No quería verlos, porque tenía la
impresión a priori que tal cosa podría resultar desagradable. Si debo ser
sincero, no tenía para ello razones de peso, aunque no me faltaban algunos
detalles, por mínimos que fueran, que podrían ponerme sobre aviso. No fue
agradable, teniendo sobre todo en cuenta que sus padres, después de años de intentarlo
infructuosamente, habían logrado por fin mediante métodos debidos al ingenio
humano, lo que la naturaleza no pudo de motu propio. Se trataba de dos personas
de talla inferior a la normal, pero en absoluto enanos, de cuerpos robustos
tirando a rechonchos, y unas cualidades psíquicas que uno no desea en principio
para su progenie. Gente, quiero decir, poco abierta, hosca e incluso desabrida
en ocasiones que para nada se prestaban a ello, de palabras escasas que había
que arrancarles como si se tratara de sanguijuelas determinadas a su labor de
sangría. Pero llegó un momento en que no tuve más remedio que asomar la cabeza
a la cunita donde yacían las dos criaturas venidas a este mundo in extremis a
través de métodos inaceptables para determinada confesión religiosa, de la que
ellos, sin embargo, eran fervientes feligreses.
La reproducción de la especie, pasa
por alto con frecuencia minucias de ese tipo, y no se consideran aspectos de
las mismas que contradicen los impulsos de la naturaleza, o el mero hecho de
dejar herederos siendo el patrimonio de los abuelos cuantioso. Eran, para que
vamos a decir otra cosa, dos auténticos demonios, que asomaban sus cabecitas
sobre una especie de serón donde sus papás los habían recluido a modo de cuna,
posiblemente para no hacer evidentes la desdicha de sus extremidades. Tenían
los dos mucho pelo negro, a pesar de ser recién nacidos y ya parecía recio y
poco dado a cambios posteriores. Los ojos relucían como dos carbuncos, dos
ascuas oscuras que parecían interrogar al recién llegado como si le preguntaran
que se le había perdido en tales latitudes. La buena voluntad resultaba inútil,
y las dos criaturas provocaban una sensación desagradable de difícil manejo,
por lo que los padres, viendo mi cara de perplejidad, acabaron introduciendo a
sus vástagos en el habitáculo, agradeciendo no tener que soportar la vergüenza
de tener que enseñar unas piernas en las que el pelo era ya lo más reseñable.
Durante un tiempo, tuve la suerte de no cruzarme de nuevo con la joven pareja,
no sólo porque no coincidiéramos en nuestros respectivos itinerarios, sino
porque yo estaba muy atento al horizonte, y en cuanto les veía tomaba otra
dirección temeroso de encontrarme esas
alturas algo así como a dos hombres lobo ante los que fuera incapaz de
disimular mi desagrado. Un día sin embargo, inopinadamente, al salir de una
curva sin visibilidad me topé directamente con ellos y su cochecito para
gemelos que no pude rehuir so acusación de una mala educación injustificable.
Me asomé pues por tanto a la cunita,
y mi sorpresa fue mayúscula, pues tuve la impresión de encontrarme con dos
nenas monísimas y rubias, que me hicieron pensar de inmediato en problemas
propios de percepción o en metamorfosis espontáneas y fulminantes. Espoleado,
pues por una curiosidad sin límites tiré hacia mí de uno de los infantes,
pudiendo comprobar que también el vello renegrido y fosco del primer día, había
desaparecido, dejando lugar a las piernas gordezuelas y simpáticas de un bebé
rubicundo. Miré a los padre con una cara de incredulidad que no debió pasares
desapercibida, pues pude percibir en el brillo de sus ojos un amago de burla,
como si de alguna manera, ellos supieran de qué se trataba y no quisieran
decírmelo para hacer evidente mi malos sentimientos. Antes de despedirse, sin
embargo, y sin darles tiempo a alejarse, tiré de la otra criatura y de un sólo
vistazo pude comprobar que a la altura de los tobillos el pelo permanecía
sobresaliendo sobre los calcetines, al tiempo que se me hizo evidente que
alguien había pasado una rasuradora sobre sus cejas, que a pesar de todo
parecían recobrar todo el brío de un pelo negro de primera calidad a punto de
rebrotar tal cual, a pesar del agua oxigenada. Al dejarlo de nuevo en el
capacho, no pude impedir que mis sentimientos más miserables salieran a
superficie, y justo en el momento de depositarlo, le di un tirón de la
pelambrera de sus tobillos, al que la criatura reaccionó con un alarido que me
puso los pelos de punta, pues era evidente que tales decibelios no podían
provenir de una garganta estrictamente humana.
Los padres me lanzaron una mirada
acusatorio que no dejaba lugar a dudas, y prácticamente salieron corriendo en
dirección contraria, mientras el niño aún berreaba de manera más que
sospechosa. Traté de tranquilizarme entonces, al tiempo que me alejaba,
imaginándome tumbado cuán largo era sobre un campo de margaritas, mientras el
sol declinaba y se disponía a ocultarse, posiblemente sabedor de que nada hay
de nuevo bajo él mismo. Recordé entonces una inquietante película de Roman
Polanski, en el que una encantadora mujer es poseída por el diablo y da a luz
un monstruo que, sin embargo, pronto encuentra en su vecindario a sus más
devotos feligreses. Qué trance, me dije, percibir que uno ha parido a Satán, y
que desde ese momento en adelante tendrá frente a sí a toda la Curia romana y
el pueblo llano, que no quiere saber nada de variantes indeseadas ni de
teologías en desuso. En mi cabeza, sin embargo, permaneció largo tiempo la duda
de cual de los dos progenitores originó a la bestia múltiple, si él con sus
andares un tanto cabríos, o ella, con un amago de bigote oscuro más que
evidente.
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