viernes, 1 de julio de 2016

RIESGOS



Soy un cobarde, para que nos vamos a engañar. A lo largo de mi vida he pasado por unas cuantas situaciones de riesgo, y sin importarme de que  se tratase, me he quitado de en medio inmediatamente. Incluso en ocasiones en las que alguien estaba en apuros, si no me veía nadie, ponía tierra de por medio. Debe ser algo consustancial conmigo, pues en las pocas ocasiones en que he mantenido el tipo, me ha entrado una temblona que ha sido casi peor que haber optado por la huída. Sin embargo, últimamente, por razones que desconozco, continuamente me veo tentado a asumir situaciones objetivamente peligrosas de forma compulsiva, aunque no sé si en el fondo son algo así como unas ganas de desquite ante una fragilidad personal que me abochorna.
Por ejemplo, tengo una pistola en casa de cuando estaba en activo. Todos los años paso revista de arma y cumplo los requisitos necesarios para seguir teniéndola, pero lo cierto es que jamás la hice caso, y siempre la he tenido encerrada en una caja fuerte, no vaya a ser que alguien en casa pueda cogerla un día y tengamos una desgracia. Nunca me gustó, y la tengo casi por un prurito de orgullo dada mi profesión anterior, pero a mí las armas de fuego y toda esa quincallería bélica, siempre me pareció cosa de tarados o gente agresiva, que no es mi caso. Pues bien, hace ya unos meses, cuando estoy solo, la saco y la pongo frente a mí encima de la mesa, y me la quedo mirando un rato largo. Qué artilugio tan extraño y tan “específico”, me digo. Sólo sirve para una cosa. Y lógicamente está de más que lo especifique. Porque un cuchillo, a veces cojo uno de cocina grande y lo pongo a su lado, también sirve para eso, pero sobre todo para pelar patatas o frutas o para ayudar a trinchar un pollo. ¿Pero la pistola? Se va a pasar toda la vida allí metida, sin servir para nada, pues ni siquiera en mi cabeza ha surgido la idea de acercarme a una galería de tiro y hacer puntería. No me gusta. Finalmente me he decidido, y en esas ocasiones, pasado un rato, la cojo y juego con ella, le acaricio las cachas y el cañón, me la paso por la cara o en ocasiones hago punterías sobre cualquier objeto de casa, sobre todo bibelots y fotografías. Al principio me asustaba, pero ya no. De hecho, en los últimos días incluso me asomo a la ventana, y con disimulo apunto a la gente que pasea por la calle y disparo, aunque claro, sin munición en la recámara. Incluso he llegado a ponerme en la sien o metérmela en la boca para sentir la frialdad del acero pavonado. Es una Star de 9 mm largo, y a veces trato de sentir las estrías dentro del cañón metiendo la punta de la lengua. No tiene ningún sentido, pero lo hago. Ayer  me asusté un poco de mi mismo, porque decidí meter una bala en la recámara y jugar con ella dentro, pero sin amartillar el percutor. Me produce escalofríos.
El cuchillo, bien pensado, también tiene su cosa, de acero reluciente y un filo que da escalofríos, porque Luisa es muy aficionada a los asados, y algún fin de semana invitamos a algún matrimonio conocido. Un tajo en las venas de la muñeca siempre me pareció muy aparatoso, aunque un tipo decidido dice zás y ya se sabe. Lo cierto es que, no obstante, no tengo ningunas ganas de quitarme de en medio, porque mi matrimonio va bien y adoro a mis hijos, y aunque ya no trabajo, me entretengo en mil cosas, que la verdad es que entre unas y otras no tengo tiempo para nada. Me imagino que estas chaladuras deben de estar escritas en los libros de psiquiatría, a lo mejor hay gente que sufre de “repentes”, y aunque no tenga motivos, hace una tontería. Qué sé yo, probablemente tendría que ir al médico y contarle estas historias. Quizás, como dije al principio, sólo se trata de que en mi interior me ha quedado la idea de que soy un miedica, y estas son maneras de convencerme de que no es cierto, asumiendo unos riesgos estúpidos, como si me dijera “os creíais que era un cagón, pues para que veáis: con dos cojones”.
No sé, me siento un poco intranquilo, y creo que lo que voy a hacer definitivamente es devolver la pistola de manera oficial, y se acabó esta ridícula historia. Estoy decidido. Aunque claro, el tema es que no voy a decirle a Luisa que retire los cuchillos de mi vista, y los esconda en otra caja fuerte con todos los productos químicos de limpieza, que creo que son peor que la cicuta: un trago de raticida, limpia metales o desatascador, y listo. Incluso si tal cosa fuera posible, si pierdo los papeles, puedo optar por cosas peores, como dar un volantazo cuando toda la familia vamos en coche y meternos debajo de un camión, o saltar por un terraplén con mucha pendiente.
Hay infinitas maneras de hacer mutis, pero no entiendo el motivo de esta obsesión, más bien un temor, como si en el puesto de mando de mi cabeza se hubiera infiltrado un terrorista dispuesto a inmolarse, pero no por el Profeta ni por la Madre Patria, ni leches, sino simple y llanamente porque creo que en alguna medida, estoy como una chota. De todas maneras, ahora que el verano está cerca, y vamos todos a trasladarnos unos días a Irlanda, donde estudia una de mis hijas en una Universidad católica, pienso que estas ideas perturbadoras se me van a ir de la cabeza. Estoy muy apegado a los míos, y hace casi un año que no veo a la niña, que además, sin que los otros se enteren, es mi preferida, aunque a mi todo eso de la religión que a ella le importa mucho, me tiene sin cuidado. De hecho es algo que me irrita porque me parece totalmente irracional, aunque debe tener sus ventajas porque ella es una chica inteligente y encantadora y se la ve muy feliz. No lo sé, la verdad es que estoy bastante confundido. Esto es también irracional, y debería hablarlo con alguien, pero no me atrevo a hacerlo con Luisa, que aparte de mi mujer, es la persona con quien tengo más confianza: estoy seguro que la asustaría y sería una crueldad por mi parte. Creo que allí, estando todos juntos en un país extraño, me tranquilizaré, aunque si debo ser sincero, me inquieta la visita prevista a los acantilados de Moher, allí un pequeño resbalón y se acabó. Aunque para un romántico sería una belleza terminar así: cayendo desde gran altura sobre las olas de un mar enfurecido.

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