director de orquesta hace de la batuta durante un adagio. Al tomar café no faltaba el famoso paradigma de la cursilería, con el meñique alzado, momento en el que sabiéndose objeto de posibles chanzas, miraba a su alrededor con gesto desafiante. Creía representar a un prototipo en extinción, pues, aunque proveniente de capas sociales inferiores, tuvo desde niño la convicción de pertenecer a una aristocracia personalista, negada sin embargo, a su parecer,  a otros procedentes de alta cuna, por mucho que creyeran representarla. Es posible que en algún momento llegara a pensar que con él podía iniciarse un nuevo linaje, dando lugar a una estirpe que volvería “a poner las cosas en su sitio”, como solía repetir, aunque no pudiera precisar con exactitud a qué cosas ni  de qué sitio se trataba. En el fondo no era sino una reivindicación de sí mismo, y su permanente decisión a ocupar el lugar que le correspondía, que en ningún caso era el de un oficial de segunda categoría, que es lo que verdaderamente era.
Pero las cosas raramente suceden como uno prevé, ni siquiera como otros prevén que nos sucederán, por eso me quedé de piedra, a la vuelta de aquél verano, cuando el jefe de cocina me dijo que le había visto en Galdácano durante las vacaciones, en una situación bastante sorprendente, incluso embarazosa. Al insistirle en que me lo contara, me dijo que, ya de noche, volviendo a la pensión dónde él se alojaba, vio acercarse bajo la penumbra de las farolas a un grupo de gente joven, y que al estar ya próximos, reconoció sin duda alguna  a don Atilano entre dos mocetones que parecían llevarlo en volandas entre arrumacos, caídas de ojos y otros ajetreos. “Me quedé perplejo-continuó-y al volverme para verificar aquella especie de aparición, no tuve ninguna duda de que era él, que había añadido a sus andares marciales del cuartel las hechuras de un merengue”. Esta confidencia cobró todavía mas verosimilitud cuando en los días posteriores nuestro hombre no se presentó, y se hizo más creíble al saberse que días atrás había solicitado la baja definitiva del Cuerpo. Esto sí me extrañó, pues por lo menos, podría haber alegado un estado de salud precario o cualquier otra justificación que le permitiese seguir percibiendo algún tipo de emolumentos del Estado. Pero tales, y no otros, fueron los hechos.Ahora quedaba claro que su mirada desafiante y agresiva no respondía al hecho de que yo no fuera  suficientemente cristiano o subestimase el principio de autoridad, sino a que debía sospechar que sabía algo de su personalidad oculta,  y redoblaba sus esfuerzos para disimularla, haciendo de este modo uso de un antiguo mecanismo de defensa, que le llevaba a una sobreactuación improcedente.
Años después me llego la noticia de su fallecimiento a causa de una cirrosis en su casa natal de Ribadeo,  en Lugo. Parece ser que durante esos años había montado una cadena de casas de citas por todo el norte de la península, mientras él se dedicaba a llevar una vida errante, viajando continuamente por la zona para inspeccionar la marcha del negocio, que era una red de cierta entidad que sacaban adelante varios encargados elegidos entre su gente de confianza, algunos incluso antiguos subordinados. Al mismo tiempo, se desinhibió totalmente e hizo ver orgulloso su condición, optando por el clan de “los osos”, y paseando orgulloso por las provincias del Norte, siempre acompañado, pilotando una espectacular Harley Davidson plateada, embutido en un  traje de cuero negro, con o sin chupa, según las estaciones. Debió llegar un momento, sin embargo, en que le asaltó la flagrante contradicción entre el “ser” y el “querer ser”, cuando sintió que no era compatible su vida actual y su antigua pretensión de dar lugar a una nueva dinastía de hombres superiores, lo que le llevo a un desmesurado consumo de licores espirituosos de todo tipo, de los que solo apreciaba su cualidad de llevarle de forma casi inmediata a paraísos que no eran de este mundo, pero en los que podía conjugar las contradicciones que le asediaban. Su hígado no resistió y tras un corto periodo, la enfermedad decidió poner fin a tal dicotomía.
De todo esto hablé poco tiempo después con Rafael, el Encargado de las Actividades Culturales de la Unidad, una nueva sección creada recientemente con objeto de dar una nueva imagen de la institución, para que sus integrantes pudieran encauzar sus aptitudes intelectuales y artísticas. Se trataba de un hombre sensible y de gran cultura, de aspecto bonancible por sus modales y cuyo físico no dejaba lugar a dudas de su afición al buen yantar y el sedentarismo que requiere la lectura prolongada. Coincidió con Atilano en los últimos tiempos de este en la unidad, y me contaba que habían tenido varios altercados en los que se consideró injustamente tratado e incluso vilipendiado, pues había sido tachado de inepto e incluso insultado. “Usted no es más que un gordo repelente”, me dijo que le llego a decir, de lo que no quiso informar por el temor que el otro le infundía, y por ser un espíritu excesivamente sensible para el lugar donde se ganaba la vida. Rafael me dijo que no le extrañaba el triste final de Atilano, pues la gente violenta suele ser víctima de descarríos que no pueden controlar, llevados por su carácter irascible y fácilmente enajenable, siempre dispuesta al estallido y los cambios bruscos de carácter. En cualquier caso, yo no quise matizar su opinión sabiendo lo que ya sabía.   
Fue entonces cuando pude conocer a este hombre a quién traté también durante cierto tiempo. Era una persona sosegada, de gestos lentos y despaciosos y de hablar pausado, no estoy si seguro si debido a su carácter,  o muy influenciado por su enorme humanidad, que le hacía moverse lenta y torpemente. Su rostro era sin duda un claro ejemplo del decir popular, pues sin duda era el reflejo de su alma bondadosa. Un tanto hinchado y coronado por una mata de pelo   grasiento,  siempre muy repeinado, y unos ojos acuosos y bastante saltones de los que llamaba la atención su color indefinido, casi traslúcidos, que en ocasiones hacían recordar a los de Borges, fantasía rápidamente desbaratada, pues en ningún otro aspecto se le parecía si no fuera en su amor a la literatura. Además su acento marcadamente madrileño desmentía inmediatamente el deje lunfardo y porteño del bonaerense. En ciertas ocasiones, en algún momento que tenía libre visitaba la biblioteca y me entretenía charlando con Rafael, que me ponía al corriente de las últimas novedades literarias, y de esta manera me fueron llegando noticias de su vida. Al parecer era perito industrial reciclado que hacía tiempo había entrado a formar parte de la Maestranza, donde pronto se dieron cuenta que de industrial en sentido estricto tenía poco, y le habían desviado hacia destinos más acordes con su carácter y aficiones, como el actual. Después del trabajo, se dedicaba a la venta de libros a domicilio, especialmente de colecciones, una de las cuales, por cierto, el ”Diccionario Literario Bompiani”, llegó a venderme. Me enteré así de sus aficiones por la literatura clásica española del Siglo de Oro, y por los naturalistas franceses Balzac, Zola, etc…De todas formas tuve la sensación que más que de un lector empedernido, se trataba de un ávido lector de solapas, lo que hacía que las historias se le acabaran entremezclando y que por ejemplo metiera a Jean Valjean entre los personajes de Flaubert, etc. Mantuvimos nuestra relación bastante tiempo y nos vimos de vez en cuando fuera del trabajo, dónde continuábamos nuestras charlas humanistas, por decirlo de algún modo, pues era muy poco dado a hacerme partícipe de su vida personal de la sabía poco más de que era soltero y vivía sólo. Un día inopinadamente, después de unas bromas me confesó que era virgen, que  el sexo no había tenido para él la mínima importancia, que comprendía que era raro, pero que las únicas mujeres que habían existido para él eran su madre y la Virgen María. No me sorprendió. Su devoción y entrega a la iglesia era evidente y enseguida uno se percataba de ello, era de misa diaria. Lo de las mujeres era menos evidente, sobre todo al observar, como yo había hecho, las atenciones que dedicaba a Luisa, su joven ayudante, que tenía en la biblioteca por horas. Poco después, sin embargo, alguien que le conocía desde hacía tiempo me dijo que la relación con su madre era algo obsesivo, llegando a la devoción. Al parecer, cuando falleció, en el momento de ser inhumada en el cementerio tuvo lugar un incidente que a punto estuvo de agravar el drama. Rafael, por increíble que parezca, se lanzó entre sollozos a la fosa, originando un revuelo y confusión inimaginables, pues se hizo una brecha de consideración y hubo de ser evacuado a las Urgencias de un hospital cercano.  
Pero si a alguna conclusión llegué después de todas aquellas charlas, era la de que Rafael se consideraba primordialmente un patriota. Aunque yo trataba de introducir en sus emociones un poco de racionalidad, sin duda llevado por las mías o por mi ausencia de tales, él tenía tan arraigadas las creencias en determinados valores, que era inútil mi esfuerzo. Su pasión principal era la bandera, ante la que mostraba tal adoración, que de una forma espontánea cuando veía reunidos lo colores de la enseña patria, aunque fuera de una forma totalmente casual, no podía impedir que se le escapase una lágrima. La aleatoriedad, en estas ocasiones no tenía sentido para él, y más allá de la reunión casual de los colores patrios, él se sentía embargado por un sentimiento avasallador que le hacían reunir en tal visión los valores más profundos que albergaba su corazón: madre, patria y religión.
Sorprendentemente, un día me confesó que, aparte de sus creencias de orden superior, se sentía atraído por otras aficiones de carácter totalmente mundano, como eran el bingo y los casinos de juego, dónde dejaba buena parte de su sueldo, y que en ocasiones, le originaban problemas de deudas, empeñando incluso  objetos preciosos que guardaba en su casa como recuerdo de su madre. No podía hacer nada al respecto, y el trato con curas y psicólogos había resultado inútil, pues ni las admoniciones de los primeros ni los intimidantes métodos conductistas de los segundos lograban aliviarle. El juego, con el azar que implica,  suponía para él un estímulo equiparable a la existencia del jamón ibérico, el queso manchego curado y la miel de la Alcarria, alimentos sin los cuáles consideraba vacío el mero hecho de existir. Porque este era un aspecto, que, aún no considerado hasta aquí, constituía el pilar sobre el que se edificaba nuestro triste peregrinar en este mundo. Verle comer, cosa no sencilla en la medida que solía esconderse por razones que ahora me resultan claras, era todo un espectáculo, pues contrariamente al difunto Atilano, en esos momentos dejaba de lado toda inhibición y procedía como un auténtico Pantagruel. Para empezar, antes del primer plato, se dedicaba al manoseo indiscriminado de los cubiertos, a los que cambiaba de lugar continuamente, o sobaba desconsideradamente. Bebía la cerveza que habitualmente tomaba antes de empezar, sorbiéndola con gran estruendo, presa de una avidez que no había hecho sino empezar, pues era con el primer plato cuando la representación adquiría caracteres de epopeya. Con este plato, que siempre elegía de cuchara,  mojaba grandes trozos de pan, arrancados de su ración con una especie de desgarramiento compulsivo, para, a continuación, como ya pasara con la cerveza, sorberlos con ruido y tragarlos casi sin respirar. Con el segundo solía ser mas moderado, pues el empleo de cuchillo y tenedor le imponían ciertas cautelas, aunque no sería la primera vez que utilizase las manos para sujetar un filete o un pescado para llevárselo a la boca.  
Con el desayuno, se andaba con mayores miramientos, pues siempre utilizaba sacarina que,  como prólogo,  resultaba alentador, previéndose una ingesta frugal. Pero tal cosa no resultaba cierta en absoluto, pues aunque desechaba la margarina, la mantequilla y la    bollería variada, pedía como mínimo una docena de galletas corrientes, y solía repetir como mínimo con otra media docena. Es decir: se engañaba. Y el lo sabía pero era incapaz de modificar sus hábitos a pesar de no bajar nunca de los ciento veinte kilos, pese a ser de estatura media. Esporádicamente se sometía a algún tipo de régimen que no mantenía más allá de una semana, pues entraba ipso facto en una grave depresión de la que sólo se recuperaba volviendo a comer a su antojo. Otras veces se hacía internar en el hospital, del que salía más delgado, pero macilento, recomenzando de inmediato el ciclo anterior.
Tal desbarajuste en sus comidas y en su peso empezó a afectarle al corazón. La última vez que le vi fue el día en que se fue de baja con dificultades respiratorias. Nunca volvió. Tiempo después me enteré de que había fallecido a consecuencia de un infarto en el hospital tras ser recogido de su domicilio por las asistencias del Samur. Fue demasiado tarde. En su casa, según me contaron, solo encontraron un miserable camastro en donde dormía y al lado su uniforme  sobre una silla. Los armarios vacíos, la cocina llena de cacharros sucios y una habitación enorme repleta de cajas de puré vacías. Así debieron transcurrir los últimos días en la vida de mi amigo Rafael.


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