No suelo coger
el autobús, pero aquella mañana no tuve más remedio. El coche lo tenía en el
taller, averiado. Coger el autobús era para mí, por lo tanto, una novedad, pero
sobre todo un fastidio. Tener que hacer cola y aguardar un buen rato a la
intemperie en esa época con un tiempo tan desapacible, me desagradaba
sobremanera. A usted le vi llegar a lo lejos, y me pareció que era alguien
conocido, algo que, sin embargo, su presencia cercana me desmintió de
inmediato. Su aspecto al acercarse moviéndose extrañamente, casi contoneándose
debajo de su abrigo, como si fuera una especie de travestido me molestó, y
recuerdo decirme para mis adentros “menos mal que no conozco a este tipo,
porque visto lo visto, no hubiera sabido que decirle excepto maricón”. Pasó
usted a mi lado, sin duda para ponerse a la cola, y me rozó ostensiblemente con
su hombro a pesar de que tenía todo el mundo a su alrededor para evitarlo. Y no
solo eso, ni siquiera se disculpó. Pasó, me golpeó (porque fue casi un
atropello) y siguió adelante como si tal cosa. Yo me callé porque no quise
montar allí mismo un espectáculo, pero sepa que por adentro le puse de vuelta y
media y, aunque nadie se enterara, le llamé hijo de puta reiteradamente. Soy
esclavo de las buenas maneras, pero créame, que si me dejo ir, aquella mañana
pudo ser la última que usted hubiera visto la luz del sol. Me faltó una navaja
de buenas dimensiones en el bolsillo para hundírsela en el pecho hasta la
empuñadura. Su familia posiblemente lo hubiera lamentado, y es más que probable
que a mí me hubieran llamado loco y metido en la cárcel, pero me hubiera tenido
sin cuidado, pues por primera vez habría obrado con lo que suele faltarme con
frecuencia en situaciones parecidas, con dos cojones. Dé usted gracias al cielo
de mi buena educación y de mi cobardía.
Te huele el
aliento. De hecho, te huelo mucho el aliento. No es terrible, pero sí bastante
desagradable. Si duda no se trata de una halitosis en los términos exactos que
esa afección debe tener en las
enciclopedias médicas, pero va camino de ello. Ya sé que me dirás que si la
boca, la lengua, el paladar, la úvula, la garganta, el tracto superior
digestivo, el mero estómago. Julián, lo que tú quieras, pero es desagradable.
De hecho, muy desagradable. Y que conste que aquí no quiero entrar en detalles
que harían estas palabras poco alentadoras (mira por donde), pero supongo que
el mero olor trae aparejadas ciertas partículas que no es cuestión aquí ponerse
a analizar, pero Julián, cuando hablas conmigo me haces a mí su receptor. Y
menos aún quiero llamarlas miasmas, pero se trata de eso. Con lo fácil, que te
resultaría, sabiéndolo como lo sabes, tener una bolsita de caramelos de menta
en el bolsillo, o cualquiera de los productos que venden en la farmacia, que
casi regalan. Pero nada, tú a lo tuyo, como si el pestazo fuera una marca de
identidad que reivindicas como parte fundamental de tu personalidad. Debes
suponer que quererte es sufrirte, y ya va siendo hora de decirte que estás muy
equivocado. Al menos en este aspecto, no te voy a consentir tu dejadez, y mira
que ni siquiera insisto en que vayas al dentista, al otorrino o al especialista
en el aparato digestivo. Solo te pido unas pastillitas de eucaliptos o de
menta. O unas abluciones bucales frecuentes. O gárgaras. Ya sabes que por otro
lado, me pareces un encanto. Aunque si fumaras menos también colaborarías a
mejorar el tema que nos ocupa.
Que al salir de
“El viento entre los álamos pero no entre los sauces” te dijera que la película
me había resultado un poco pesada, no creo que fuese motivo para que te
pusieras como te pusiste, Verónica. Y que luego añadieras con un gesto de ira
mal reprimido, que considerase que tú eras como eras y que tuviera en cuenta
que siempre, siempre, irías a todos los estrenos de películas chinas, coreanas,
japonesas, iraníes, afganas y de Uzbekistán, fue algo poco razonable pues, sin
quererlo, lo comparé con el criterio que aconseja asistir a aquellas que, con
independencia de su nacionalidad, son recomendadas por la crítica seria.
Incluso comprendo, al hilo de la conversación que siguió a tu declaración una
vez que pudiste calmarte, que haya gente que llevada por la emoción o el
sentimiento, elija con frecuencia otras de forma acrítica. De verdad que lo
acepto. Pero que como colofón y para terminar la tarde, añadieses con el gesto
ufano de una feminista conversa que “después de todo, de ahora en adelante,
recuerda que yo hago lo que me sale del chocho”, me pareció algo un tanto zafio
y fuera de lugar, teniendo en cuenta que dices asistir a ese tipo de cine por
su inocencia y su ternura.
Te he visto y he
huido a toda prisa. Si te digo la verdad, no había razones para ello. He obrado
por lo tanto por un impulso que no se atiene en absoluto a la lógica cartesiana
ni a los silogismos aristotélicos, algo a lo que siendo como eres, una
sentimental, espero que no tengas nada que objetar.
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