Queridos amigos,
en primer lugar quiero agradecerles su presencia aquí esta tarde para
acompañarme en estas supongo que reflexiones, que de antemano les confesaré que
apenas tengo pergeñadas. Pero al empezar, desde luego, no quiero olvidar dar las gracias
a la Fundación Juan Parch por la gentileza que ha tenido al invitarme y contar
conmigo como uno de los intervinientes en este ciclo , en el que se supone que unos cuantos de quienes nos dedicamos a
escribir podemos tener contacto con nuestros lectores, entre los que supongo se
hallarán algunos de ustedes, aunque, para ser sincero desde el principio, creo
que apenas serán una minoría de los aquí presentes, y no por su falta de
voluntad, sino posiblemente, porque mi
forma de comunicarme no cuenta con el entusiasmo de la mayoría. Se me presenta, por lo tanto un inconveniente a priori, y es
saber que en buena medida, la mayoría de
ustedes no me leen, y me remito a las estadísticas que no creo que me desmientan,
y que por lo tanto lo que yo pueda
decirles les tendrá sin cuidado, puesto
que incluso carecen de los datos que pudieran hacer de estas declaraciones algo
interesante. Dicho sea esto con todos mis respetos y la
mayor simpatía. Uno suele vincularse a discursos coincidentes con el propio e
ignorar aquellos que por su continente o
contenido no nos alcanzan, haciéndosenos
ajenos, portadores en resumidas cuentas, de lenguajes con tendencia a jeroglíficos.
Comprendo que el
título de mi última novela “Del electromagnetismo como fundador del impulso
amoroso en los trenes de larga distancia”, puede resultar descorazonador para
quienes buscan de entrada empatías que nada tengan que ver con el mundo de la
Física y sí con el de las emociones y sentimientos. Pero, permítanme en este
momento apuntarles que la expresividad explícita suele ser una coartada que
puede dar lugar, poco más tarde, a auténticas cuchufletas, en las que el
desarrollo de la acción discurre por unos cauces más que previsibles, y en el que el tópico suele ser el denominador
común, de manera que genere la empatía del lector a pesar de un lenguaje rancio
y zafio, pero que en los menos exigentes o
avispados provocará una emoción
para la que en nada habrá sido necesario un léxico sugerente y menos aún una
sintaxis correcta. No quiero, dicho lo
anterior, ser considerado como integrante de una elite poseedora de un lenguaje
rico aunque críptico, sino únicamente señalar que no siempre lo explícito es
señal de calidad, y que quienes como yo recurrimos a alambicamientos que pueden
resultar farragosas, podemos en algunas ocasiones ser poseedores de una
simplicidad que se hace evidente cuando se poseen las claves para la desencriptación
de lo escrito. Si se toman la molestia
de leer la obra anteriormente apuntada, a la que deliberadamente di un título
de ensayo en homenaje a Albert Einstein y su año prodigioso, 1905, verán que
excepto párrafos entrecomilladas que tratan de rendir tributo al descubridor de
la teoría de la Relatividad, el resto, es decir la mayor parte de la novela, discurre por cauces que apenas se alejan de la
literatura romántica del diecinueve, e incluso, en ocasiones, de forma también
consciente, recurre a expresiones no muy alejadas del lenguaje popular que se
puede escuchar sin ser demasiado exigente en cualquier bar de cualquier esquina
y que podemos encontrar en la literatura popular de venta en los quioscos. Es cierto que no siempre es agradable
enfrentarse a situaciones en las que , valga el ejemplo, tengamos que recurrir
a la brújula para orientarnos o disponer de un diccionario a mano para averiguar
de qué se trata, pero también lo es que, si reflexionamos, son esas ocasiones
las que se nos brindan para abordar la realidad desde periferias hasta entonces
no consideradas, y que, a poco que lo aceptemos, podrán abrir nuestra
conciencia a mundos no tan soterrados, pero que permanecen ocultos en la medida
que preferimos una evidencia nada enriquecedora. Dentro de unos días aparecerá
en las librerías la segunda parte de la novela ya mencionada, que forma parte
de una trilogía en la que trato dar cuenta de mi visión del mundo contemporáneo,
desde mi punto de vista enceguecido por la velocidad y la ingesta
indiscriminada de productos de consumo de todo tipo.
En esto coincido
con Baudrillard, Lipovetsky y otros pensadores del mundo moderno en el que la
percepción exagerada de estímulos nos lleva de manera irremediable a tratar lo
que nos rodea como a simples objetos de los que tratamos de sacar el máximo rendimiento
sin importarnos sus cualidades o el orden a que los mismos pertenezcan, de
manera que en ocasiones podemos relacionarnos con un semejante como si fuera
una cosa, y con esta como si fuera un semejante. Esta distorsión perceptiva creo que queda
clara en el desarrollo de la acción de “Del electromagnetismo como generador
del fenómeno amoroso en los trenes de alta velocidad”, en la que trato de
establecer un vínculo entre las distorsión generada en la percepción de los fenómenos
luminosos a velocidades próximas a la de la luz y la de las relaciones
eventuales, esporádicas o simplemente “flous” del ser humano de nuestros
días, de mí mismo, y de ustedes, señoras y señores que tienen la amabilidad de
escucharme.
Quisiera, llegado
aquí, establecer un pacto con ustedes o
al menos con la mayoría de
ustedes que crea en mi buena voluntad. No
soy amante de la experimentacio n y mi
obra escrita no responde a un pretendido anhelo de encriptacio n, no recurre a malabarismos con objeto de
hacerla más valiosa ni de culto, y si no se aproxima al lirismo y emocio n que pueden suscitar los versos de, por
ejemplo, Neruda, no es porque
deliberadamente intente tocar otros registros. Las palabras afluyen a mi boca, y
más frecuentemente a mi estilográfica, pues sabrán que siempre escribo a mano, con
la torrencialidad con la que los afluentes del Nilo desbordan su cauce o hacen
que el lago Victoria alcance unas proporciones que solo un espiche puede
aliviar, no lo puedo remediar y no es un mérito, sino en ocasiones posiblemente
todo lo contrario. La locuacidad solo
tiene sentido si es acompañada de un campo semántico, generador de algún tipo
de reflejo positivo en quien es objeto de tal afluencia verbal. Sé que lo intentarán, pues el puro hecho de escucharme,
a pesar de algunas ausencias que han ido produciéndose a lo largo de la charla,
es ya suficiente mérito para intentarlo.
Las tardes de la capital discurren ociosas en primavera y hacer el esfuerzo
de comprender a alguien como yo, es merecedor de recompensas que espero que
encuentren en mis libros a poco que se lo propongan. Muchas gracias.
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