lunes, 25 de abril de 2016

DISCUSIONES

Estoy en un restaurante con dos amigos celebrando el aniversario de la Institución. Es algo que hacemos habitualmente llevados más por un impulso de fraternidad a través de los años que por un auténtico apego a la misma, de la que procedemos y de la que guardamos un grato recuerdo, contándonos anécdotas de cuando éramos jóvenes y formábamos parte ella. A J. D., sin embargo, le gustaría que la conmemoración tuviera un tono más institucional, y en algún momento hace referencia ciertos valores de entonces, que en su opinión deberían regir nuestras vidas, de tal manera que la Institución no sólo fuera un recuerdo vago y desvaído al que ya poco nos vincula. A. A., por su lado, trata de hacerle ver que en esos momentos lo de menos es el origen de nuestra relación, y que lo verdaderamente importante es el hecho de que nuestra amistad haya perdurado a través de los años contra viento y marea. Se origina entre los dos un debate un tanto absurdo, animados ambos por una botella de Rioja, que da a sus opiniones un sesgo un tanto oscilante y descoordinado. A.A insiste en que nuestra amistad está por encima de pertenencias a determinado grupo, y se debe en exclusiva al hecho de haber compartido buena parte de nuestras existencias. Pone como ejemplo, a mi parecer no muy acertado, que lo mismo pasaría si hubiéramos compartido la oficina de una sucursal de Correos o un andamio. Y lo remata añadiendo el cariño y los recuerdos que aún se tiene a los compañeros de bachillerato, “tan lejos ahora de nosotros como un planeta extrapolar”.
Su afición en esos momentos a la astronomía hace que su discurso cobre un giro inesperado, y que pasemos de las características específicas de la Institución a consideraciones propias de los profesionales de la astrofísica. Al poco rato, no obstante, J. D. retoma su discurso inicial y hace hincapié en que
las cualidades y virtudes que nos adornan, “que sin duda las tenemos”, dice enfáticamente y con orgullo, se las debemos a la Institución, y no proceden en absoluto de valores debidos a nuestro ADN, y ni siquiera a la pertenencia a familias con un acendrado espíritu tradicional. “Y mucho menos a la cosmología”, añade con cierta sorna. A punto de finalizar la segunda botella, A .A, J. D y C. C, que soy yo mismo, nos vemos involucrados en una discusión absurda, en la que el primero actúa como librepensador, el segundo como un nacionalista furibundo, y yo mismo, terciando entre los dos, tratando de establecer entre ellos puentes de comprensión, que los dos se obstinan en dinamitar una y otra vez. La celebración en sí misma, llegados los postres, ha quedado totalmente olvidada, y los tres nos empeñamos en hacer comprensibles nuestros puntos de vista. J. D. alude a cualidades de orden emocional, e insiste en el valor de las convicciones arraigadas en el seno de la familia y la comunidad, A. A. sin embargo, es de la opinión, de que si bien en principio es proclive a inclinarse en ese mismo sentido, más tarde algo en su interior le dice que tiene que ser razonable, y no debe dejarse llevar exclusivamente por tales aspectos, de tal manera que al final, sintiéndolo mucho, no puede estar de acuerdo. Yo, a decir verdad, sufro al verles agitados entre sus puntos de vista, y si por un lado estaría dispuesto a salir en defensa del primero, por otro quisiera ser comedido y no dejarme llevar por arrebatos sin sentido, como apunta el segundo. La conversación en las inmediaciones de los postres cobra las características de una discusión en toda regla, pues los contendientes finalmente se han dejado arrastrar por los sentimientos encontrados que sus posiciones les provocan. Yo intento de nuevo mediar, tratando de buscar un punto de equilibrio, para lo cual tengo que hacer verdaderos esfuerzos para no sumarme al debate.
Es ya media tarde, y en un momento dado, decido que después de todo, a mí no se me ha perdido nada en los vericuetos y las sutilezas de sus argumentos, tratando cada cual de llevar las aguas del molino a su cauce. Me doy cuenta
de que independientemente del ardor que ambos ponen en el asunto, yo comienzo a desimplicarme totalmente mientras miro con cierta melancolía el tránsito de los vehículos y paseantes al otro lado de la cristalera del restaurante. Más que rodar, los automóviles parecen deslizarse sobre la calzada suavemente y en silencio, como si se tratara de una exhibición de patinaje artístico, en el que la lluvia que ya la ha empapado por completo, actuara como una pista de hielo. Paulatinamente me voy alejando de la discusión, y las voces de mis amigos, a pesar de su vehemencia, empiezan a servirme como telón de fondo de otras emociones que la contemplación de la calle me va sugiriendo. Ausente ya de la mesa donde hemos celebrado el aniversario de la Institución, mi mente huye del lugar y se centra en lo que observo al otro lado de los cristales como si se tratara de una película. Transeúntes que pasan por la acera con prisas, como si algo muy urgente les esperara poco más allá, mientras ellos charlan animadamente sobre temas que desconozco pero que no me cuesta imaginar. Llego incluso a percibir los rostros de los automovilistas, algunos absortos mirando hacia adelante, y otros, los acompañantes, ensimismados en conversaciones sobre banalidades, que posiblemente debatan como si en ello les fuera la vida. Mis compañeros finalmente parecen haber llegado a un cierto acuerdo o a un punto muerto, pues poco a poco sus voces se van apagando confundiéndose con las de los demás clientes del local. Poco después tengo la impresión de que de una forma absolutamente natural, todos hemos llegado a un punto final en el que el silencio se apodera del lugar. Poco más tarde, la ausencia de luz en la calle y la escasez de tráfico y transeúntes, hacen que al mirar hacia afuera sólo nos vea a nosotros, unos rostros serios, dubitativos y un tanto perplejos reflejados con toda nitidez en la gran cristalera, que en esos momentos hace las veces de espejo.

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