lunes, 25 de abril de 2016

INSENSATECES

Mi amigo C.Q me invitó a su boda de una forma inesperada. Hacía tiempo que no sabía nada de él, y aunque hicimos juntos la carrera, él la abandonó antes de terminar y le perdí la pista. La verdad es que su abandono de los estudios me sorprendió porque era uno de los mejores, con una facilidad increíble para las matemáticas, y en general, para todo lo que tuviera que ver con la inteligencia racional o abstracta. No le interesaba nada más, y en otras áreas de la cultura podría ser considerado prácticamente como un analfabeto, algo que él justificaba diciendo que ya tenía bastante literatura en la vida normal como para dedicarse a leer nada parecido. Lo cierto es que después del verano del penúltimo curso, no se presentó en la Escuela, y no supe nada de él hasta estas Navidades, cuatro años después, cuando recibí una postal desde Addis Abeba, comunicándome que había conocido allí a una mujer africana bellísima de la que se había enamorado perdidamente, y que no quería saber nada que no tuviera que ver con ella. Comprendía que lo que le pasaba no era razonable, pero insistía en que había momentos en la vida en los que había que jugársela, y que estaba seguro que si regresaba, su mujer (ya la llamaba así), una ser extraordinario, acabaría liándose con alguno de los muchos europeos que vivían allí tratando de hacer fortuna a pesar del mal clima político y social del país. Decía que me recordaba con mucho afecto, y que me invitaba para que fuera en nombre de toda la clase. Le hubiera encantado invitar a los demás, pero siendo la familia de Rasha muy numerosa, le era del todo imposible. Me quedé bastante perplejo y comenté la posibilidad del viaje con los pocos compañeros con los que todavía me relacionaba, que me lo desaconsejaron vivamente recordándome el ambiente anárquico y casi bélico de aquella zona. Pero lo cierto es que algo en mi interior me impulsaba a ir, sobre todo porque me resultaba inverosímil que alguien estuviera a punto de cometer una tontería de ese calibre por una mujer de la que, por lo que me decía, yo tenía la impresión que le atraía exclusivamente por la novedad y su exotismo. Uno no debe dejarse seducir por los aspectos de una relación que pareciendo en principio maravillosa, acaba haciéndose vulgar pasado cierto tiempo.
De todas maneras C.Q., por lo que me contaba, llevaba bastante tiempo en África, o al menos el suficiente para haberse desencantado, pero al no ser así, acabé contestándole afirmativamente y volando al Cuerno de África un fin de semana para asistir a su boda. Me vino a buscar al aeropuerto con su novia, que para mi sorpresa, ni siquiera era nativa, sino una italiana afincada allí desde la época colonial. Disimulé como pude la decepción que me causó tal hecho, y me dispuse a pasar los dos días lo mejor posible, una vez desvanecido el encanto y tipismo que había imaginado en tal tipo de relación. Lo cierto, no obstante, es que en el breve trayecto en su coche desde el aeropuerto a la capital, aquella mujer me causó una fuerte impresión, no tanto por su aspecto, aunque debo reconocer que no estaba mal y que tenía una mirada muy sugerente, sino por un halo que parecía rodearla e investirla de un misterio que me hizo pasar toda la tarde pensando en ella, como si estuviera bajo los efectos de un hechizo del que no podía salir por más que lo intentara. La boda se celebró en un lugar extraño, una especie de descampado en la linde de un bosque donde habían alzado unas carpas gigantes, en las que los invitados, gente muy alegre y casi al borde de la euforia, se acomodó para el banquete después de la ceremonia.
Lo que aconteció después es algo que ni siquiera hoy en día he podido aclarar, a pesar de habérselo contado a algunos amigos íntimos e incluso a algún que otro psiquiatra. Sucedió que en medio de la comida, tuve que ausentarme de repente urgido por una necesidad imperiosa que nada tenía que ver con las físicas que pueden sorprendernos en cualquier momento, sino con un imperativo interno que me conminaba a encerrarme con mis pensamientos, víctima de una desazón creciente. Sentí que aquella mujer me pertenecía y que no podía soportar la situación ni un instante más. Desesperado y sin saber que hacer, opté por huir del lugar por una senda detrás de unos arbustos, ocultos a la mirada de los invitados. Me alejé corriendo como un aventado, me dirigí al hotel, hice el equipaje precipitadamente y cogí de inmediato un taxi hacia el aeropuerto. Ya en el aire, al mirar hacia abajo, tuve la impresión que una nube de polillas blancas y repugnantes sobrevolaba la zona. Supe entonces que la envidia y la vergüenza se pueden disfrazar de muchas cosas.

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