viernes, 1 de julio de 2016

AMIGOS



Queridos amigos, en primer lugar quiero agradecerles su presencia aquí esta tarde para acompañarme en estas supongo que reflexiones, que de antemano les confesaré que apenas tengo pergeñadas. Pero al empezar,  desde luego, no quiero olvidar dar las gracias a la Fundación Juan Parch por la gentileza que ha tenido al invitarme y contar conmigo como uno de los intervinientes en este ciclo , en el que se supone  que unos cuantos de quienes nos dedicamos a escribir podemos tener contacto con nuestros lectores, entre los que supongo se hallarán algunos de ustedes, aunque, para ser sincero desde el principio, creo que apenas serán una minoría de los aquí presentes, y no por su falta de voluntad,  sino posiblemente,  porque mi  forma de comunicarme no cuenta con el entusiasmo de la mayoría.   Se me presenta,  por lo tanto un inconveniente a priori, y es saber que en buena medida,  la mayoría de ustedes no me leen, y me remito a las estadísticas que no creo que me desmientan,  y que por lo tanto lo que yo pueda decirles les tendrá sin cuidado,  puesto que incluso carecen de los datos que pudieran hacer de estas declaraciones algo interesante.    Dicho sea esto con todos mis respetos y la mayor simpatía. Uno suele vincularse a discursos coincidentes con el propio e ignorar aquellos que por su continente o    contenido no nos alcanzan, haciéndosenos ajenos, portadores en resumidas cuentas,  de lenguajes con tendencia a jeroglíficos.  
Comprendo que el título de mi última novela “Del electromagnetismo como fundador del impulso amoroso en los trenes de larga distancia”, puede resultar descorazonador para quienes buscan de entrada empatías que nada tengan que ver con el mundo de la Física y sí con el de las emociones y sentimientos. Pero, permítanme en este momento apuntarles que la expresividad explícita suele ser una coartada que puede dar lugar, poco más tarde, a auténticas cuchufletas, en las que el desarrollo de la acción discurre por unos cauces más que previsibles,  y en el que el tópico suele ser el denominador común, de manera que genere la empatía del lector a pesar de un lenguaje rancio y zafio, pero que en los menos exigentes o    avispados provocará una emoción para la que en nada habrá sido necesario un léxico sugerente y menos aún una sintaxis correcta.   No quiero, dicho lo anterior, ser considerado como integrante de una elite poseedora de un lenguaje rico aunque críptico, sino únicamente señalar que no siempre lo explícito es señal de calidad, y que quienes como yo recurrimos a alambicamientos que pueden resultar farragosas, podemos en algunas ocasiones ser poseedores de una simplicidad que se hace evidente cuando se poseen las claves para la desencriptación de lo escrito.   Si se toman la molestia de leer la obra anteriormente apuntada, a la que deliberadamente di un título de ensayo en homenaje a Albert Einstein y su año prodigioso, 1905, verán que excepto párrafos entrecomilladas que tratan de rendir tributo al descubridor de la teoría de la Relatividad, el resto, es decir la mayor parte de la novela,  discurre por cauces que apenas se alejan de la literatura romántica del diecinueve, e incluso, en ocasiones, de forma también consciente, recurre a expresiones no muy alejadas del lenguaje popular que se puede escuchar sin ser demasiado exigente en cualquier bar de cualquier esquina y que podemos encontrar en la literatura popular de venta en los quioscos.   Es cierto que no siempre es agradable enfrentarse a situaciones en las que , valga el ejemplo, tengamos que recurrir a la brújula para orientarnos o    disponer de un diccionario a mano para averiguar de qué se trata, pero también lo es que, si reflexionamos, son esas ocasiones las que se nos brindan para abordar la realidad desde periferias hasta entonces no consideradas, y que, a poco que lo aceptemos, podrán abrir nuestra conciencia a mundos no tan soterrados, pero que permanecen ocultos en la medida que preferimos una evidencia nada enriquecedora. Dentro de unos días aparecerá en las librerías la segunda parte de la novela ya mencionada, que forma parte de una trilogía en la que trato dar cuenta de mi visión del mundo contemporáneo, desde mi punto de vista enceguecido por la velocidad y la ingesta indiscriminada de productos de consumo de todo tipo.
En esto coincido con Baudrillard, Lipovetsky y otros pensadores del mundo moderno en el que la percepción exagerada de estímulos nos lleva de manera irremediable a tratar lo que nos rodea como a simples objetos de los que tratamos de sacar el máximo rendimiento sin importarnos sus cualidades o    el orden a que los mismos pertenezcan, de manera que en ocasiones podemos relacionarnos con un semejante como si fuera una cosa, y con esta como si fuera un semejante.   Esta distorsión perceptiva creo que queda clara en el desarrollo de la acción de “Del electromagnetismo como generador del fenómeno amoroso en los trenes de alta velocidad”, en la que trato de establecer un vínculo entre las distorsión generada en la percepción de los fenómenos luminosos a velocidades próximas a la de la luz y la de las relaciones eventuales, esporádicas o    simplemente “flous” del ser humano de nuestros días, de mí mismo, y de ustedes, señoras y señores que tienen la amabilidad de escucharme.  
Quisiera, llegado aquí, establecer un pacto con ustedes o    al menos con la mayoría de ustedes que crea en mi buena voluntad.  No soy amante de la experimentacio   n y mi obra escrita no responde a un pretendido anhelo de encriptacio   n, no recurre a malabarismos con objeto de hacerla más valiosa ni de culto, y si no se aproxima al lirismo y emocio   n que pueden suscitar los versos de, por ejemplo,  Neruda, no es porque deliberadamente intente tocar otros registros. Las palabras afluyen a mi boca, y más frecuentemente a mi estilográfica, pues sabrán que siempre escribo a mano, con la torrencialidad con la que los afluentes del Nilo desbordan su cauce o    hacen que el lago Victoria alcance unas proporciones que solo un espiche puede aliviar, no lo puedo remediar y no es un mérito, sino en ocasiones posiblemente todo lo contrario.   La locuacidad solo tiene sentido si es acompañada de un campo semántico, generador de algún tipo de reflejo positivo en quien es objeto de tal afluencia verbal.   Sé que lo intentarán, pues el puro hecho de escucharme, a pesar de algunas ausencias que han ido produciéndose a lo largo de la charla, es ya suficiente mérito para intentarlo.   Las tardes de la capital discurren ociosas en primavera y hacer el esfuerzo de comprender a alguien como yo, es merecedor de recompensas que espero que encuentren en mis libros a poco que se lo propongan.   Muchas gracias.  

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