RECIDIVAS
-José Manuel Fernández Larrea se despierta en plena noche aquejado
de un mal difuso, o al menos incapaz de explicarlo de forma medianamente
coherente a su esposa, que yace a su lado, con dificultades para discernir lo
que su marido intenta decirle. Siendo una mujer perspicaz, y acostumbrada a
situaciones similares de José Manuel en
algunos momentos de vigilia a lo largo del tiempo de su convivencia matrimonial,
opta por llamarle por diferentes nombres, esperando que de esta guisa reaccione
cuando se vea reconocido o tratado como un extraño. Cualquiera de ambas
opciones le parecen válidas para que su marido recobre su equilibrio físico y
emocional.
Al cabo de un buen rato, y a punto ya María Luisa de terminal el
santoral, José Manuel, en esos momentos reconocido como Zósimo, decide dar por
terminada su representación y se duerme profundamente en brazos de la
susodicha, que bastante tiene con quitárselo de encima y depositarlo de un
empellón en la parte alícuota de la cama que le corresponde. A la mañana
siguiente, el señor Fernández Larrea dice no recordar el incidente en absoluto,
y es de la opinión que María Luisa ha tenido un mal sueño que nada tiene que
ver con la realidad. No obstante, unas ojeras profundas ante el espejo y el
santoral abierto sobre la mesilla de noche introducen en su mente ciertas dudas
que a punto están de causarle una recidiva a plena luz del día.
BIBERONES
El niño de la habitación de al lado llora con una desesperación
solo comprensible si su madre esa misma noche hubiera decidido pasarle de del
pecho al biberón, lo que dadas las horas no me parece lo más probable. Puede
tratarse de un dolor de tripa repentino por gases (ayer cenó precipitadamente)
o un terror nocturno inducido por una pesadilla que el pequeño no ha sabido resolver
adecuadamente como, por otro lado, suele suceder con los sueños cuando se hacen
acreedores de tal denominación. En cualquier caso, sea por a o sea por b, acabo
viéndome precisado a levantarme y pasear a lo largo y ancho de la habitación
con una agitación que, en un momento dado, me hace dudar entre llamar a la
recepción del hotel para informar de la situación y poner una queja, o tirarme
por la ventana. Pero finalmente ninguna de ambas posibilidades me parece la
idónea. La primera porque el hotel –por cierto un establecimiento de renombre a
escala nacional- nada tiene que ver con la patología del infante y nada puede
hacer (*), y la segunda porque la caída libre desde un séptimoto piso, aunque
se tratara del Waldorf Astoria, con toda probabilidad podría causarme serias
averías al llegar al suelo. O a los neones de color rojo escarlata parpadeantes
con el nombre del hotel situados dos pisos más abajo de la ventana trampolín.
(*) Pues descarto inmediatamente que el chico pueda ser objeto de
atenciones indebidas que justificaran la intervención inmediata de la fuerza
pública.
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