UNO
Javier siempre andaba descalzo por casa. Y que
quede claro que siempre quiere decir exactamente siempre, y no, por ejemplo, en
muchas ocasiones o con frecuencia, como sucede en ocasiones con determinados
adverbios poco precisos. Por qué lo hacía es algo que escapa a las consideraciones
que aquí interesan, y podría ser objeto de otro informe tiempo adelante si lo
llego a considerar apropiado, aunque imaginar que era simplemente porque le
venía en gana, podría no estar demasiado desencaminado. Pero no solo andaba
descalzo, algo que después de todo hace mucha gente a pesar de tener
zapatillas, sino que lo hacía totalmente desnudo, como Dios le trajo al mundo.
Pero con más pelos, naturalmente. Trataba de esa forma de verse como un hombre
libre, y no sujeto a las convenciones de su especie al poco de descender de los
árboles y migrar hacia el norte desde África. Esta costumbre, que arraigó en él
poco después de independizarse de sus padres y establecerse como profesional
liberal en la calle de Serrano de Madrid, la llevaba hasta extremos que podrían
parecer improcedentes en un hombre educado y de buenas costumbres, como era su
caso. Por poner un ejemplo: hasta después de utilizar el inodoro paseaba de
aquí para allá de tal guisa, haciendo dejación de consideraciones de cualquier
otro tipo. E incluso se sentaba en el sofá relajadamente con total ignorancia
de sus posibles consecuencias. Hasta tal punto había prendido en él esta manía
de los paseos desnudo, que cuando era invitado en casa ajena, a poco de
despertar y levantarse, ya transitaba de esa manera por pasillos y salones,
para dejar claro que el pudor no era uno de sus fuertes, y que, de hecho, le
tenían sin cuidado las consideraciones que pudieran hacerse de su conducta. En
las ocasiones en que en tales lugares había jóvenes impúberes, transigía
ponerse un calzoncillo tipo slip para tales andanzas, aunque con frecuencia,
haciéndose el olvidadizo, dejaba asomar por debajo cualquier parte de sus vergüenzas,
como manifestación de su enojo y protesta por haber adoptado un vestuario que
consideraba exagerado y un tanto castrador. Sus amistades estaban advertidas. Sabían
hasta que punto Javier era consecuente consigo mismo y con qué rigor llevaba a
cabo sus convicciones. Tenía pocos amigos, pero quienes lo eran, lo eran de
verdad.
DOS
Las aficiones favoritas de Javier eran la música,
la lectura y los paseos por el campo, aunque esto último solo lo practicaba los
fines de semana y en las vacaciones que, por otro lado, él se permitía de forma
aleatoria de forma que nunca coincidieran con las habituales de verano, Navidad
o Semana Santa, a la que él consideraba como una continuación irrisoria de los
carnavales. Sobre sus lecturas (a las que se entregaba con igual fervor tratase
de lo que tratase) debe puntualizarse que se dedicaba con preferencia a los
considerados pensadores clásicos de la antigüedad, especialmente a los
filósofos griegos presocráticos, que le daban mucha risa. También, por
supuesto, a los sabios de los sabios, Platón y Aristóteles, que se supone son
la base de todos los que les siguieron a lo largo de los siglos cultivando la
filosofía, en su opinión, porque eran incapaces de hacer otra cosa. Al leerlos,
sentado cómodamente en su sillón de orejas, dejaba vagar su mente por los
escenarios naturales, y evocaba a aquellos individuos perorando sobre cosas tan complejas de las que hoy tenemos
noticia, imaginando la cara de asombro de sus discípulos, sin duda más
preocupados por temas menos etéreos que el ser y la sustancia, por decir algo
suave. En cualquier caso, siempre acompañaba su lectura con el manejo discreto
de una de sus manos libres acariciando sus partes, como una forma de réplica
metafórica a lo que estaba leyendo, en el sentido de transmitir al autor: “eso
no te lo crees ni tú” y cosas por el estilo.
Javier era un hombre bien situado, y en ese
sentido su costumbre podría considerarse aún más rara, en cuanto que para él el
mejor de los pijamas de seda estaba al alcance de sus posibilidades sin ningún
problema. Desde este punto de vista, no cabe despreciar la idea de que la actitud
de este hombre fuera algo así como una protesta soterrada ante determinados
aspectos de la vida, que él consideraba como puro cinismo. Llegados aquí, no
estaría de más tener en cuenta que Javier era psicoanalista y estaba al
corriente de los ríos subterráneos que recorren el alma humana, el famoso
inconsciente. Y el exhibicionismo que él practicaba no es un caso tan poco
frecuente como se piensa. Javier frecuentaba a un tipo de personas que habían
hecho de la afectación y la apariencia su modo de vida, y su desnudez trataba
de hacer evidente ese fariseísmo con independencia de cobrar a sus pacientes
(clientes, más bien) 300 euros por una sesión de cuarenta minutos.
TRES
De todas maneras, y aún considerando de forma
positiva la actitud reivindicativa de don Javier (o señor Lanuzas, como se
hacía llamar en el restaurante de cinco tenedores en el que comía a diario), no
está de menos indicar que llegado el momento de la cuenta, siempre pagaba a
metálico con billetes de 50 euros, que solía sacar a puñados del bolsillo del
pantalón sin sonrojarse lo más mínimo, dejando a diario otros diez de propina.
En el fondo de si mismo, consideraba que estas demostraciones no solo le ponían
a él en el lugar más elevado del estatus social de la zona, sino que hasta
podía servir como estímulo para que aquellos indocumentados que le servían
tomaran ejemplo y se dedicaran a la astrología, el tarot o la quiromancia,
actividades todas ellas que en sus momentos de mayor lucidez, consideraba
equiparables al psicoanálisis, actividad a la que a pesar de lo dicho se
dedicaba por las razones que se pueden colegir de un somero análisis hermenéutico
de lo apuntado poco más arriba. Consideraba que la teoría psicoanalítica con
sus múltiples variantes era una patraña en toda regla, pero se justificaba a sí
mismo pensando que, después de todo, el noventa por ciento de las actividades
humanas podían ser valoradas de la misma manera. Si fuera absolutamente sincero,
les diría a sus pacientes (clientes más bien), que lo único verdaderamente
cierto del proceso terapéutico en el que estaban inmersos era su credulidad,
porque posiblemente obtendrían mejores resultados creyendo a pies juntillas
todas las fantasías que contaban los curas en la parroquia cercana, y más aún,
si cabe, si se dejaban ayudar acudiendo semanalmente a confesar. E incluso,
mejor, dos veces por semana, por cero euros.
Paradójicamente, sin embargo, en sus ratos libres
se dedicaba a teorizar sobre la teoría psicoanalítica, en la que introducía
apostillas que pretendía publicar un día cuando las tuviera suficientemente
elaboradas. De hecho, tenía prácticamente terminada una que consideraba
fundamental, y que en su fuero interno estimaba que podría suponer en el campo
de la psicología una especie de revolución copernicana, parecida a la
copernicana en la cosmología. Supondría sin duda un nuevo paradigma que dejaría
en mantillas a muchos de sus predecesores, desde el padre Freud a sus discípulos
Jung, Adler y tutti quanti. Incluido Wilhem Reich y su famoso orgón, origen en
su opinión de la boyante industria pornográfica de nuestros días. Se trataba
del “psicoanálisis del feto”, mediante el cual, después de su alumbramiento, el
ser humano estaría mucho mejor dotado para vivir una vida plena y feliz. Las
mujeres embarazadas deberían someterse a partir del cuarto mes a una terapia
especial centrada en el nuevo ser que se estaba formando en su interior. Desde
su punto de vista, sus vivencias personales a partir de ese momento hasta el
del parto eran fundamentales para la formación del nasciturus, pues es entonces
cuando verdaderamente empieza a tomar forma y sentido su cerebro. El padre de
la criatura podría intervenir, pero no era imprescindible y en ciertas
ocasiones podía llegar a ser contraproducente, pero ese era un tema que todavía
no tenía suficientemente elaborado. Adiós pues a los psicofármacos, las
terapias conductuales, cognitivas, dinámicas, bioenergéticas, etc…
CUATRO
En cualquier caso, si todo hay que decirlo, Javier
Gómez Lanuzas, en otros momentos en los que mantenía una actividad cerebral
menor y más pausada, solía entregarse a la meditación zen y la terapia del
barro y las piedras calientes, momentos en los que sus elucubraciones psicoanalíticas,
por muy novedosas y paradigmáticas que fueran, le parecían excesivamente
elaboradas y a punto de convertirse en un puro desvarío. En esos instantes en
los que la duda le atenazaba y llegaba a pensar si no hubiera sido mejor
dedicarse a actividades más simples como las manualidades y la jardinería,
bajaba al restaurante mencionado más arriba, donde solía acompañar la ingesta
con un vino tinto Gran Reserva, digamos que un Vega Sicilia, con la guinda,
para terminar, de una botellita de Moët Chandon casi sin respirar. Meter la
mano en el bolsillo y estrujar los billetes de cincuenta euros obtenidos
aquella misma tarde, era una delicia que alejaba de su mente cualquier
preocupación.
En
relación a la música, a la que se puede considerar su verdadero violín de
Ingres, cabe decir que su gusto era muy heterogéneo y poco estructurado, pues
alternaba la música popular, la folk, la pop y la música clásica, con
preferencia la del Renacimiento y la Medieval, pero sin hacer ascos al
romanticismo y ciertas composiciones de la contemporáneas, si excluimos a
Schönberg, su creador, a quien odiaba sin límites por razones no explicitadas.
No hay, sin embargo, que olvidar su debilidad por la música militar que algunas
tardes hacía sonar a todo volumen en los altavoces de su equipo, para asombro y
desesperación de sus vecinos, pues tenía calculados con toda precisión los
decibelios permitidos por el ayuntamiento. Los timbales y tambores le
retrotraían a la selva que aún debía rememorar su cerebro más rudimentario, y
posiblemente a la invasión de Polonia por el ejército alemán que dio lugar a la
segunda Guerra Mundial, hecho que solo de puertas para afuera decía aborrecer.
En cualquier caso poco antes de dormir solía oír las Gymnopedias de Eric Satie,
que al parecer le proporcionaban unos sueños muy dulces y reparadores. Y al
levantarse, invariablemente escuchaba para hacer frente al nuevo oía La
Consagración de la Primavera de Stravinsky, preferentemente la Danza sagrada,
que la cierra estruendosamente.
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