Al poco de conocerte, en mi situación debo ser sincero contigo, no
sabes cuánto me extrañó que me pidieras lo que me pediste, sabiendo la
pena que podía caerme como fuera sorprendido. Pero también te soy
sincero si te digo que una vez cometidas las primeras fechorías, y
perdóname esta palabra hoy casi en desuso, me sentí perfectamente,
incluso embargado por una alegría cuya única explicación era el hecho de
verte feliz. No sabes con qué delectación te observaba por las tardes
con tu minúscula cajita de estaño, acariciando aquellos diminutos
trocitos de diamante que hurtaba en cuanto se me presentaba la menor
oportunidad y te iba entregando con devoción. La verdad es que sustraer
directamente aquellos pequeños ejemplares hizo que me sintiera en
algunos momentos al borde de una crisis de nervios, pero
afortunadamente por aquella época el jefe del taller y el contable
también se traían entre manos algunos negocios poco aconsejables, y
optaron por mirar hacia otro lado. Recuerdo con especial ternura
aquellas sobremesas en las que te veía acariciando con una fruición que
ahora se me antoja un tanto maníaca, las piezas que había robado para
ti. Era principalmente tu gesto arrobado, tu boca casi temblorosa y tus
preciosos ojos inundados de las iridiscencias de las joyas, los que me
compensaban de la angustia que me hacías pasar para seguir a tu lado. Me
quedaba extasiado al oírte recitar con una voz casi trémula las
características inigualables de los diamantes, su composición de carbono
al ciento por ciento, su inigualable dureza y su consistencia a la
altura de los materiales más sólidos.
Pero cuando mi corazón se
desbordaba hacia ti de algo que no podía ser sino amor bordeando la
adoración, era cuando hacías un recorrido minucioso por las obras de
arte, novelas y películas en las que el diamante era, digamos, el
personaje principal. ¿Recuerdas el momento casi sublime en el que
evocaste a Audrey Hepburn en
“Desayuno con diamantes”? Casi creí
desfallecer contemplando la dulzura de tu rostro, en nada inferior en
aquél momento al de la famosa estrella de Hollywood ¡Dios mío, cuanto
amor sentía en mi pecho! Claro que el paso de los días empezó a hacer su
trabajo silencioso, y paulatinamente empecé a añorar otros momentos
quizás no tan intensos, pero desde luego más tranquilos y menos
arriesgados, sobre todo cuando mis compinches fueron detenidos, y se me
hizo evidente que el próximo sería yo ¡Como hubiera deseado entonces que
te hubieras conformado con algunas piedras bituminosas
y
grafito, teniendo en cuenta que con las primeras se pueden hacer diseños
e imitaciones muy interesantes, y que con el segundo podrías jactarte
de poseer un mineral también compuesto al 100 % de carbono purísimo
(puedes tomarte esto como una ironía, pero es la verdad). Pero no fue
así, y no solo eso, sino que finalmente quisiste que te diera un último
antojo y sustrajera una pieza casi tan gorda como una ciruela, no muy
alejada del célebre Ko-i-noor ¡Y lo hice, vaya que si lo hice! Por ti
fui capaz de todo, y burlar todos los sistemas de seguridad, máximos
para la ocasión en la que nos visitaba la pieza en cuestión, no fue un
problema insalvable para mí, como bien sabes ¡Cuanto mejor hubiera sido,
me digo ahora, contentarse con visitar con más frecuencias el
Rijmuseum, el Museo de Arte Contemporáneo, el Museo Van Gogh, todos
juntitos y tan cerca de nuestra casa. Nuestra querida casa, que ahora
evoco con nostalgia. ¡Podíamos habernos convertidos en expertos críticos
de arte, especializados en Rembrandt, Rubens y Durero! Pero no, la vida
tiene estás ironías y tengo que conformarme con imaginarte ¡vete tú a
saber donde! Seguro que lejos y posiblemente en compañía de algún
afamado joyero, mientras yo me pudro en esta lamentable cárcel comarcal
de Amsterdam, sin ni siquiera poder darme un paseito por el Barrio Rojo,
cosa que sí hacía en algunas ocasiones mientras estuvimos juntos. Y que
conste que esto último, debo aquí ser absolutamente sincero, sí que te
lo digo para joderte un poco. Y perdona la expresión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario