martes, 29 de noviembre de 2016

ANAEROBISMOS



Yo respiro por la boca. Quiero decir que, en general, respiro por la boca, porque alguna que otra vez lo haga por la nariz a pesar de tener el puente desviado, y con frecuencia vegetaciones. En ciertas ocasiones, soy franco, respiro por ambos sitios. A la vez o alternativamente: es cuestión de ponerse a ello y de entrenamiento. Me gustaría también ser capaz de respirar por branquias, esa es la verdad, pero por más que lo intento metiéndome en el agua y sumergiendo la cabeza, no soy capaz. No obstante, insisto, porque en el fondo tengo la esperanza de que pueda llegar un momento en el que por azares de la teoría de la evolución acabe haciéndolo, aunque, dados los resultados, soy bastante escéptico. O sea, que lo más posible es que tenga que acabar aceptando que tengo un sistema cardiorrespiratorio de mamífero terrestre, algo que después de todo no supone ningún oprobio, y me equipara con los elefantes y la gran mayoría de felinos de la sabana africana, objetos para mí de un profundo orgullo, dada la admiración que les profeso.
También es cierto que en algunas ocasiones, por ejemplo en las capas superiores de la estratosfera,  tampoco me servirían para mucho, y tendría que descender a regiones inferiores para que los alvéolos pulmonares pudieran sentirse a sus anchas. O perecer en el intento, todo sea dicho. Afortunadamente no frecuento los cohetes espaciales ni los aviones despresurizados que alcanzan tal altura, por lo que de momento me mantengo incólume. Me conformo por lo tanto con mi anatomía, por más que en ocasiones me enoje porque, digo yo, nuestro creador o la famosa teoría darviniana podría habernos hecho más polivalentes, capaces de respirar incluso en atmósferas enrarecidas y no solo en la condicionada por la presencia masiva de oxígeno, elemento fundamental de la tabla periódica de Mendeleiev, pero tremendamente oxidativo y favorecedor de los incendios y las muertes prematuras. Una compuesta de ácido sulfúrico o metano tendría su gracia, pero tampoco es cuestión de trasladarse a Venus.
En cualquier caso, en mi laboratorio estoy intentando buscar alternativas a estos límites a los que he hecho referencia, y que como dije con anterioridad, nos ha impuesto el Todopoderoso o las fluctuaciones cuánticas que dieron origen al universo, que a mí me tiene sin cuidado el contencioso, aunque deba confesar que hace tiempo que no voy a misa. Allí, en un ambiente agradable que se presta a la experimentación, intento respirar por métodos alternativos, especialmente por aquellos lugares de mi anatomía provistos de agujeros, de fácil localización para cualquiera con cierta curiosidad, y en teoría para cualquiera que haya terminado la ESO. Desgraciadamente, las funciones de los mismos son otras que poco tienen que ver con la captación de oxígeno y la expulsión de CO2, pero todo se andará poniendo en ello empeño.
Es posible, que en esta tesitura, lo mejor sería simple y llanamente no respirar, como esos microorganismos de las profundidades submarinas que como mucho lo hacen con gases sulfurosos prescindiendo totalmente del oxígeno. Animales, por tanto, anaerobios. Quien sabe si nuestro organismo forzado a ello acabará recompensando a la fe y voluntad de quienes lo intenten. Yo, de entrada, ya me he comprado un traje de buzo. Y en el laboratorio voy consiguiendo pequeños avances dotado con una pinza para la nariz y un rollo de cinta americana para la boca. De momento he llegado al minuto y veinticinco segundos sin respirar, resultado muy esperanzador en una persona que desde  niño siempre se le dijo que era estrecho de pecho.
Seguiremos informando.

domingo, 27 de noviembre de 2016

ZARIGÜEYAS



Tengo un cuerpo, y en ese sentido se puede decir que soy propietario. No tengo una casa ni un coche que sean verdaderamente míos, pues vivo de alquiler y estoy pagando el vehículo. Pero mi cuerpo es ciertamente mío siempre que mis sentidos que, por cierto, le pertenecen, no me engañen. Por ejemplo, en la cara tengo una boca de la que me sirvo para comer, beber y para decir lo que se me ocurre, que esa es otra, pues la verdad es que soy muy reservado y no la abro con frecuencia. Además, en la cara tengo otros parajes a los que puedo acceder fácilmente con la mano, pero de los que no voy aquí a dar noticia pues todo el mundo tiene constancia de ello, sobre los que me lean, que como mínimo han de tener ojos para ello. Pero mi cuerpo, esta propiedad que me traslada de un sitio a otro (o no, según sean sus aptitudes), tiene otros lugares que podrían considerarse interesantes en función de quien los valore. A mí, en principio, no me sobra ninguno, aunque debo confesar que no todos tienen la misma importancia y que, a decir verdad, en determinadas ocasiones sería capaz de prescindir de alguno de ellos, si tal cosa fuera posible y no me produjera trastornos indeseables. Al parecer, desde el punto de vista de la supervivencia, que según dicen los entendidos es la primera función que tienen los seres vivos con objeto de seguir vivos, de esta propiedad de la que vengo hablando, llamada cuerpo, no sobra nada y todas sus funciones son imprescindibles..
A decir verdad, siendo en mi opinión cierto lo que hasta ahora se ha dicho, si debo hablar con propiedad, lo que yo, y creo que la gran mayoría de mis semejantes considera realmente como cuerpo, es lo que con más precisión llamamos tronco. Unos brazos o unas piernas sueltos por ahí, aunque nos den pistas de la persona que fuimos, no nos identifican de la misma manera. Es muy posible que esto sea así porque es en ese lugar donde está el corazón, esa válvula incesante que nos mantiene con vida, los pulmones que nos permiten respirar, y las tripas, ese conjunto grimoso de órganos que llenan el abdomen y el vientre, sobre los que no entraremos en detalles, pero de los que cualquiera con un mínimo de interés puede enterarse ojeando un libro de anatomía (aquí, la mano, al menos para el no experto, resultaría más problemática teniendo en cuenta que dichos órganos son muy diferentes de los ojos, a los que se aludió más arriba). Claro que posiblemente se trate preferentemente de una cuestión de volumen y ubicación como parte central del organismo, justificando la habitual expresión de “tronco” como parte definitoria de cualquier lugar o teoría. Es impensable que un inspector de policía que encuentre unas piernas entre unos matorrales, cuando está realizando una inspección en la zona donde se sospecha que ha acometido un asesinato, diga “he encontrado un cuerpo”, cosa que posiblemente sí haría si lo que encuentra es un tronco. Este, en resumidas cuentas, es el pivote sobre el que se articulan las demás partes del organismo, y más concretamente las extremidades superiores e inferiores, de las que todo el mundo tiene una somera idea.
Ya sé que llegados aquí, habrá quienes echen de menos algo que he dejado intencionadamente para el final. Se trata de la cabeza, un órgano que no es tal, pero que alberga al que sin duda lo es por antonomasia, el cerebro, cuyo funcionamiento hace que todos los demás puedan funcionar adecuadamente, y sin cuyo concurso un brazo no haría lo que normalmente hace, ni lo harían el hígado, los riñones ni los pies, puestos a decir una mínima parte de los implicados (es decir: de todos). Se sabe que esto es así porque algunas situaciones azarosas de la vida han demostrado que cuando ese órgano  ha sufrido un percance, algunas cosas que hacía eso que hemos llamado cuerpo, deja de hacerlas, lo hace de manera deficiente o hace otras que no le corresponden. También se sabe por la experiencia de muchos miles de años, y porque, si sufrimos un percance ajeno a nuestra voluntad o nos clavamos un destornillador en cualquiera de sus partes, nuestra situación se complicaría hasta límites difíciles de imaginar. O no tanto, dado que un cerebro en buenas condiciones, tiene una capacidad de fantasía que para sí quisieran los dromedarios o las zarigüeyas, por mencionar solo a dos animales muy distintos (aunque ambos mamíferos). El cerebro como bien saben aquellos que lo tienen, es un órgano singular en doble sentido, el primero porque es el más complejo y por lo tanto único, y el segundo porque no está duplicado en absoluto. No tenemos dos cerebros, algo que no podría decirse de los ojos, las orejas, las manos o los pies, sin ir más lejos. Claro que algunos miembros de nuestra especie en determinadas ocasiones  aseguran ser dos, y lógicamente tres, con el psiquiatra que les atienda. Es poco frecuente, pero sucede, y que conste que no estamos hablando de ventrílocuos En otras ocasiones puede suceder lo contrario, y dos personas perfectamente diferenciadas en cuanto a su morfología aparente, pueden presentarse como una sola, llevados por una empatía que también puede encaminarles a medio plazo a una casa de salud.
Soy pues feliz con mi cuerpo, que me permite actuar con una cantidad prácticamente infinita de variantes, lo que, siendo profundamente aficionado al circo (sobre todo trapecistas y payasos), me mantiene en un estado de euforia permanente, algo que, al menos que a mí se me alcance, no les sucede a los dromedarios ni a las zarigüeyas mencionados más arriba. Del alma, artefacto que al parecer me acompaña, hablaremos el día que la encuentre. Debe estar al caer. Estoy en ello.

jueves, 24 de noviembre de 2016

VARIACIONES SOBRE EL CONCEPTO DE CONCEPTO NUEVE



Un concepto puede con frecuencia actuar como una coartada para justificar una mala acción. Afirmar sin ningún motivo que fulano de tal es un hijo de puta, puede justificar una venganza por razones que nada tienen que ver con ese calificativo. El odio no es un concepto en sentido estricto sino una emoción que nos emparienta con los chimpancés por muy estetas y sofisticados que nos creamos.

Una lluvia de conceptos descendió y se apoderó de su cabeza con un ruido atronador que le sumió en una catatonia de la que nadie pudo recuperarle. No dormía y se pasaba el día dando definiciones de las cosas más peregrinas que nada tenían que ver consigo mismo. Un día aciago, sin embargo, dijo “cuchillo” y ya nunca pudo decir nada más.

Me gustan los conceptos muy elaborados en cuya definición intervienen una cantidad desorbitada de otros menores o subalternos que desconozco, y de los que a su vez debo informarme en las enciclopedia o cualquiera de las aplicaciones adecuadas de internet. Conceptos que, una vez comprendidos en toda su complejidad y extensión, justificarían que quienes se aproximaran a mí me tildaran de sabio. Humildemente.

Métete tus conceptos, tú los llamas criterios, por donde te quepa. Asume al ser cruel, a la persona desalmada que en realidad eres. Te sentirás liberado, y las neuronas de tu córtex prefrontal podrán al fin descansar de la agitada actividad a las que las tienes sometidas para justificar lo que todo el mundo califica simple y llanamente de asesinato.

El concepto de veinticuatro sucede al de veintitrés añadiéndole un uno, y antecede al de veinticinco restándole la misma cantidad. Es por lo tanto un concepto subordinado de otros dos, que a su vez son subordinados de él mismo con ciertos matices relacionados con la aritmética elemental: la adición y la sustracción. Lejos aún de la multiplicación, la división y la raíz cuadrada. Pero quizás no tanto de la teoría de límites y de las integrales. No sé si me explico.

Existen actitudes que no se substancian en un concepto que las justifique. Actitudes tan personales que ni lo filósofos más afamados ni los neurocientíficos más modernos han podido justificar basándose en los conceptos más elaborados y vanguardistas. Actitudes inexplicables que pueden traer en jaque a los sabios más eminentes de una época, incapaces de hallar en ella un sustrato ideológico que las avale. Digamos la samba y el karaoke.

martes, 22 de noviembre de 2016

RAQUETAS



Pienso en “cielo” y “lluvia”, por ejemplo, y comprendo con toda precisión su significado y sentido, pero soy incapaz de ver entre ambos conceptos ninguna relación. Y lo mismo me sucede con “piedra” y “tierra” o “madre” e “hijo”, por no mencionar otros. Las palabras acuden a mi mente como unidades inconexas, meteoritos desprendidos de los espacios siderales obedeciendo a una gravedad desconocida. Diamantes sin carbono, por raro que parezca.

Cuando juego al tenis (y lo mismo me sucede con otras actividades) llevo hasta su límite al paradigma del caballo y su jinete (o del arquero y la flecha) y me identifico con la raqueta hasta límites que sin duda bordean lo patológico, pues no sería la primera vez que, finalizado el partido, trato de meterme en su funda.

La desamortización de Mendizábal siempre me tuvo sin cuidado, algo sin embargo sorprendente sabiendo mis aficiones a los registros del catastro y al mero hecho de considerarme un fervoroso cristiano. Debo pues revisar los que hasta hoy he considerado mis puntos de referencia y mis valores esenciales. Quizás soy un ser más etéreo de lo que me creía, y habite más cerca del aire y las nubes que de la tierra. Y del espíritu del Tao.

Sé que utiliza gafas con la finalidad de hacer creer a los demás que tienes problemas con la vista y que tratas de corregirlos con tal artilugio. Pero a mí no me engaña, pues pronto pude darme cuenta de que, en realidad, ella solo es capaz de mirar hacia adentro de sí misma, siendo por tanto únicamente consciente de su córnea, iris, cristalino, pupila y retina. Y a duras penas de la corteza prefrontal de su cerebro.

Su introversión habitual es una artimaña con la que trata de ocultar una vida licenciosa que oculta a los demás. Pocos sabemos que apenas anochecido el día, sale de casa y frecuenta tugurios y lupanares remotos, en los que es conocido por todo lo contrario. La putas se lo rifan y rodeado de una turba de admiradores se explaya sobre las virtudes de la extroversión y de lo que vulgarmente se conoce como “darle a la sin hueso”.

Miro las gafas sobre la mesa con la melancolía con la que se ve lo que una vez fue propio y ya no nos pertenece. Ese dolor agudo que a veces nos embarga cuando evocamos momentos de nuestro pasado que ya no volverán, y en los que fuimos felices. Sin embargo, pudiera suceder que las gafas sean otra cosa y desprovisto de ellas lo que veo sobre la mesa sea algo muy diferente. Tal vez un tubo de aspirinas o una pluma estilográfica. Es esta una cualidad que los hipermétropes y los présbitas debiéramos considerar y quien sabe si tener a gala.

sábado, 19 de noviembre de 2016

ATILANO Y RAFAEL



Por qué aquél hombre me miraba de aquella manera es algo que ya nunca sabré. Es posible que llegara a sus oídos que yo no era un cristiano fervoroso, o que supiera que el principio de autoridad era algo que en un momento dado yo podía poner en cuestión. Comoquiera que sea, el  hecho es que al poco de conocernos, creí percibir en él una animadversión que no llegaba a comprender, pero que,  no obstante, trataba de contrarrestar con simpatía e incluso actitudes complacientes, que, por lo visto, no servían para nada o más bien al contrario, aún le molestaban más,  si uno ha de fiarse de los gestos y ademanes despectivos que en tales momentos parecían arreciar de su parte. Estuve a punto de sincerarme y preguntarle llanamente si había algo en mí que le desagradaba de forma especial, a pesar de mis esfuerzos por sintonizar con él. Pero era inútil, y no solo eso, sino que mi humillante y forzada zalamería parecían herirle aún más. Gestos afectuosos, cómplices o benevolentes con la zafiedad de sus manifestaciones, parecían llevarle a un paroxismo de agresividad, como si de alguna manera, buscara un enfrentamiento directo que mi actitud y grado no le permitía.
Era un hombre fuerte, de complexión atlética, con un cuello robusto que se zambullía de inmediato en unos hombros que parecían estar a punto de reventar las costuras de su chaqueta. Movía la cabeza girando los hombros, como si estuviese aquejado de una especie de tortícolis permanente, lo que al tiempo que le daba un aire de robot, le imbuía de un hieratismo amenazador: no era solo su cabeza, sino todo su cuerpo, es decir su ser entero, el que parecía ponerse alerta ante la menor señal de peligro. Su mirada, un tanto inexpresiva, tras unos vulgares ojos marrones, sorprendentemente parecía tener algo de risueña, pero no en el sentido de alegre o confiada, sino apuntando una desconfianza absolutamente inmune a cualquier maniobra del otro. Era, si puede llamársele así, un ser blindado, inaccesible, para el que el menor intento de acercamiento suponía una amenaza, que él debía de inmediato rechazar, como si la mera aproximación física le provocara un rechazo absoluto. Los días que estaba de guardia redoblaba las características de su actitud habitual, adquiriendo un aspecto que no difería mucho del tantas veces representado minotauro, sobre todo en versión picassiana, en la que a una virilidad desmedida se añade una mirada seductora, impropia de estos fenómenos griegos e ibéricos. Se paseaba inquieto por el Cuerpo de Guardia, dispuesto a hacerse con una presa a la menor oportunidad, algo que solía fomentar con ardides propias de sus años de profesión, que hacían caer en la trampa a los más ingenuos. Era típico, por ejemplo, el que adoptase una actitud transigente y benévola, y que de pronto cambiase súbitamente, adquiriendo una agresividad fuera de contexto, en la que el afectado podía sentirse amenazado por el hecho de haber cometido una infracción mínima, o incluso ninguna, pues también era ducho en inventarse agravios totalmente ficticios.  
En algunas ocasiones, sin embargo,  observé en él unas puestas en jarras y contoneos que a mi modo de ver podían calificarse de chocantes, pues aunque solo fuera durante unos segundos transmitía una imagen muy diferente de la que pretendía dar. Tenía, según observé con frecuencia en el comedor,  unas maneras de mesa realmente exquisitas, no solo en los gestos  con los que acompañaba la comida, sino incluso en el delicadísimo trato que parecía mantener con la misma, masticando lenta y ceremoniosamente y paladeando cualquier insignificancia, como si no quisiera perderse el menor matiz de su sabor y textura. Su relación con los cubiertos era también de una delicadeza abrumadora, teniendo en cuenta, además, que se trataba de piezas nada especiales, virando a vulgares. Su forma de cogerlos y manejarlos podía recordar a un melómano el empleo sosegado que un director de orquesta hace de la batuta durante un adagio. Al tomar café no faltaba el famoso paradigma de la cursilería, con el meñique alzado, momento en el que sabiéndose objeto de posibles chanzas, miraba a su alrededor con gesto desafiante. Creía representar a un prototipo en extinción, pues, aunque proveniente de capas sociales inferiores, tuvo desde niño la convicción de pertenecer a una aristocracia personalista, negada sin embargo, a su parecer,  a otros procedentes de alta cuna, por mucho que creyeran representarla. Es posible que en algún momento llegara a pensar que con él podía iniciarse un nuevo linaje, dando lugar a una estirpe que volvería “a poner las cosas en su sitio”, como solía repetir, aunque no pudiera precisar con exactitud a qué cosas ni  de qué sitio se trataba. En el fondo no era sino una reivindicación de sí mismo, y su permanente decisión a ocupar el lugar que le correspondía, que en ningún caso era el de un oficial de segunda categoría, que es lo que verdaderamente era.
Pero las cosas raramente suceden como uno prevé, ni siquiera como otros prevén que nos sucederán, por eso me quedé de piedra, a la vuelta de aquél verano, cuando el jefe de cocina me dijo que le había visto en Galdácano durante las vacaciones, en una situación bastante sorprendente, incluso embarazosa. Al insistirle en que me lo contara, me dijo que, ya de noche, volviendo a la pensión dónde él se alojaba, vio acercarse bajo la penumbra de las farolas a un grupo de gente joven, y que al estar ya próximos, reconoció sin duda alguna  a don Atilano entre dos mocetones que parecían llevarlo en volandas entre arrumacos, caídas de ojos y otros ajetreos. “Me quedé perplejo-continuó-y al volverme para verificar aquella especie de aparición, no tuve ninguna duda de que era él, que había añadido a sus andares marciales del cuartel las hechuras de un merengue”. Esta confidencia cobró todavía mas verosimilitud cuando en los días posteriores nuestro hombre no se presentó, y se hizo más creíble al saberse que días atrás había solicitado la baja definitiva del Cuerpo. Esto sí me extrañó, pues por lo menos, podría haber alegado un estado de salud precario o cualquier otra justificación que le permitiese seguir percibiendo algún tipo de emolumentos del Estado. Pero tales, y no otros, fueron los hechos.Ahora quedaba claro que su mirada desafiante y agresiva no respondía al hecho de que yo no fuera  suficientemente cristiano o subestimase el principio de autoridad, sino a que debía sospechar que sabía algo de su personalidad oculta,  y redoblaba sus esfuerzos para disimularla, haciendo de este modo uso de un antiguo mecanismo de defensa, que le llevaba a una sobreactuación improcedente.
Años después me llego la noticia de su fallecimiento a causa de una cirrosis en su casa natal de Ribadeo,  en Lugo. Parece ser que durante esos años había montado una cadena de casas de citas por todo el norte de la península, mientras él se dedicaba a llevar una vida errante, viajando continuamente por la zona para inspeccionar la marcha del negocio, que era una red de cierta entidad que sacaban adelante varios encargados elegidos entre su gente de confianza, algunos incluso antiguos subordinados. Al mismo tiempo, se desinhibió totalmente e hizo ver orgulloso su condición, optando por el clan de “los osos”, y paseando orgulloso por las provincias del Norte, siempre acompañado, pilotando una espectacular Harley Davidson plateada, embutido en un  traje de cuero negro, con o sin chupa, según las estaciones. Debió llegar un momento, sin embargo, en que le asaltó la flagrante contradicción entre el “ser” y el “querer ser”, cuando sintió que no era compatible su vida actual y su antigua pretensión de dar lugar a una nueva dinastía de hombres superiores, lo que le llevo a un desmesurado consumo de licores espirituosos de todo tipo, de los que solo apreciaba su cualidad de llevarle de forma casi inmediata a paraísos que no eran de este mundo, pero en los que podía conjugar las contradicciones que le asediaban. Su hígado no resistió y tras un corto periodo, la enfermedad decidió poner fin a tal dicotomía.
De todo esto hablé poco tiempo después con Rafael, el Encargado de las Actividades Culturales de la Unidad, una nueva sección creada recientemente con objeto de dar una nueva imagen de la institución, para que sus integrantes pudieran encauzar sus aptitudes intelectuales y artísticas. Se trataba de un hombre sensible y de gran cultura, de aspecto bonancible por sus modales y cuyo físico no dejaba lugar a dudas de su afición al buen yantar y el sedentarismo que requiere la lectura prolongada. Coincidió con Atilano en los últimos tiempos de este en la unidad, y me contaba que habían tenido varios altercados en los que se consideró injustamente tratado e incluso vilipendiado, pues había sido tachado de inepto e incluso insultado. “Usted no es más que un gordo repelente”, me dijo que le llego a decir, de lo que no quiso informar por el temor que el otro le infundía, y por ser un espíritu excesivamente sensible para el lugar donde se ganaba la vida. Rafael me dijo que no le extrañaba el triste final de Atilano, pues la gente violenta suele ser víctima de descarríos que no pueden controlar, llevados por su carácter irascible y fácilmente enajenable, siempre dispuesta al estallido y los cambios bruscos de carácter. En cualquier caso, yo no quise matizar su opinión sabiendo lo que ya sabía.   
Fue entonces cuando pude conocer a este hombre a quién traté también durante cierto tiempo. Era una persona sosegada, de gestos lentos y despaciosos y de hablar pausado, no estoy si seguro si debido a su carácter,  o muy influenciado por su enorme humanidad, que le hacía moverse lenta y torpemente. Su rostro era sin duda un claro ejemplo del decir popular, pues sin duda era el reflejo de su alma bondadosa. Un tanto hinchado y coronado por una mata de pelo   grasiento,  siempre muy repeinado, y unos ojos acuosos y bastante saltones de los que llamaba la atención su color indefinido, casi traslúcidos, que en ocasiones hacían recordar a los de Borges, fantasía rápidamente desbaratada, pues en ningún otro aspecto se le parecía si no fuera en su amor a la literatura. Además su acento marcadamente madrileño desmentía inmediatamente el deje lunfardo y porteño del bonaerense. En ciertas ocasiones, en algún momento que tenía libre visitaba la biblioteca y me entretenía charlando con Rafael, que me ponía al corriente de las últimas novedades literarias, y de esta manera me fueron llegando noticias de su vida. Al parecer era perito industrial reciclado que hacía tiempo había entrado a formar parte de la Maestranza, donde pronto se dieron cuenta que de industrial en sentido estricto tenía poco, y le habían desviado hacia destinos más acordes con su carácter y aficiones, como el actual. Después del trabajo, se dedicaba a la venta de libros a domicilio, especialmente de colecciones, una de las cuales, por cierto, el ”Diccionario Literario Bompiani”, llegó a venderme. Me enteré así de sus aficiones por la literatura clásica española del Siglo de Oro, y por los naturalistas franceses Balzac, Zola, etc…De todas formas tuve la sensación que más que de un lector empedernido, se trataba de un ávido lector de solapas, lo que hacía que las historias se le acabaran entremezclando y que por ejemplo metiera a Jean Valjean entre los personajes de Flaubert, etc. Mantuvimos nuestra relación bastante tiempo y nos vimos de vez en cuando fuera del trabajo, dónde continuábamos nuestras charlas humanistas, por decirlo de algún modo, pues era muy poco dado a hacerme partícipe de su vida personal de la sabía poco más de que era soltero y vivía sólo. Un día inopinadamente, después de unas bromas me confesó que era virgen, que  el sexo no había tenido para él la mínima importancia, que comprendía que era raro, pero que las únicas mujeres que habían existido para él eran su madre y la Virgen María. No me sorprendió. Su devoción y entrega a la iglesia era evidente y enseguida uno se percataba de ello, era de misa diaria. Lo de las mujeres era menos evidente, sobre todo al observar, como yo había hecho, las atenciones que dedicaba a Luisa, su joven ayudante, que tenía en la biblioteca por horas. Poco después, sin embargo, alguien que le conocía desde hacía tiempo me dijo que la relación con su madre era algo obsesivo, llegando a la devoción. Al parecer, cuando falleció, en el momento de ser inhumada en el cementerio tuvo lugar un incidente que a punto estuvo de agravar el drama. Rafael, por increíble que parezca, se lanzó entre sollozos a la fosa, originando un revuelo y confusión inimaginables, pues se hizo una brecha de consideración y hubo de ser evacuado a las Urgencias de un hospital cercano.  
Pero si a alguna conclusión llegué después de todas aquellas charlas, era la de que Rafael se consideraba primordialmente un patriota. Aunque yo trataba de introducir en sus emociones un poco de racionalidad, sin duda llevado por las mías o por mi ausencia de tales, él tenía tan arraigadas las creencias en determinados valores, que era inútil mi esfuerzo. Su pasión principal era la bandera, ante la que mostraba tal adoración, que de una forma espontánea cuando veía reunidos lo colores de la enseña patria, aunque fuera de una forma totalmente casual, no podía impedir que se le escapase una lágrima. La aleatoriedad, en estas ocasiones no tenía sentido para él, y más allá de la reunión casual de los colores patrios, él se sentía embargado por un sentimiento avasallador que le hacían reunir en tal visión los valores más profundos que albergaba su corazón: madre, patria y religión.
Sorprendentemente, un día me confesó que, aparte de sus creencias de orden superior, se sentía atraído por otras aficiones de carácter totalmente mundano, como eran el bingo y los casinos de juego, dónde dejaba buena parte de su sueldo, y que en ocasiones, le originaban problemas de deudas, empeñando incluso  objetos preciosos que guardaba en su casa como recuerdo de su madre. No podía hacer nada al respecto, y el trato con curas y psicólogos había resultado inútil, pues ni las admoniciones de los primeros ni los intimidantes métodos conductistas de los segundos lograban aliviarle. El juego, con el azar que implica,  suponía para él un estímulo equiparable a la existencia del jamón ibérico, el queso manchego curado y la miel de la Alcarria, alimentos sin los cuáles consideraba vacío el mero hecho de existir. Porque este era un aspecto, que, aún no considerado hasta aquí, constituía el pilar sobre el que se edificaba nuestro triste peregrinar en este mundo. Verle comer, cosa no sencilla en la medida que solía esconderse por razones que ahora me resultan claras, era todo un espectáculo, pues contrariamente al difunto Atilano, en esos momentos dejaba de lado toda inhibición y procedía como un auténtico Pantagruel. Para empezar, antes del primer plato, se dedicaba al manoseo indiscriminado de los cubiertos, a los que cambiaba de lugar continuamente, o sobaba desconsideradamente. Bebía la cerveza que habitualmente tomaba antes de empezar, sorbiéndola con gran estruendo, presa de una avidez que no había hecho sino empezar, pues era con el primer plato cuando la representación adquiría caracteres de epopeya. Con este plato, que siempre elegía de cuchara,  mojaba grandes trozos de pan, arrancados de su ración con una especie de desgarramiento compulsivo, para, a continuación, como ya pasara con la cerveza, sorberlos con ruido y tragarlos casi sin respirar. Con el segundo solía ser mas moderado, pues el empleo de cuchillo y tenedor le imponían ciertas cautelas, aunque no sería la primera vez que utilizase las manos para sujetar un filete o un pescado para llevárselo a la boca.  
Con el desayuno, se andaba con mayores miramientos, pues siempre utilizaba sacarina que,  como prólogo,  resultaba alentador, previéndose una ingesta frugal. Pero tal cosa no resultaba cierta en absoluto, pues aunque desechaba la margarina, la mantequilla y la    bollería variada, pedía como mínimo una docena de galletas corrientes, y solía repetir como mínimo con otra media docena. Es decir: se engañaba. Y el lo sabía pero era incapaz de modificar sus hábitos a pesar de no bajar nunca de los ciento veinte kilos, pese a ser de estatura media. Esporádicamente se sometía a algún tipo de régimen que no mantenía más allá de una semana, pues entraba ipso facto en una grave depresión de la que sólo se recuperaba volviendo a comer a su antojo. Otras veces se hacía internar en el hospital, del que salía más delgado, pero macilento, recomenzando de inmediato el ciclo anterior.
Tal desbarajuste en sus comidas y en su peso empezó a afectarle al corazón. La última vez que le vi fue el día en que se fue de baja con dificultades respiratorias. Nunca volvió. Tiempo después me enteré de que había fallecido a consecuencia de un infarto en el hospital tras ser recogido de su domicilio por las asistencias del Samur. Fue demasiado tarde. En su casa, según me contaron, solo encontraron un miserable camastro en donde dormía y al lado su uniforme  sobre una silla. Los armarios vacíos, la cocina llena de cacharros sucios y una habitación enorme repleta de cajas de puré vacías. Así debieron transcurrir los últimos días en la vida de mi amigo Rafael.


EL CORONEL ENANO



Del coronel enano lo que más llamaba la atención de inmediato era efectivamente su estatura, algo que como bien se comprenderá no es de extrañar, acostumbrados como estamos a los héroes militares de ciertas películas, en las que suelen ser interpretados por galanes ya otoñales pero de planta gallarda y, desde luego, una alzada por encima de la media. Si, sin embargo, se piensa en ello con cierto rigor, se verá que las razones no se encuentran en la supuesta idoneidad para el cargo de los buenos mozos, sino en que suelen quedar mejor desde el punto de vista estético en los desfiles y rituales del gremio, algo muy frecuente en cualquiera de los tres ejércitos (o los cuatro si hablamos de estados Unidos y contamos con los Marines).
El coronel Gutiérrez, repito, sorprendía rápidamente por una altura que no debía llegar al uno sesenta, algo que alejándole de los enanos por un margen suficiente, sí apuntaba cierta tendencia, a lo que colaboraba sin duda una cabeza gruesa y unas piernas zambas que lo emparentaban. Sin embargo, poco después de entrar en contacto con él, uno se sentía impresionado por un carácter que para nada hacía recordar al de un disminuido, sino, bien al contrario, al de una persona imbuida de una seguridad en si mismo sobresaliente, y una inteligencia y aplomo fuera de lo habitual. Se podría pensar de buenas a primeras que su conducta autosuficiente y un tanto engreída, no era sino una táctica para camuflar un complejo muy arraigado en su interior debido a sus hechuras, pero un trato habitual con él pronto alejaba esa idea de la cabeza. Era un tipo con unas cualidades profesionales destacadas, y además, un hombre culto en áreas que dejarían perplejo a quien quisiera solo verlo como un soldado distinguido pero medio analfabeto.
El hecho fue, en cualquier caso, que siendo yo teniente, quiso el azar que coincidiera con aquel hombre, que pasó de buenas a primeras a ser el coronel de mi regimiento. Yo, encuadrado en una de las compañías del segundo batallón de la unidad, no tenía habitualmente ningún contacto con él, a no ser en los momentos en los que, por circunstancias debidas al servicio, su presencia era lo natural, como, por ejemplo, en determinados ejercicios en el campo, o la instrucción de orden cerrado previa a algún acontecimiento que debíamos preparar con días e incluso semanas de antelación. En ellos, el coronel enano solía hacer su aparición de una manera inesperada, algo que en principio yo atribuí a una de las prerrogativas debidas a su categoría, pero de lo que pronto alguien me desengañó, puntualizando que se debía a su tendencia innata a aparecer cuando menos se le esperaba, tratando de esta manera de sorprender a las unidades en algún renuncio, para meter mano de inmediato a sus mandos. Era pues, independientemente de sus escasos centímetros, un tipo de armas tomar, con quien había que andarse con pies de plomo, pues tenía un concepto de la autoridad especialmente basado en el criterio de la cantidad de arrestos impuestos por unidad de tiempo. Con estos antecedentes, y siendo yo en esos momentos un estudiante por libre de sociología, me empeñé durante cierto tiempo en realizar un seguimiento de aquel individuo, en cuyas manos estaba mi vida en aquellos momentos, y si no mi vida, ya que los fusilamientos no eran ya en ese momento la norma, sí mi integridad física y psicológica en buena medida. Aprovechaba los momentos libres que tenía para acercarme al bar de Oficiales o las instalaciones del Mando y Estado Mayor, para acercarme a él con discreción, y observar con el mayor detalle posible su comportamiento.
De esta manera pude darme cuenta de ciertos aspectos, que es posible que pasaran inadvertidos para el resto del Regimiento, pero no para mí, que sin que se diera cuenta, pasé a convertirme en una especie de sombra que le acompañaba subrepticiamente a todas partes. Con independencia de la verificación de su escasa estatura y mal café, saqué algunas conclusiones que creo deberían figurar en cualquier ensayo de malos hábitos de la profesión, o en todo caso, de la ineptitud para el desarrollo consecuente del principio de autoridad (que, en su caso, nada tenía que ver con el “imperativo categórico” de Kant). Con tal motivo, a través del conducto reglamentario, acabé solicitando que como teniente más antiguo y de mayor estatura de la unidad, se me encargara de la instrucción y supervisión de la escuadra de gastadores regimental, lo que se me concedió, y me permitió pasar mucho tiempo en las proximidades de tan original personaje. Una de las primeras cosas que pude confirmar, es que  llevaba alzas, aunque tratara de disimularlas a base de confundir el color negro de la goma de los tacones con el del mismo color del cuero de los zapatos, con lo que me quedó claro que con aquel hombre tuvieron que hacer la vista gorda en el examen de ingreso en la academia, pues resultaba evidente que no daba la talla mínima.
Mi trabajo de campo, si tal puede llamarse a mi estudio sobre el terreno de Gutiérrez, abarcaba un mínimo de una hora diaria, ya que la escuadra de gastadores se ubicaba en las proximidades de su despacho, del que salía con frecuencia a echar un rapapolvos al primero que se le pusiera a tiro, especialmente al 2º Jefe y jefe del Estado Mayor, en mi opinión porque era una persona con mejor aspecto, alto y nada cabezón. Estuve encargado de la escuadra de gastadores durante seis meses, en los que tuve tiempo a llegar a ciertas conclusiones que expongo a continuación.
En mi opinión, el coronel enano padecía una suerte de neurosis obsesiva, que le hacía actuar siguiendo determinados impulsos irrefrenables, y que eran los siguientes: afán desmedido por la limpieza, fijación por la simetría y amor la redundancia, que paso a detallar más ampliamente. Sobre la limpieza, lo primero que hay que reseñar es su aspecto más que pulcro, pulimentado, como si acabara de salir de un lavavajillas con abrillantador, a lo que colaboraba un uniforme siempre impecable, recién planchado, con el que debía tener muchos miramientos al sentarse y levantarse, e incluso al caminar, doblando poco las rodillas, y dando la impresión de estar envarado o padecer de artrosis. Quizás exagero, pero, por otro lado, nadie podrá desdecirme de la impresión sorprendente que causaba su escaso pelo, teñido en tonos caoba e ineludiblemente cargado de brillantina, que aproximaba su aspecto a la de un personaje de  vodevil.
De todas maneras,  con ser importante, no era esto (ni siquiera añadiendo el exquisito cuidado que tenía en llevar los zapatos refulgentes y las uñas con manicura), lo más sobresaliente de su obsesión por la limpieza, sino el hecho de no admitir nada que ni remotamente pudiera recordar a un lugar habitado por seres humanos normales y corrientes. Baste, como ejemplo, el hecho de que el cuartel era pintado una y otra vez sin solución de continuidad, pasando del esmalte a la pintura plástica y el enjalbegado según las zonas de que se tratara, y los suelos barridos cada quince minutos mediante los métodos habituales de escoba y fregona. Y bimensualmente tratados con pulidora y abrillantadora los de loseta, y encerados a fondo los de parquet en las zonas nobles, además de una desinfección y desinfectación trimestrales.
Le molestaba hasta límites difícilmente imaginables, que los útiles y enseres de limpieza no fueran asimismo limpiados exhaustivamente. Por ejemplo, la presencia de más de dos colillas en un cenicero, le costó a un oficial de guardia una reprimenda sangrienta, librándose de un arresto disciplinario por un ataque de tos que tuvo a Gutiérrez convulso durante diez minutos, dado el esfuerzo realizado al gritar al oficial lo inadecuado de su conducta. Puede parecer de nuevo una exageración, pero quizás colabore a dar credibilidad a mi relato el hecho de que el día que me presenté ante él para despedirme, y no serían más de diez minutos los que me mantuvo en su despacho, salió tres veces a los aseos para lavarse las manos (lo noté porque cada vez que volvía se las venía sacudiendo: las toallas, incluso propias, debían inquietarle). Otro de los aspectos que aquel periodo en sus proximidades me permitió certificar, fue, como se dijo más arriba, su inusual tendencia a la sobrevaloración de la simetría, algo que se hacía evidente en su exigencia de que fuéramos rapados casi al cero, y que ni un pelo sobresaliera más que otro por debajo de la gorra, ya fuera en el interior del recinto regimental o en el campo. En cierta ocasión, en plena comida de confraternización con otros ejércitos después de una maniobras conjuntas, ordenó al capitán Peláez que fuera a peinarse de inmediato (se trataba de un tipo agitanado con un pelo fosco y rebelde de difícil doma). En la uniformidad también se hacía evidente su querencia por la simetría, exigiendo a todo el mundo un trato parejo a ambas partes del uniforme, hasta el punto de vigilar que nadie llevara las  estrellas o los galones en la bocamanga o las hombreras, disparejos. Asimismo se sabía que veía con buenos ojos (no podía exigirlo) que nadie llevara distintivos o condecoraciones en un lado del uniforme, y en ese sentido él mismo daba ejemplo, y excepto en actos estrictamente oficiales, jamás se colocaba las medallas o los pasadores que le correspondían. En este sentido, puede afirmarse su tendencia a ver el mundo como un lugar compuesto exclusivamente por líneas rectas. Posiblemente era de la opinión que las curvas lo complican todo y exigen el empleo de una geometría y trigonometría mucho más complicadas. Aunque poco creíble, redujo a escombros parte de la muralla del cuartel, que albergaba una hornacina ovoidal con una escultura de la patrona del cuerpo, y lo convirtió en una especie de casamata rectangular, donde, siendo muy devoto, mandó construir otra hornacina cúbica con la virgen susodicha. Era un ser euclidiano: quizás solo se trataba de eso.
El último aspecto reseñable en el coronel enano era, como dije con anterioridad, su desmedida afición a la redundancia, de la que daré solo unos ejemplos. Como ya se dijo antes, su obsesión por la limpieza, hizo que poco después de tomar el mando, el acuartelamiento se viera invadido por toda una colección de objetos cuyo fin era tratar que todo permaneciera inmaculado, especialmente a base de papeleras y ceniceros. Algo, después de todo lógico en quien pretendía que aquel lugar permaneciera más limpio que una patena, pero que podía empezar a chocar cuando sobre cada uno de tales cachivaches hacía escribir el objeto de su cometido. Es decir, sobre cada una de las papeleras estaba escrita la palabra “papelera”, y en uno de los lados de cada uno de los innumerables ceniceros había un letrerito con la palabra “cenicero”. En resumen: la forma y ubicación del objeto no le parecía suficiente. También mandó instalar un buen número de escupideras, que solo retiró a instancias del Comandante Médico, al decirle que aunque la tuberculosis y las afecciones pulmonares eran aún frecuentes, tal hecho no haría sino empeorar las cosas. Incluso en un momento determinado ( y esto enlaza con el primer punto tratado aquí), ante la llegada de ciertos fondos imprevistos para la unidad, encargó una remesa de maquinas limpia-calzado, que instaló en varios lugares estratégicos cerca de la zona donde formaba el personal franco de servicio para salir a la calle, pero que inesperadamente aparecieron cierto día por la mañana totalmente destrozados, sin que, sorprendentemente, el coronel Gutiérrez reaccionara en absoluto (las malas lenguas dijeron entonces que la empresa que le vendió los aparatos –y encargada de sustituirlos- pertenecía a su cuñado, algo que haría la situación más comprensible).
El coronel enano era, como creo que ha quedado demostrado, un personaje singular, que si bien era difícil de tratar con indiferencia, introdujo en nuestras vidas una capacidad por la que es posible que algunos tengamos que estarle agradecidos, por ejemplo, la de inventarnos estrategias para desaparecer en los momentos en los que nuestra vida corre peligro o presente determinados riesgos que no merece la pena soportar. De todas maneras, el día que ascendí a capitán y fui destinado a una batería de costa en Lugo (sobre esto escribiré otro día), me recibió, como dije más arriba, en su despacho y estuvo bastante cordial conmigo, independientemente de que su discurso se viera con frecuencia interrumpido por su compulsión a lavarse las manos cada tres minutos, o echar un rapapolvos inmisericorde a su segundo jefe. Durante ese tiempo, para mi perplejidad me dijo que estaba perfectamente al corriente del estudio al que le había sometido, y que quería darme las gracias, pues nunca nadie le había hecho tanto caso ni le había hecho sentirse tan importante, algo que me agradecía con independencia de mis conclusiones, porque estas le tenían absolutamente sin cuidado, “dada la vigencia en nuestros días de Napoleón” (sic).  En esos momentos para despedirse me alargó la mano, y pude ver en sus ojos una cierta mirada de complacencia y sorna. Era evidente que el coronel enano pretendía que no le olvidara e intentaba que me llevara un recuerdo diáfano de aquel instante y mi estancia en el regimiento, pues cuando solté su mano era evidente que también la mía estaba chorreando.  

jueves, 10 de noviembre de 2016

LOS SERES VIVOS



Las cosas con vida pueden tener pelo o no tenerlo, pero las demás cosas nunca lo tienen, aunque determinadas plantas puedan tener algo parecido. Pilosidades o vellosidades, pero nunca pelo propiamente dicho. Claro que las plantas son seres vivos mientras no se demuestre lo contrario.

Las cosas con vida, de hecho, no son realmente cosas sino seres vivos (para la definición del ser, recurrir a Aristóteles, por ejemplo), aunque con frecuencia sean tratadas como tales. Los seres vivos suelen ser más reactivos que las cosas, y tener una voluntad propia que no siempre permite que sean tratados a nuestro antojo. Por poner solo dos ejemplo: la lava de los volcanes y los ciclones del Caribe.

Las cosas con vida, es decir los seres vivos, son entes transitivos que mantienen con el exterior a ellos mismos un intercambio de propiedades, normalmente en forma de fluidos (oxígeno, CO2. O dicloro difenil tricloro etano, si tal cosa fuera posible). Las piedras son otra cosa, aunque haya seres que las veneran, y por raro que parezca, intercambian con ellas determinadas transacciones cargadas de significado.

Como norma general, los seres vivos necesitan de una atmósfera para respirar (o agua si se trata de peces o tienen branquias). Algunos, llamados humanos por ellos mismos, dicen tener alma, una entidad sobrenatural que habita en su interior aunque nunca la hayan podido ver ni ubicar dentro de su organismo. En latín se llamó ánima y en griego pneuma, que significan aire, aliento o soplo, dando así la impresión de que de que dicho artefacto y la respiración deben estar muy emparentados.

Se presentó en las Urgencias del hospital donde yo ejercía de médico, alegando sufrir males difusos en gran parte de su anatomía. Al intentar hacerle un pequeño historial médico para actuar en consecuencia, me dijo lamentar no poder darme demasiados detalles, pues a pesar de su apariencia humana, y por tanto de tratarse de un ser vivo, siempre se había considerado una cosa, incapaz por lo tanto de hablar de si mismo con propiedad,

Cierre la boca, tápese la nariz con una pinza y piense de inmediato en su alma, esa noble entidad de la que desde muy joven le dijeron que moraba en su interior. Verá como pasados no más de treinta segundos algo se hará más importante que ella y querrá respirar a pleno pulmón.