Estoy en un restaurante con dos amigos celebrando el aniversario de
la Institución. Es algo que hacemos habitualmente llevados más por un
impulso de fraternidad a través de los años que por un auténtico apego a
la misma, de la que procedemos y de la que guardamos un grato recuerdo,
contándonos anécdotas de cuando éramos jóvenes y formábamos parte ella.
A J. D., sin embargo, le gustaría que la conmemoración tuviera un tono
más institucional, y en algún momento hace referencia ciertos valores de
entonces, que en su opinión deberían regir nuestras vidas, de tal
manera que la Institución no sólo fuera un recuerdo vago y desvaído al
que ya poco nos vincula. A. A., por su lado, trata de hacerle ver que en
esos momentos lo de menos es el origen de nuestra relación, y que lo
verdaderamente importante es el hecho de que nuestra amistad haya
perdurado a través de los años contra viento y marea. Se origina entre
los dos un debate un tanto absurdo, animados ambos por una botella de
Rioja, que da a sus opiniones un sesgo un tanto oscilante y
descoordinado. A.A insiste en que nuestra amistad está por encima de
pertenencias a determinado grupo, y se debe en exclusiva al hecho de
haber compartido buena parte de nuestras existencias. Pone como ejemplo,
a mi parecer no muy acertado, que lo mismo pasaría si hubiéramos
compartido la oficina de una sucursal de Correos o un andamio. Y lo
remata añadiendo el cariño y los recuerdos que aún se tiene a los
compañeros de bachillerato, “tan lejos ahora de nosotros como un planeta
extrapolar”.
Su afición en esos momentos a la astronomía hace
que su discurso cobre un giro inesperado, y que pasemos de las
características específicas de la Institución a consideraciones propias
de los profesionales de la astrofísica. Al poco rato, no obstante, J. D.
retoma su discurso inicial y hace hincapié en que
las cualidades
y virtudes que nos adornan, “que sin duda las tenemos”, dice
enfáticamente y con orgullo, se las debemos a la Institución, y no
proceden en absoluto de valores debidos a nuestro ADN, y ni siquiera a
la pertenencia a familias con un acendrado espíritu tradicional. “Y
mucho menos a la cosmología”, añade con cierta sorna. A punto de
finalizar la segunda botella, A .A, J. D y C. C, que soy yo mismo, nos
vemos involucrados en una discusión absurda, en la que el primero actúa
como librepensador, el segundo como un nacionalista furibundo, y yo
mismo, terciando entre los dos, tratando de establecer entre ellos
puentes de comprensión, que los dos se obstinan en dinamitar una y otra
vez. La celebración en sí misma, llegados los postres, ha quedado
totalmente olvidada, y los tres nos empeñamos en hacer comprensibles
nuestros puntos de vista. J. D. alude a cualidades de orden emocional, e
insiste en el valor de las convicciones arraigadas en el seno de la
familia y la comunidad, A. A. sin embargo, es de la opinión, de que si
bien en principio es proclive a inclinarse en ese mismo sentido, más
tarde algo en su interior le dice que tiene que ser razonable, y no debe
dejarse llevar exclusivamente por tales aspectos, de tal manera que al
final, sintiéndolo mucho, no puede estar de acuerdo. Yo, a decir verdad,
sufro al verles agitados entre sus puntos de vista, y si por un lado
estaría dispuesto a salir en defensa del primero, por otro quisiera ser
comedido y no dejarme llevar por arrebatos sin sentido, como apunta el
segundo. La conversación en las inmediaciones de los postres cobra las
características de una discusión en toda regla, pues los contendientes
finalmente se han dejado arrastrar por los sentimientos encontrados que
sus posiciones les provocan. Yo intento de nuevo mediar, tratando de
buscar un punto de equilibrio, para lo cual tengo que hacer verdaderos
esfuerzos para no sumarme al debate.
Es ya media tarde, y en un
momento dado, decido que después de todo, a mí no se me ha perdido nada
en los vericuetos y las sutilezas de sus argumentos, tratando cada cual
de llevar las aguas del molino a su cauce. Me doy cuenta
de que
independientemente del ardor que ambos ponen en el asunto, yo comienzo a
desimplicarme totalmente mientras miro con cierta melancolía el
tránsito de los vehículos y paseantes al otro lado de la cristalera del
restaurante. Más que rodar, los automóviles parecen deslizarse sobre la
calzada suavemente y en silencio, como si se tratara de una exhibición
de patinaje artístico, en el que la lluvia que ya la ha empapado por
completo, actuara como una pista de hielo. Paulatinamente me voy
alejando de la discusión, y las voces de mis amigos, a pesar de su
vehemencia, empiezan a servirme como telón de fondo de otras emociones
que la contemplación de la calle me va sugiriendo. Ausente ya de la mesa
donde hemos celebrado el aniversario de la Institución, mi mente huye
del lugar y se centra en lo que observo al otro lado de los cristales
como si se tratara de una película. Transeúntes que pasan por la acera
con prisas, como si algo muy urgente les esperara poco más allá,
mientras ellos charlan animadamente sobre temas que desconozco pero que
no me cuesta imaginar. Llego incluso a percibir los rostros de los
automovilistas, algunos absortos mirando hacia adelante, y otros, los
acompañantes, ensimismados en conversaciones sobre banalidades, que
posiblemente debatan como si en ello les fuera la vida. Mis compañeros
finalmente parecen haber llegado a un cierto acuerdo o a un punto
muerto, pues poco a poco sus voces se van apagando confundiéndose con
las de los demás clientes del local. Poco después tengo la impresión de
que de una forma absolutamente natural, todos hemos llegado a un punto
final en el que el silencio se apodera del lugar. Poco más tarde, la
ausencia de luz en la calle y la escasez de tráfico y transeúntes,
hacen que al mirar hacia afuera sólo nos vea a nosotros, unos rostros
serios, dubitativos y un tanto perplejos reflejados con toda nitidez en
la gran cristalera, que en esos momentos hace las veces de espejo.
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