Me hubiera gustado que La Negri me hubiera tenido más en cuenta
antes de despedirse, si es que tal verbo puede emplearse con un gato, a falta
de las palabras o los gestos adecuados
para ello. No fue así y un día desapareció sin que hasta la fecha haya vuelto a
tener noticias de ella. Se trataba de una gatita negra en la que vertí todo mi
amor infantil. Mi fervor, podría decirse así, si tal cosa señala el entusiasmo
y dedicación con la que me entregué a ella en los escasos seis meses desde la
inundación, cuando la recogí aterida sobre unos troncos en el río, hasta el día
de autos. Siempre me porte bien, la alimenté adecuadamente, y la di todo mi
cariño, y esa es la razón principal de mi tristeza. Es posible sin embargo que
cuando fue entregada a Jesús, el jardinero que la quería para que desembarazara
su casa de ratones, no fuera del todo consciente de que se trataba de una
despedida definitiva. Los gatos, y otros animales de su tamaño y
características, con frecuencia solo andan a lo suyo, y son incapaces de
prevenir situaciones como la que lamentablemente sucedió, y que me tiene sumido
en algo más que una simple depresión. Pobrecilla y pobrecito de mi.
Claro que es posible que hoy en día me eche en falta y recuerde
con nostalgia nuestros juegos en el jardín, sobre todo cuando la hice estrella
de un circo infantil en el que ella jugaba un rol estelar. Su número consistía
en subir una escalera de casi dos metros detrás del rastro olfativo de una
sardina que yo mismo mantenía entre mis dedos a escasos centímetros de su
nariz, para después dar un salto más que acrobático sobre una plataforma aún
más lejos, donde podía disponer del pescado a su gusto. Todo aparentemente
simple, pero nunca hay que minusvalorar determinadas acciones porque resulten
sencillas desde un punto de vista estrictamente mecánico. Más si como ha debido
resultar evidente, el felino no solo olía al pez, sino que lo veía, aunque no
sea este el momento adecuado para meterse en disquisiciones sobre la prioridad
de uno u otro sentido en el animalito.
La verdad es que a pesar del tiempo transcurrido todas las mañanas
me asomo por el ventanuco de mi habitación sobre el jardín con la esperanza de
verla de regreso. Me anima a ello haber leido hace pocas fechas la heroicidad
de un perro que siguió el rastro de su amo durante más de sesenta kilómetros
hasta que lo encontró. Y lo de menos fue el hecho en sí, sino la consideración
de que éste, pocos días después de abandonar al perro en un bosque perdido
entre las montañas, se sintió indispuesto y murió de manera fulminante, siendo
enterrado en un pueblo vecino, que el chucho no conocía en absoluto.
Y hablando de estas encantadoras mascotas no puedo dejar de
recordar al mismo tiempo el triste final de El Chili, mi querido perrito
ratonero, que también me dejó sin despedirse. Era un bicho absolutamente
vulgar, y en eso residía precisamente su principal encanto. Era dócil, alegre
juguetón y valiente cuando hacía falta, por ejemplo con las ratas, algo que
debe ser tenido en cuenta considerando que éstas tenían casi su tamaño. Y mira
por donde, estos nauseabundos individuos fueron las causantes de su
desaparición. Una infausta mañana poco antes de conocer a la Negri, apareció en
el jardín patas arriba hinchado como un globo, envenenado. Sin duda el pobre
bicho en su celo protector, y llevado por una candidez que era otra de sus
características principales, había dado un tiento a la estricnina que los
jardineros ponían aquí y allá para cargarse a las ratas. Y quien dice
jardineros, dice, entre otros, al que poco después se llevó a mi adorada gata, a
Jesús, quien al parecer y en contra de todos estos testimonios se sigue
llamando igual, aunque nada tenga que ver con el pescador de Galilea.
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