Mi amigo C.Q me invitó a su boda de una forma inesperada. Hacía
tiempo que no sabía nada de él, y aunque hicimos juntos la carrera, él
la abandonó antes de terminar y le perdí la pista. La verdad es que su
abandono de los estudios me sorprendió porque era uno de los mejores,
con una facilidad increíble para las matemáticas, y en general, para
todo lo que tuviera que ver con la inteligencia racional o abstracta. No
le interesaba nada más, y en otras áreas de la cultura podría ser
considerado prácticamente como un analfabeto, algo que él justificaba
diciendo que ya tenía bastante literatura en la vida normal como para
dedicarse a leer nada parecido. Lo cierto es que después del verano del
penúltimo curso, no se presentó en la Escuela, y no supe nada de él
hasta estas Navidades, cuatro años después, cuando recibí una postal
desde Addis Abeba, comunicándome que había conocido allí a una mujer
africana bellísima de la que se había enamorado perdidamente, y que no
quería saber nada que no tuviera que ver con ella. Comprendía que lo que
le pasaba no era razonable, pero insistía en que había momentos en la
vida en los que había que jugársela, y que estaba seguro que si
regresaba, su mujer (ya la llamaba así), una ser extraordinario,
acabaría liándose con alguno de los muchos europeos que vivían allí
tratando de hacer fortuna a pesar del mal clima político y social del
país. Decía que me recordaba con mucho afecto, y que me invitaba para
que fuera en nombre de toda la clase. Le hubiera encantado invitar a los
demás, pero siendo la familia de Rasha muy numerosa, le era del todo
imposible. Me quedé bastante perplejo y comenté la posibilidad del viaje
con los pocos compañeros con los que todavía me relacionaba, que me lo
desaconsejaron vivamente recordándome el ambiente anárquico y casi
bélico de aquella zona. Pero lo cierto es que algo en mi interior me
impulsaba a ir, sobre todo porque me resultaba inverosímil que alguien
estuviera a punto de cometer una tontería de ese calibre por una mujer
de la que, por lo que me decía, yo tenía la impresión que le atraía
exclusivamente por la novedad y su exotismo. Uno no debe dejarse seducir
por los aspectos de una relación que pareciendo en principio
maravillosa, acaba haciéndose vulgar pasado cierto tiempo.
De
todas maneras C.Q., por lo que me contaba, llevaba bastante tiempo en
África, o al menos el suficiente para haberse desencantado, pero al no
ser así, acabé contestándole afirmativamente y volando al Cuerno de
África un fin de semana para asistir a su boda. Me vino a buscar al
aeropuerto con su novia, que para mi sorpresa, ni siquiera era nativa,
sino una italiana afincada allí desde la época colonial. Disimulé como
pude la decepción que me causó tal hecho, y me dispuse a pasar los dos
días lo mejor posible, una vez desvanecido el encanto y tipismo que
había imaginado en tal tipo de relación. Lo cierto, no obstante, es que
en el breve trayecto en su coche desde el aeropuerto a la capital,
aquella mujer me causó una fuerte impresión, no tanto por su aspecto,
aunque debo reconocer que no estaba mal y que tenía una mirada muy
sugerente, sino por un halo que parecía rodearla e investirla de un
misterio que me hizo pasar toda la tarde pensando en ella, como si
estuviera bajo los efectos de un hechizo del que no podía salir por más
que lo intentara. La boda se celebró en un lugar extraño, una especie de
descampado en la linde de un bosque donde habían alzado unas carpas
gigantes, en las que los invitados, gente muy alegre y casi al borde de
la euforia, se acomodó para el banquete después de la ceremonia.
Lo
que aconteció después es algo que ni siquiera hoy en día he podido
aclarar, a pesar de habérselo contado a algunos amigos íntimos e incluso
a algún que otro psiquiatra. Sucedió que en medio de la comida, tuve
que ausentarme de repente urgido por una necesidad imperiosa que nada
tenía que ver con las físicas que pueden sorprendernos en cualquier
momento, sino con un imperativo interno que me conminaba a encerrarme
con mis pensamientos, víctima de una desazón creciente. Sentí que
aquella mujer me pertenecía y que no podía soportar la situación ni un
instante más. Desesperado y sin saber que hacer, opté por huir del lugar
por una senda detrás de unos arbustos, ocultos a la mirada de los
invitados. Me alejé corriendo como un aventado, me dirigí al hotel, hice
el equipaje precipitadamente y cogí de inmediato un taxi hacia el
aeropuerto. Ya en el aire, al mirar hacia abajo, tuve la impresión que
una nube de polillas blancas y repugnantes sobrevolaba la zona. Supe
entonces que la envidia y la vergüenza se pueden disfrazar de muchas
cosas.
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